martes

J. D. SALINGER - LEVANTAD, CARPINTEROS, LA VIGA DEL TEJADO (8)


Volviendo a la historia, recuerdo que mientras los tres (la dama de honor, su marido y la señora Silsburn) con los ojos clavados en mí me miraban toser, yo eché un vistazo al viejo minúsculo que estaba en el fondo. Seguía mirando fijo hacia delante. Observé, casi con gratitud, que los pies prácticamente no le llegaban al suelo. Parecían viejos y valiosos amigos míos.

-Pero ¿qué se supone que hace ese hombre? -me dijo la dama de honor cuando me libré del acceso de tos.

-¿Se refiere a Seymour? -pregunté. Parecía claro, al principio, a juzgar por su tono, que maquinaba algo singularmente ignominioso. Entonces, de pronto, me asaltó la idea (y era pura intuición) de que podría estar secretamente al tanto de una variada cantidad de datos biográficos sobre Seymour, es decir, de esos datos bajos, lamentablemente dramáticos y (en mi opinión) esencialmente equivocados acerca de él. Que había sido Billy Black, una “celebridad” nacional de la radio durante unos seis años antes de su infancia. O que, para dar otro ejemplo, había ingresado en la Universidad de Columbia cuando apenas tenía quince años.

-Sí, Seymour -dijo la dama de honor-. ¿Qué hacía antes de incorporarse al ejército?

Una vez más intuí en un relámpago refulgente que sabía mucho más sobre él de lo que, por alguna razón, quería decir. Por una parte, parecía perfectamente enterada de que Seymour había estado enseñando inglés antes de alistarse, que había sido profesor. Un profesor. En realidad, por un instante, mientras la miraba, tuve la incomodísima sensación de que quizá supiera incluso que yo era el hermano de Seymour. No era una idea como para meditar sobre ella. La miré esquivando su mirada y dije:

-Era pedicuro. -Entonces, bruscamente, me di la vuelta y me puse a mirar por la ventanilla. El coche había estado inmóvil durante unos minutos y justo acababa yo de percibir el redoble de tambores marciales en la distancia, desde la dirección general de Lexington o la Tercera Avenida.

-¡Es un desfile! -dijo la señora Silsburn. También ella se había vuelto.

Estábamos al final de la Ochenta. Un policía en medio de Madison Avenue detenía todo el tránsito que iba hacia el norte y el sur. Simplemente lo detenía, es decir, no lo desviaba ni hacia el este ni hacia el oeste. Había tres o cuatro coches y un autobús esperando para seguir hacia el sur, pero nuestro coche resultó ser el único vehículo que iba para arriba. En la esquina inmediata y en lo que yo podía ver del lado de la calle que subía hacia la Quinta Avenida, había dos o tres filas de personas a lo largo de la acera, esperando, al parecer, un desfile de tropas, o enfermeras, o boy scouts, o lo que fuese, para abandonar el punto en que se habían reunido, Lexington o la Tercera Avenida, y seguir la marcha.

-Oh, Dios. Pero ¿no lo sabía usted? -dijo la dama de honor.

Me volví y estuve a punto de darme un cabezazo con ella. Se había inclinado hacia delante, metiéndose casi en el espacio entre la señora Silsburn y yo. La señora Silsburn se volvió hacia ella, también, con una expresión conmovida, más bien de pena.

-Podemos pasarnos semanas aquí -dijo la dama de honor, estirando el cuello para ver del otro lado del parabrisas-. Ya tendría que estar allí. Le dije a Muriel y a su madre que cogería uno de los primeros coches y que llegaría en cosa de cinco minutos. ¡Oh, Dios! ¿No se puede hacer algo?

-Yo también tendría que estar allí -dijo la señora Silsburn, con bastante presteza.

-Sí, pero yo se lo prometí formalmente. El apartamento va a estar repleto de toda clase de tíos y tías disparatados y de perfectos extraños, y yo le dije que montaría guardia con unas diez bayonetas para que ella tuviera un poco de intimidad y… -se interrumpió-. Oh, Dios. Es horrible.

La señora Silsburn lanzó una risita afectada.

-Creo que yo soy una de las tías disparatadas -dijo. Evidentemente estaba ofendida.

La dama de honor la miró.

-Ah, lo siento. No me refería a usted -se reclinó en su asiento-. Quise decir que el apartamento es tan minúsculo, y la gente empieza a aparecer como moscas… Ya sabe a qué me refiero.

La señora Silsburn no dijo nada, y no la miré para ver cuánto la había ofendido la observación de la dama de honor. Pero recuerdo que me quedé impresionado, en un sentido especial, por el tono con que la dama de honor se había disculpado por su pequeña plancha acerca de los “tíos y tías disparatados”. Había sido una auténtica disculpa, pero no turbada y aun menos obsequiosa, y por un momento tuve la impresión de que, aparte de su indignación teatral y de su ostentoso coraje, había algo de bayoneta en ella, algo que no dejaba de ser admirable. (Estoy dispuesto a admitir rápidamente que mi opinión en este caso tiene un valor muy limitado. A veces me siento demasiado atraído por la gente que no exagera las disculpas.) Pero el caso es que justo entonces, por primera vez, una pequeña oleada de prejuicios contra el novio desertor pasó sobre mí, con una cresta espumosa de censura por su inexplicable absentismo apenas perceptible.

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