Volviendo a la historia, recuerdo que mientras los tres (la dama de honor, su marido y la señora Silsburn) con los ojos clavados en mí me miraban toser, yo eché un vistazo al viejo minúsculo que estaba en el fondo. Seguía mirando fijo hacia delante. Observé, casi con gratitud, que los pies prácticamente no le llegaban al suelo. Parecían viejos y valiosos amigos míos.
-Pero ¿qué se supone que hace ese hombre? -me dijo la dama de honor
cuando me libré del acceso de tos.
-¿Se refiere a Seymour? -pregunté. Parecía claro, al principio, a juzgar
por su tono, que maquinaba algo singularmente ignominioso. Entonces, de pronto,
me asaltó la idea (y era pura intuición) de que podría estar secretamente al
tanto de una variada cantidad de datos biográficos sobre Seymour, es decir, de
esos datos bajos, lamentablemente dramáticos y (en mi opinión) esencialmente
equivocados acerca de él. Que había sido Billy Black, una “celebridad” nacional
de la radio durante unos seis años antes de su infancia. O que, para dar otro
ejemplo, había ingresado en la Universidad de Columbia cuando apenas tenía
quince años.
-Sí, Seymour -dijo la dama de honor-. ¿Qué hacía antes de incorporarse al
ejército?
Una vez más intuí en un relámpago refulgente que sabía mucho más sobre él
de lo que, por alguna razón, quería decir. Por una parte, parecía perfectamente
enterada de que Seymour había estado enseñando inglés antes de alistarse, que
había sido profesor. Un profesor. En realidad, por un instante, mientras la
miraba, tuve la incomodísima sensación de que quizá supiera incluso que yo era
el hermano de Seymour. No era una idea como para meditar sobre ella. La miré
esquivando su mirada y dije:
-Era pedicuro. -Entonces, bruscamente, me di la vuelta y me puse a mirar
por la ventanilla. El coche había estado inmóvil durante unos minutos y justo
acababa yo de percibir el redoble de tambores marciales en la distancia, desde
la dirección general de Lexington o la Tercera Avenida.
-¡Es un desfile! -dijo la señora Silsburn. También ella se había vuelto.
Estábamos al final de la Ochenta. Un policía en medio de Madison Avenue
detenía todo el tránsito que iba hacia el norte y el sur. Simplemente lo
detenía, es decir, no lo desviaba ni hacia el este ni hacia el oeste. Había
tres o cuatro coches y un autobús esperando para seguir hacia el sur, pero
nuestro coche resultó ser el único vehículo que iba para arriba. En la esquina
inmediata y en lo que yo podía ver del lado de la calle que subía hacia la
Quinta Avenida, había dos o tres filas de personas a lo largo de la acera, esperando,
al parecer, un desfile de tropas, o enfermeras, o boy scouts, o lo que fuese,
para abandonar el punto en que se habían reunido, Lexington o la Tercera
Avenida, y seguir la marcha.
-Oh, Dios. Pero ¿no lo sabía usted? -dijo la dama de honor.
Me volví y estuve a punto de darme un cabezazo con ella. Se había inclinado
hacia delante, metiéndose casi en el espacio entre la señora Silsburn y yo. La
señora Silsburn se volvió hacia ella, también, con una expresión conmovida, más
bien de pena.
-Podemos pasarnos semanas aquí -dijo la dama de honor, estirando el
cuello para ver del otro lado del parabrisas-. Ya tendría que estar allí. Le
dije a Muriel y a su madre que cogería uno de los primeros coches y que
llegaría en cosa de cinco minutos. ¡Oh, Dios! ¿No se puede hacer
algo?
-Yo también tendría que estar allí -dijo la señora Silsburn, con bastante presteza.
-Sí, pero yo se lo prometí formalmente. El apartamento va a estar
repleto de toda clase de tíos y tías disparatados y de perfectos extraños, y yo
le dije que montaría guardia con unas diez bayonetas para que ella
tuviera un poco de intimidad y… -se interrumpió-. Oh, Dios. Es horrible.
La señora Silsburn lanzó una risita afectada.
-Creo que yo soy una de las tías disparatadas -dijo. Evidentemente estaba
ofendida.
La dama de honor la miró.
-Ah, lo siento. No me refería a usted -se reclinó en su asiento-. Quise
decir que el apartamento es tan minúsculo, y la gente empieza a aparecer como
moscas… Ya sabe a qué me refiero.
La señora Silsburn no dijo nada, y no la miré para ver cuánto la había
ofendido la observación de la dama de honor. Pero recuerdo que me quedé
impresionado, en un sentido especial, por el tono con que la dama de honor se
había disculpado por su pequeña plancha acerca de los “tíos y tías disparatados”.
Había sido una auténtica disculpa, pero no turbada y aun menos obsequiosa, y
por un momento tuve la impresión de que, aparte de su indignación teatral y de
su ostentoso coraje, había algo de bayoneta en ella, algo que no dejaba de ser
admirable. (Estoy dispuesto a admitir rápidamente que mi opinión en este caso
tiene un valor muy limitado. A veces me siento demasiado atraído por la gente
que no exagera las disculpas.) Pero el caso es que justo entonces, por primera
vez, una pequeña oleada de prejuicios contra el novio desertor pasó sobre mí,
con una cresta espumosa de censura por su inexplicable absentismo apenas
perceptible.
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