Había algo intimidante en su mirada. Parecía venir de una mujer del vulgo, separada sólo por el tiempo y la suerte de sus agujas de tejer y de una espléndida vista de la guillotina. Las turbas de cualquier tipo me han aterrado siempre.
-Nos conocimos de chicos -contesté, de un modo casi ininteligible.
-¡Qué suerte tuvo!
-Vamos, vamos -dijo el marido.
-Lo siento -le respondió la dama de honor, aunque dirigiéndose a todos
nosotros-. Pero tú no estuviste n la habitación viendo llorar a esa pobre chica
hasta quedar sin lágrimas durante una buena hora. No es divertido, y una no se
olvida. He oído hablar de novios que se mueren de miedo y todo eso. Pero no se
hace eso en el último momento. ¡Quiero decir que no se hace eso para
mortificar a una cantidad de gente encantadora y hacerle perder casi la razón a
una criatura! Si cambió de idea, ¿por qué no le escribió y por lo menos rompió
como un caballero, por el amor de Dios, antes de hacer todo ese daño?
-Está bien, ten calma -dijo su marido. La risita seguía allí, pero sonaba
un poco forzada.
-¡Lo digo en serio! ¿No podía escribirle y decírselo, como un hombre,
e impedir toda esta tragedia? -me miró bruscamente-. ¿Tiene alguna idea de
dónde está, por casualidad? -me preguntó, con una voz metálica-. Si fueron
amigos de la infancia, usted ha de tener…
-Acabo de llegar a Nueva York hace unas dos horas -dije, nervioso. No sólo
la dama de honor sino también su marido y la señora Silsburn me miraban fijo-.
Hasta ahora no he tenido siquiera la posibilidad de acercarme a un teléfono.
-Recuerdo que en ese momento tuve un acceso de tos. Era auténtico, pero debo
decir que no hice mucho por contenerlo o abreviarlo.
-¿Se cuida esa tos, soldado? -me preguntó el teniente cuando se me pasó.
En ese momento tuve otro acceso de tos, perfectamente verdadero, aunque
parezca raro. Todavía estabas a medias o a cuartos vuelto en mi estrapontín,
con el cuerpo lo bastante desviado hacia el frente del coche como para toser
con arreglo a las debidas normas higiénicas.
Aunque parezca muy desordenado, creo que debería insertar aquí un párrafo
para responder a un par de preguntas embarazosas. En primer lugar, ¿por qué seguía
sentado en el coche? Dejando de lado toda consideración incidental, se supone
que el coche debía llevar a sus ocupantes a la casa de apartamentos de los
padres de la novia. Ninguna información que hubiera obtenido, de primera o
segunda mano, de la postrada novia sin casar o de sus perturbados (y muy
probablemente coléricos) padres podía compensar lo embarazoso de mi aparición
en el apartamento. ¿Por qué, entonces, seguía sentado en el coche? ¿Por qué no
salía, por ejemplo, mientras estábamos parados ante un semáforo? Y lo que es
aun más evidente, ante todo, ¿por qué me había metido en el coche…? Hay, para
mí al menos, una docena de respuestas a estas preguntas y todas ellas, aunque
confusas, suficientemente válidas. Pero creo que puedo omitirlas y limitarme a
reiterar que era 1942, que yo tenía veintitrés años, acababa de alistarme, acababa
de darme cuenta de la eficacia de mantenerse junto al rebaño y, sobre todo, me
sentía solo. Uno se mete sencillamente en los coches repletos y se queda allí
sentado, así lo veo yo.
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