5
Mi padre empezó a caerme
mal. Siempre estaba rabioso por algo. Y cada vez que íbamos a algún lado
terminaba discutiendo con alguien. Pero casi nadie se asustaba. La gente se
quedaba mirándolo con calma, y eso lo ponía más rabioso. Las raras veces que
salíamos a comer afuera, siempre le encontraba algún defecto a la comida y a
veces no quería pagar.
-¡En esta crema hay una
cagada de mosca! ¿Este restaurante está podrido?
-Lo lamento, señor, no
pague si no quiere. Pero váyase.
-¡Claro que me voy! ¡Pero
voy a volver! ¡Le voy a prender fuego a este restaurante podrido!
Una vez estábamos parados
con mi madre en la entrada de una farmacia mientras mi padre le gritaba a un
empleado en el fondo. Otro empleado le preguntó a mi madre:
-¿Quién será este tipo
tan terrible? Cada vez que viene arma lío.
-Es mi marido -le dijo mi
madre.
Y me acuerdo de otro día.
Mi padre trabajaba repartiendo leche de mañana y vino a despertarme.
-Vení, que quiero
mostrarte una cosa.
Salimos. Yo iba en piyama
y con pantuflas. Todavía estaba oscuro y se veía la luna. Caminamos hasta llegar
al carro de repartir leche, que tiraba un caballo. El caballo estaba muy
quieto.
-Fijate -dijo mi padre.
Agarró un terrón de azúcar y se lo puso adelante al caballo. El caballo se lo
sacó de la palma de la mano y se lo comió. -Ahora tratá de hacerlo vos… -Y me
puso un terrón en la mano. El caballo era muy grande. -¡Acercate más! ¡Y mantené
la mano quieta!
Yo tenía miedo de que el
caballo me arrancara la mano de un mordiscón. Cuando bajó la cabeza vi los
agujeros del hocico mientras los labios se le contraían, vi la lengua y los
dientes, y entonces el terrón de azúcar desapareció.
-Dale, probá otra vez.
Probé otra vez. El
caballo recogió el terrón de azúcar y sacudió la cabeza.
-Bueno -dijo mi padre.
-Ahora vamos a casa antes de que el caballo se te cague arriba.
No me dejaban jugar con
otros chiquilines.
-Son niños malos -decía
mi padre. -Hijos de gente pobre.
-Sí -le daba la razón mi
madre.
Mis padres querían ser
ricos y se imaginaban que eran ricos.
Los primeros niños de mi
edad que conocía fueron mis compañeros del jardín de infantes. Eran raros, se
reían y conversaban y parecían felices. No me caían bien. Me daban ganas de
vomitar y el aire se ponía extrañamente quieto y blanco. Pintábamos con acuarelas.
Un día plantamos semillas de rábanos en el jardín y después de unas semanas los
comimos con sal. La que me caía bien y me gustaba mucho más que mis padres era
la señorita que nos daba las clases. Uno de mis peores problemas era tener que
ir al baño. Yo siempre tenía ganas de ir pero me daban vergüenza que los otros
lo supieran, así que me aguantaba. Aguantar era terrible. Y el aire se ponía
blanco y sentía ganas de vomitar, y tenía ganas de cagar y mear, pero no decía
nada. Y cuando alguno de los otros volvía del baño yo pensaba, ah sorete,
acabás de mandarte una cagada…
Me gustaban las niñas con
sus vestiditos cortos, el pelo largo y los ojos hermosos, pero ellas también
cagaban, pensaba yo, aunque trataran de fingir que no.
El jardín de infantes era,
más que nada, aquel aire blanco….
Los años en la escuela
primaria, de primero a sexto, fueron diferentes. Había chiquilines que tenían
doce años, y todos venían de los barrios pobres. Empecé a ir al baño, pero nada
más que para hacer pichí. Un día vi a un niño chico tomando agua en el bebedero.
De golpe apareció uno más grande y le reventó la cabeza contra el bebedero.
Cuando el niño más chico levantó la cara tenía varios dientes rotos y la boca
llena de sangre. Había sangre en el agua del bebedero.
-Si se lo contás a
alguien -me dijo el grande- te reviento.
El más chico sacó un
pañuelo para llevárselo a la boca. Yo volví a la clase, donde la maestra nos
estaba hablando de George Washington y del valle Forge. Usaba una peluca
platinada muy chic. Cuando la desobedecíamos nos pegaba en las palmas de las
manos con una regla. Creo que nunca iba al cuarto de baño. Yo la odiaba.
Todas las tardes a la
salida de la clase había una pelea entre dos de los chiquilines más grandes. Siempre
eran contra la verja del fondo, donde ningún maestro los veía. Las peleas nunca
eran parejas, y el chiquilín más grande le daba una paliza terrible al más chico,
acorralándolo a piñazos contra la verja. A veces el más chico trataba de
defenderse y contraatacar, pero era inútil. Enseguida se le llenaba la cara de sangre,
manchándole la camisa. El más chico siempre recibía la paliza sin hablar, sin
quejarse ni pedir clemencia jamás. Al final el más grande la terminaba, y todos
los demás volvían a su casa acompañando al ganador. Yo volvía a casa rápido,
solo, después de aguantar las ganas de cagar durante todo el día en la escuela
y durante la pelea. Pero generalmente cuando llegaba ya se me habían ido las
ganas. Eso me preocupaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario