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CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 5


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Mi padre empezó a caerme mal. Siempre estaba rabioso por algo. Y cada vez que íbamos a algún lado terminaba discutiendo con alguien. Pero casi nadie se asustaba. La gente se quedaba mirándolo con calma, y eso lo ponía más rabioso. Las raras veces que salíamos a comer afuera, siempre le encontraba algún defecto a la comida y a veces no quería pagar.

-¡En esta crema hay una cagada de mosca! ¿Este restaurante está podrido?

-Lo lamento, señor, no pague si no quiere. Pero váyase.

-¡Claro que me voy! ¡Pero voy a volver! ¡Le voy a prender fuego a este restaurante podrido!

Una vez estábamos parados con mi madre en la entrada de una farmacia mientras mi padre le gritaba a un empleado en el fondo. Otro empleado le preguntó a mi madre:

-¿Quién será este tipo tan terrible? Cada vez que viene arma lío.

-Es mi marido -le dijo mi madre.

Y me acuerdo de otro día. Mi padre trabajaba repartiendo leche de mañana y vino a despertarme.

-Vení, que quiero mostrarte una cosa.

Salimos. Yo iba en piyama y con pantuflas. Todavía estaba oscuro y se veía la luna. Caminamos hasta llegar al carro de repartir leche, que tiraba un caballo. El caballo estaba muy quieto.

-Fijate -dijo mi padre. Agarró un terrón de azúcar y se lo puso adelante al caballo. El caballo se lo sacó de la palma de la mano y se lo comió. -Ahora tratá de hacerlo vos… -Y me puso un terrón en la mano. El caballo era muy grande. -¡Acercate más! ¡Y mantené la mano quieta!

Yo tenía miedo de que el caballo me arrancara la mano de un mordiscón. Cuando bajó la cabeza vi los agujeros del hocico mientras los labios se le contraían, vi la lengua y los dientes, y entonces el terrón de azúcar desapareció.

-Dale, probá otra vez.

Probé otra vez. El caballo recogió el terrón de azúcar y sacudió la cabeza.

-Bueno -dijo mi padre. -Ahora vamos a casa antes de que el caballo se te cague arriba.

No me dejaban jugar con otros chiquilines.

-Son niños malos -decía mi padre. -Hijos de gente pobre.

-Sí -le daba la razón mi madre.

Mis padres querían ser ricos y se imaginaban que eran ricos.

Los primeros niños de mi edad que conocía fueron mis compañeros del jardín de infantes. Eran raros, se reían y conversaban y parecían felices. No me caían bien. Me daban ganas de vomitar y el aire se ponía extrañamente quieto y blanco. Pintábamos con acuarelas. Un día plantamos semillas de rábanos en el jardín y después de unas semanas los comimos con sal. La que me caía bien y me gustaba mucho más que mis padres era la señorita que nos daba las clases. Uno de mis peores problemas era tener que ir al baño. Yo siempre tenía ganas de ir pero me daban vergüenza que los otros lo supieran, así que me aguantaba. Aguantar era terrible. Y el aire se ponía blanco y sentía ganas de vomitar, y tenía ganas de cagar y mear, pero no decía nada. Y cuando alguno de los otros volvía del baño yo pensaba, ah sorete, acabás de mandarte una cagada…

Me gustaban las niñas con sus vestiditos cortos, el pelo largo y los ojos hermosos, pero ellas también cagaban, pensaba yo, aunque trataran de fingir que no.

El jardín de infantes era, más que nada, aquel aire blanco….

Los años en la escuela primaria, de primero a sexto, fueron diferentes. Había chiquilines que tenían doce años, y todos venían de los barrios pobres. Empecé a ir al baño, pero nada más que para hacer pichí. Un día vi a un niño chico tomando agua en el bebedero. De golpe apareció uno más grande y le reventó la cabeza contra el bebedero. Cuando el niño más chico levantó la cara tenía varios dientes rotos y la boca llena de sangre. Había sangre en el agua del bebedero.

-Si se lo contás a alguien -me dijo el grande- te reviento.

El más chico sacó un pañuelo para llevárselo a la boca. Yo volví a la clase, donde la maestra nos estaba hablando de George Washington y del valle Forge. Usaba una peluca platinada muy chic. Cuando la desobedecíamos nos pegaba en las palmas de las manos con una regla. Creo que nunca iba al cuarto de baño. Yo la odiaba.

Todas las tardes a la salida de la clase había una pelea entre dos de los chiquilines más grandes. Siempre eran contra la verja del fondo, donde ningún maestro los veía. Las peleas nunca eran parejas, y el chiquilín más grande le daba una paliza terrible al más chico, acorralándolo a piñazos contra la verja. A veces el más chico trataba de defenderse y contraatacar, pero era inútil. Enseguida se le llenaba la cara de sangre, manchándole la camisa. El más chico siempre recibía la paliza sin hablar, sin quejarse ni pedir clemencia jamás. Al final el más grande la terminaba, y todos los demás volvían a su casa acompañando al ganador. Yo volvía a casa rápido, solo, después de aguantar las ganas de cagar durante todo el día en la escuela y durante la pelea. Pero generalmente cuando llegaba ya se me habían ido las ganas. Eso me preocupaba.

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