lunes

J. D. SALINGER - LEVANTAD, CARPINTEROS, LA VIGA DEL TEJADO (5)


El coche se dirigió hacia el oeste, como si fuera directamente a meterse en el horno del cielo del final de la tarde. Siguió hacia el oeste dos manzanas hasta llegar a Madison Avenue, y luego dobló bruscamente en ángulo recto hacia el norte. Sentí como si nos salváramos todos de quedar encerrados en el terrible horno del sol por la gran presteza y habilidad del conductor anónimo.

Durante las cuatro o cinco primeras manzanas por Madison, la conversación en el coche se limitó sobre todo a observaciones como “¿Le dejo bastante espacio?” y “Nunca en mi vida he tenido tanto calor”. La que no había tenido nunca tanto calor en toda su vida era, como supe por haber fisgoneado un tanto en el bordillo de la acera, la dama de honor de la novia. Era una muchacha sólida de unos veinticuatro o veinticinco años, con un vestido de satén rosa y una banda de moneolvides artificiales en el pelo. Su ethos era netamente atlético, como si hiciera uno o dos años que se hubiese graduado como profesora de educación física. Sujetaba en el regazo un ramo de gardenias como si fuese una pelota de voleibol desinflada. Estaba sentada en el asiento trasero, los muslos apretados entre su marido y un viejo minúsculo con sombrero de copa y chaqué, que sostenía un cigarro habano sin encender. La señora Silsburn y yo, tocándonos sin impudicia las rodillas, ocupábamos los estrapontines. Dos veces, sin excusa alguna, en busca de mera aprobación, me volví para mirar al viejo. Cuando yo mantenía la puerta abierta para que él entrara en el coche, tuve el fugaz impulso de levantarlo materialmente y de meterlo con delicadeza por la ventanilla abierta. Era la pequeñez misma, seguramente no medía más de metro cuarenta o metro cincuenta, sin ser ni un pigmeo ni un enano. En el coche miraba fijo, con gran severidad, hacia adelante. La segunda vez que me volví a mirarlo, observé que había algo muy parecido a una vieja mancha de grasa en la solapa de su chaqué. También noté que el sombrero de copa quedaba a unos diez o doce centímetros del techo… Pero en general, durante esos primeros minutos en el coche, me preocupé sobre todo de mi propio estado de salud. Además de tener pleuresía y la cabeza magullada, tenía la hiponcondríaca sensación de que estaba pescando una infección en la garganta. Disimuladamente, doblaba la lengua hacia atrás y exploraba la parte presuntamente afectada. Recuerdo que miraba fijo hacia delante, directamente hacia el pescuezo del conductor que era un mapa en relieve de cicatrices de granos, cuando de pronto mi compañera de estrapontín me dijo:

-No he tenido oportunidad de preguntárselo mientras estábamos dentro. ¿Cómo está su encantadora madre? ¿No es usted Dickie Briganza?

En el momento de la pregunta, yo tenía la lengua curvada hacia atrás, explorando el velo del paladar. La desenrosqué, tragué y me volví hacia ella. Tendría unos cincuenta años, iba vestida elegantemente y con gusto. Llevaba una gruesa capa de maquillaje. Le contesté que no, que no lo era.

Me miró con los ojos un poco entrecerrados y dijo que yo era exactamente igual al hijo de Celia Briganza. Algo en la boca. Traté de indicar con un gesto que era un error que cualquiera podía cometer. Seguí mirando la nuca del conductor. El coche era silencioso. Eché un vistazo por la ventanilla para cambiar la escena.

-¿Está contento en el ejército? -preguntó la señora Silsburn, bruscamente, como conversando.

En ese preciso momento tuve un breve acceso de tos. Cuando terminó me volví hacia ella con toda la vivacidad de que fui capaz y dije que había hecho un montón de amigotes. Me resultaba un poco difícil girar en su dirección, debido al revestimiento de venda adhesiva del diafragma.

Ella asintió.

-Creo que todos ustedes son simplemente maravillosos -dijo, con cierta ambigüedad, -¿Es amigo de la novia o del novio? -preguntó entonces yendo delicadamente al grano.

-En realidad, no soy precisamente un amigo de…

-Mejor que no diga que es amigo del novio -dijo la dama de honor interrumpiéndome desde el fondo del coche. -Me gustaría ponerla la mano encima sólo unos dos minutos. Sólo dos minutos, nada más.

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