Gestos y posturas de Gardel al cantar
Dos palabras para comentar el rostro con sus gestos y la posición del
cuerpo de Gardel cuando se lo ve cantar en las películas que filmó. Es
interesante observar el juego de visajes que le arrancan sus interpretaciones.
En “Cuesta abajo”, en la escena que lo muestra apoyado en la barandilla del
buque junto a Vicente Padula, canta maravillosamente “Mi Buenos Aires querido”.
Allí se ve a las cejas y a los ojos implicados en el canto. Sonríe cuando con
las palabras del texto “el farolito de la calle de arrabal / donde sonríe una
muchachita en flor”. Su mano se acerca y toca el pecho de su compañero de
actuación, en un gesto que insinúa la pretensión de convencerlo, hacerlo
partícipe comprometido de lo que está cantando.
Allí también se advierte por la posición de la cabeza y el torso, cómo se
apoya en el diafragma para ciertas notas. En una palabra, el uso de todo su
cuerpo, no solamente su garganta, en el ejercicio del canto, tal como debe ser.
La evolución de su estilo
El antropólogo Daniel Vidart, entusiasta del tango y conocedor del tema, ha
dedicado a la forma rioplatense textos diversos que finalmente han configurado
un libro reeditado varias veces. En uno de esos capítulos reflexiona sobre las
modalidades del canto popular de las orillas en las dos ciudades del Río de la
Plata. Vidart tipifica el milonguero y el cantor orillero, traza el rumbo que
habría transitado Gardel hasta la madurez.
“Hay en los suburbios dos tipos de cantores: el payador o
milonguero y el cantor orillero propiamente dicho. El primero es una mezcla del
payador campesino con el improvisador urbano. En su léxico se codean los giros
rurales con las voces lunfardas y los italianismos del lenguaje popular. No es
un tipo ecuestre sino apeado que va de boliche en boliche, pespunteando el
perímetro de las orillas. Sólo en las noches de francachelas bonaerenses,
cuando lo contratan los mozos ‘bien’ del ‘centro’, se descuelga desde los
suburbios en un mateo rechinante, muy tieso en el asiento y abrazado
sombríamente a su guitarra, que se yergue como un mástil entre las luces de la
ciudad. Estos milongueros -valga el recuerdo de Bettinoti o de Ezeiza- se
precian de sus dotes de repentistas, de su gracejo inventivo. Al igual que sus
modelos y antepasados rurales, también descriptos en el ‘Martín Fierro’, se
sienten por encima de los meros cantores. El payador y el milonguero inventan
mundos, contestan preguntas capciosas, se empecinan en largos contrapuntos de
originalidad creadora, escapan a la rigidez del folclore merced a su plástico
ludismo elemental.
El cantor, por el contrario, vale por el cómo y no por el
qué. Sus valores residen en sus condiciones vocales, en su buen oído, en su
musicalidad. El cantor es en sí un espécimen de segunda mano, esto dicho sin
desmedro de sus cualidades intrínsecas. Sus posibilidades están clausuradas
para cierto tipo de creación, pero generosamente abiertas a la interpretación.
No es el cantor un artista activo como el payador o el milonguero sino pasivo,
receptor. Su mundo, en puridad, se reduce a un speculum mundo que refleja, a
través de lo que otros dicen o escriben, el querer y el obrar de la sociedad
que los rodea. Pero tiene a su favor la gracia caudalosa de la voz, el
sortilegio sonoro de cautivar órficamente las facultades del hombre común”.
No cabe duda respecto al lugar que ocupa Gardel en esta clasificación y
análisis. Pero es preciso agregar que en una evolución relativamente rápida
alcanzó a crear un tipo de cantor que es el cantor de tango que ha visto
desarrollarse el Río de la Plata. Con todos los matices y méritos de cada
personaje, es la larga galería de cantores que después de él, han puesto la voz
al servicio de la especie que nació como danza de pareja estrechamente
abrazada. La lista es larga y no está cerrada: Charlo, Raúl Berón, Alberto
Gómez, Francisco Fiorentino, Ángel Vargas, Alberto Castillo, Carlos Roldán, Eduardo
Adrián, Roberto Goyeneche, Julio Sosa, Edmundo Rivero y muchos más, que llenan
un catálogo inabarcable de estilos y timbres. Habría que considerar en este
repertorio las voces femeninas que siguen, paralelamente, un itinerario semejante,
bajo los nombres de Rosita Quiroga, Azucena Maizani. Mercedes Simone, Libertad
Lamarque, Rosana Falasca, María Graña, Adriana Varela, Susana Rinaldi y muchas
más.
Fuera del marco del payador, del milonguero y del cantor orillero, Gardel
crea una nueva figura en el ámbito del canto popular rioplatense.
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