martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (42)


Capítulo VI

En la casa del Zorrino (2)

Entonces él, que iba a seguir, guardó silencio poniéndose tristísimo bajo la creciente acentuación del entrecejo de quien tenía delante. Sintiéndose como sudoroso sacó el pañuelo el Zorrino y se lo pasó primero por la seca frente y, después, también por el seco pescuezo. Al introducirlo en el bolsillo, al tocar su chuspa le asomó una ráfaga de ganas de fumar que resultó contenida por la dureza de una moneda con la que empezó a jugar entre los dedos siempre ocultos. Hasta que su imaginación resbaló para dar de manos a boca del Terutero de ratos antes. Mientras tanto,

-¡Pucha! ¿qué digo? ¿qué no digo? -se decía el primo de Don Juan. Y por fin se decidió a decir abriendo adentro del bolsico la mano que ya había vuelto a agarrar la tabaquera, pues otra vez había sentido ganitas de fumar.

-A ver sus avíos, primo… ¿No tiene naco?

Dispersados sus pensamientos, Don Juan ocultó la mano bajo el poncho y retiró su chuspa.

-No, aunque este, sin ser una especialidá…

Aguardó un momento el Zorrino la terminación de la frase. Pero como ella quedó en eso, no más, empezó él:

-Yo, pa mí, como la “cuerda”… Esté… -Y miró insistentemente aquella cabeza abatida.

El cigarro ya en la boca, se inclinó hacia el fogón, tomó una delgada astilla, encendió.

-¡No, Juan, déjate de partes! ¡Este tabaco es algo superior! ¡Eso satisface, amigo! Esto… ¡pucha, qué aroma, qué aroma!

Se puso bizco del ufano mirarse salirle el humo de las narices. Para seguir más lejos las evasivas volutas echose después un poco hacia atrás buscando respaldo, y se apoyó en el travesaño de la mesa. Pero tuvo mala suerte. Renga ella de ese lado, se le vino abajo con todito.

Rodaron, pues, dos bolas de marfil, roja la una, la otra blanca; tarros y un labradísimo gran chifle de guampa. Enderezó el trasto el Zorrino y comenzó a juntar las cosas, rezongando por dentro, mientras Don Juan lo contemplaba ahora aunque sin salir de su abstracción.

La bola roja había rodado hasta que la detuvo un desparejo del piso. La otra no aparecía. Levantó el apero que sesteaba desparramado como de bruces por defecto de la carona. Afanose en su búsqueda, fue hacia dos chuecas botas que parecían estar de guardia paradas al lado de una damajuana de caña…

-¡Pero amigo! ¡Pero amigo!

Sonreía con esfuerzo para no empezar a las palabrotas.

Al poner a tientas las manos entre guascas, tientos y lonjas amontonadas en un rincón y levantar polvaredas, brusco movimiento de oro tomó la dirección del techo por la senda que desde el techo abría una veta de sol.

-¡Pero esto sí que es cosa grande!

Finalmente se puso de rodillas, fundó las manos en el suelo y escudriñó abajo de la cama.

-¡Mirá vos!

Allí, allí, entre un montón de cosas, estaba la blanquita. A lo oscuro, junto a medio cojinillo y un freno roto. El Zorrino se echó completamente de bruces y apartando prendas y conmoviendo telarañas la alcanzó. Un arma larga de fuego, fue corrida un poco hacia delante, en el revoltijo. De modo que, cuando manchado de tierra, telas, hilachas, el Zorrino se incorporó en triunfo, el ojo sombrío e irritado por el herrumbre de un caño de carabina quedó vichándolo insistente desde abajo de la cama.

Sentado en su cabeza de vaca, las manos en las tan separadas rodillas, el mentón sobre el pecho, Don Juan, dispersado también por aquellas maniobras, se mordió para contener el deseo de interrumpirlo con un grito.

-Las compré una vez -enteró el otro depositando la bola sobre la mesa. -¿Sabés?, con la idea de mandarme hacer unas boleadoras. Después vi que era mejor dejarlas así. Así, usté ve, no sirven pa nada. Pero quedan más lindas…

Permaneció un momento como una zozobra.

-Pero, ¿te das cuenta, Juan, que las cosas lindas no sirven pa nada, y que si las querés hacer servir pa algo ya parece como que se desmejoran?

Hubo un largo, largo silencio, a cabeza abatida.

-¿Y qué me dice de este chifle? -preguntó de pronto, el Zorrino. -¡Esto es trabajo de preso, compañero! Me lo cedió como amigo, porque era un recuerdo de él mismo un Cuatí, brasilero. De cuando estuvo tres años en la capital por la alegación con un Sargento en ·La Blanqueada”. Se probó que el finao Sargento -vos andabas por la frontera- tenía la culpa. Pero si se demoran más en probar… Llegó al pago, contó cosas que es como pa querer estar preso… Y cuando yo creo que le faltaba la mitá, fue una cosa que no tiene nombre. Abrió los ojos, medio le quiso asomar una espuma en la boca y nos declaró:

-Muchachos, mucho siento… tener que decirles… una gran novedá. Si esto que me viene no es la muerte… no sé qué les digo. Y era, Juan. Él boqueó un momento y nosotros cabeceamos. No había nada que hacerle. El finao Cuatí tenía razón.

Hizo una pausa.

-Te voy a decir. Él era medio idioso. Pero un caballero. Y al pan, pan y al vino, vino.

Ya lo iba a ofrecer al pariente para hacerlo observar los grabados de que estaba cubierto el desaforado cuerno, cuando se contuvo y lo volvió a dejar sobre la mesa, al parecer con cuidadoso tino, pero, en realidad, porque ya no lo tenía presente al estarse quedando otra vez absorto ante el muro que alzaba el sombrío aspecto de Don Juan. La satisfacción que lo iluminara mientras se refería al recipiente, ya se había desvanecido. Entonces, abrumado se fue a su banco de cadera vacuna. Y exclamó sin pensar en lo que decía y sin saber que era para turbar el silencio:

-¡Aquí estamos hechos unos reyes!

Pero como si a un agua de golpe le cayeran piedras, el silencio volvió a cerrarse sin huellas. Con el Peludo en la mente donde también se hacían presente la Mulita y el Comisario Tigre y su hueste marcial, Don Juan se movió en su asiento, tratando de hacer luz en el espeso embrollo de tener que habérselas con enemigos desmesuradamente aplastantes ahora por la razón de que él se hallaba con una mano atada a la necesidad de no crear a la Mulita situaciones de inmediato indefendibles.

Entonces al Zorrino le vino una viaraza. Se sintió de pronto como con ganas de llevarse todo por delante; de estremecer en alguna forma algo de lo que había bajo aquel poncho que ahora cubría casi hasta el extremo de las botas de Don Juan.

-Últimamente, el que ahora tendría que ser distraído por el otro soy yo mismo -decíase el primo de Don Juan -¿O también uno no tiene sus preocupaciones, vamos a ver?

Se levantó, llenó de caña un jarro, de parado tomó dos tragos y tornó y lo puso entre los dos.

Era en marejadas que ya se le venía la tristeza; era una de olas, pasando como hacia el fin del mundo, muy apuradas. Y él en el medio de ellas, justo…

Hasta que luego de beber un trago interminable, cual frente que se inclina sobre un pecho buscando recostarse, empezó, despacito:

-¿Y qué será de la Mulita, Don Juan?

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