Capítulo VI
En la casa del Zorrino (2)
Entonces él, que iba a
seguir, guardó silencio poniéndose tristísimo bajo la creciente acentuación del
entrecejo de quien tenía delante. Sintiéndose como sudoroso sacó el pañuelo el
Zorrino y se lo pasó primero por la seca frente y, después, también por el seco
pescuezo. Al introducirlo en el bolsillo, al tocar su chuspa le asomó una
ráfaga de ganas de fumar que resultó contenida por la dureza de una moneda con
la que empezó a jugar entre los dedos siempre ocultos. Hasta que su imaginación
resbaló para dar de manos a boca del Terutero de ratos antes. Mientras tanto,
-¡Pucha! ¿qué digo? ¿qué
no digo? -se decía el primo de Don Juan. Y por fin se decidió a decir abriendo
adentro del bolsico la mano que ya había vuelto a agarrar la tabaquera, pues
otra vez había sentido ganitas de fumar.
-A ver sus avíos, primo…
¿No tiene naco?
Dispersados sus
pensamientos, Don Juan ocultó la mano bajo el poncho y retiró su chuspa.
-No, aunque este, sin ser
una especialidá…
Aguardó un momento el
Zorrino la terminación de la frase. Pero como ella quedó en eso, no más, empezó
él:
-Yo, pa mí, como la “cuerda”…
Esté… -Y miró insistentemente aquella cabeza abatida.
El cigarro ya en la boca,
se inclinó hacia el fogón, tomó una delgada astilla, encendió.
-¡No, Juan, déjate de
partes! ¡Este tabaco es algo superior! ¡Eso satisface, amigo! Esto… ¡pucha, qué
aroma, qué aroma!
Se puso bizco del ufano
mirarse salirle el humo de las narices. Para seguir más lejos las evasivas
volutas echose después un poco hacia atrás buscando respaldo, y se apoyó en el
travesaño de la mesa. Pero tuvo mala suerte. Renga ella de ese lado, se le vino
abajo con todito.
Rodaron, pues, dos bolas
de marfil, roja la una, la otra blanca; tarros y un labradísimo gran chifle de
guampa. Enderezó el trasto el Zorrino y comenzó a juntar las cosas, rezongando
por dentro, mientras Don Juan lo contemplaba ahora aunque sin salir de su
abstracción.
La bola roja había rodado
hasta que la detuvo un desparejo del piso. La otra no aparecía. Levantó el
apero que sesteaba desparramado como de bruces por defecto de la carona. Afanose
en su búsqueda, fue hacia dos chuecas botas que parecían estar de guardia
paradas al lado de una damajuana de caña…
-¡Pero amigo! ¡Pero
amigo!
Sonreía con esfuerzo para
no empezar a las palabrotas.
Al poner a tientas las
manos entre guascas, tientos y lonjas amontonadas en un rincón y levantar
polvaredas, brusco movimiento de oro tomó la dirección del techo por la senda
que desde el techo abría una veta de sol.
-¡Pero esto sí que es
cosa grande!
Finalmente se puso de
rodillas, fundó las manos en el suelo y escudriñó abajo de la cama.
-¡Mirá vos!
Allí, allí, entre un
montón de cosas, estaba la blanquita. A lo oscuro, junto a medio cojinillo y un
freno roto. El Zorrino se echó completamente de bruces y apartando prendas y
conmoviendo telarañas la alcanzó. Un arma larga de fuego, fue corrida un poco
hacia delante, en el revoltijo. De modo que, cuando manchado de tierra, telas,
hilachas, el Zorrino se incorporó en triunfo, el ojo sombrío e irritado por el
herrumbre de un caño de carabina quedó vichándolo insistente desde abajo de la
cama.
Sentado en su cabeza de
vaca, las manos en las tan separadas rodillas, el mentón sobre el pecho, Don
Juan, dispersado también por aquellas maniobras, se mordió para contener el
deseo de interrumpirlo con un grito.
-Las compré una vez
-enteró el otro depositando la bola sobre la mesa. -¿Sabés?, con la idea de
mandarme hacer unas boleadoras. Después vi que era mejor dejarlas así. Así,
usté ve, no sirven pa nada. Pero quedan más lindas…
Permaneció un momento
como una zozobra.
-Pero, ¿te das cuenta,
Juan, que las cosas lindas no sirven pa nada, y que si las querés hacer servir
pa algo ya parece como que se desmejoran?
Hubo un largo, largo
silencio, a cabeza abatida.
-¿Y qué me dice de este chifle?
-preguntó de pronto, el Zorrino. -¡Esto es trabajo de preso, compañero! Me lo
cedió como amigo, porque era un recuerdo de él mismo un Cuatí, brasilero. De
cuando estuvo tres años en la capital por la alegación con un Sargento en ·La
Blanqueada”. Se probó que el finao Sargento -vos andabas por la frontera- tenía
la culpa. Pero si se demoran más en probar… Llegó al pago, contó cosas que es
como pa querer estar preso… Y cuando yo creo que le faltaba la mitá, fue una
cosa que no tiene nombre. Abrió los ojos, medio le quiso asomar una espuma en
la boca y nos declaró:
-Muchachos, mucho siento…
tener que decirles… una gran novedá. Si esto que me viene no es la muerte… no
sé qué les digo. Y era, Juan. Él boqueó un momento y nosotros cabeceamos. No
había nada que hacerle. El finao Cuatí tenía razón.
Hizo una pausa.
-Te voy a decir. Él era
medio idioso. Pero un caballero. Y al pan, pan y al vino, vino.
Ya lo iba a ofrecer al
pariente para hacerlo observar los grabados de que estaba cubierto el
desaforado cuerno, cuando se contuvo y lo volvió a dejar sobre la mesa, al
parecer con cuidadoso tino, pero, en realidad, porque ya no lo tenía presente
al estarse quedando otra vez absorto ante el muro que alzaba el sombrío aspecto
de Don Juan. La satisfacción que lo iluminara mientras se refería al
recipiente, ya se había desvanecido. Entonces, abrumado se fue a su banco de
cadera vacuna. Y exclamó sin pensar en lo que decía y sin saber que era para
turbar el silencio:
-¡Aquí estamos hechos
unos reyes!
Pero como si a un agua de
golpe le cayeran piedras, el silencio volvió a cerrarse sin huellas. Con el
Peludo en la mente donde también se hacían presente la Mulita y el Comisario
Tigre y su hueste marcial, Don Juan se movió en su asiento, tratando de hacer
luz en el espeso embrollo de tener que habérselas con enemigos desmesuradamente
aplastantes ahora por la razón de que él se hallaba con una mano atada a la necesidad
de no crear a la Mulita situaciones de inmediato indefendibles.
Entonces al Zorrino le
vino una viaraza. Se sintió de pronto como con ganas de llevarse todo por
delante; de estremecer en alguna forma algo de lo que había bajo aquel poncho
que ahora cubría casi hasta el extremo de las botas de Don Juan.
-Últimamente, el que
ahora tendría que ser distraído por el otro soy yo mismo -decíase el primo de
Don Juan -¿O también uno no tiene sus preocupaciones, vamos a ver?
Se levantó, llenó de caña
un jarro, de parado tomó dos tragos y tornó y lo puso entre los dos.
Era en marejadas que ya
se le venía la tristeza; era una de olas, pasando como hacia el fin del mundo,
muy apuradas. Y él en el medio de ellas, justo…
Hasta que luego de beber
un trago interminable, cual frente que se inclina sobre un pecho buscando recostarse,
empezó, despacito:
-¿Y qué será de la
Mulita, Don Juan?
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