(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)
EL GRITO IV
12 DE OCTUBRE DE 1851. Por mi
larga estadía en Buenos Aires no me es difícil comprender las razones por las
cuales la oligarquía porteña pergeñó toda clase de intrigas contra el pueblo
oriental y contra su conductor en el Ayuí. Aunque haya cambiado el marco
histórico y los personajes con respecto a aquellos tiempos, sé como esos
círculos de poder operan y a lo que pueden llegar con tal de defender sus
intereses. Conozco sus ambiciones y sus conspiraciones, sus conflictos
palaciegos, su desdén por todo lo popular, por eso puedo entender bien aquel
momento y evaluar su rechazo ante un pueblo cada vez más organizado, guiado por
un espíritu patriótico y que para colmo tenía un conductor que cada día ganaba
más prestigio en el resto de las provincias. Como ya he señalado, comprender aquel
pasado, me ayuda a entender mejor este presente y en particular me permite
re-encontrarme conmigo mismo, por eso luego de varios días de reflexionar sobre
todas estas cosas mientras recorría las calles de Asunción, visité de nuevo a
Tomasa. La encontré rezongando, con grandes aspavientos, a un mulequito,
llamado Lázaro, que se negaba a comer.
Ella le acercaba el cucharón a la boca, pero él torcía la cara.
"¡No seas ñanga...!", -protestaba la negra. Entonces me vio salir de
atrás de unos laureles y señalándome le dijo que por no comer yo me lo iba a
llevar lejos, al infierno de los blancos. Asustado, el niño abrió sus ojos
enormes y tragó más que comió todo lo que había en el cucharón. Feliz Tomasa
lanzó una estentórea y contagiosa carcajada que me alegró el día. Durante un
rato no paramos de reir y yo pensé que iba a ser difícil conversar del pasado,
pero no me importó demasiado. Estaba contento de tanta alegría y de tanta
fraternidad. Disfrutaba de la presencia de la negra que todo lo llenaba con su
voz, con su fuerza, con su energía contagiosa. Al cabo de un rato me invitó a
matear y palabra va, palabra viene, le fui contando de mis cuitas, de mis
dudas, de mis incertidumbres. Ella me escuchó y luego de servirme un mate, me
dijo que era igual a Camila, mi madre, que también le contaba de sus diablos
interiores, mientras recorrían juntas las praderas de Capilla Nueva...
Aproveche a preguntarle de ella. Y me contó historias que no conocía de cuando
era niña. Una cosa trajo la otra y me animé a preguntarle por Tomás, su
compañero de vida; al que había conocido en la Redota, pero cuando comenzó a
hablarme de él fuimos interrumpidos por una vecina enojada porque Mora y Lucha
le habían invadido sus plantas. Cuando continuamos la conversación, solamente
me comentó del enojo de ambos cuando llegó Sarratea al Ayuí, ya que sus
provocaciones generaron descontento desde el primer momento. Yo sabía que lo primero que hizo el porteño
fue hacerse reconocer como Jefe Supremo de todas las fuerzas, incluidas las que
estaban bajo el mando de Artigas y que por eso los orientales, que ya venían
fastidiados por las actitudes de Buenos Aires, comenzaron a juntarse para
discutir. Para colmo había corrido que Sarratea manejaba 200 mil pesos para
“pagamentos e intrigas” y el comentario indignado de la gente era que nada de
lo soportado "al ñudo iba a ser", que no obedecerían otras órdenes
que no fueran las de Artigas y que no marcharían jamás si él no marchaba a la
cabeza. Hoy lo pienso y está claro que el objetivo del porteño era sacar del
medio al Jefe oriental y desvaratar al equipo que lo acompañaba. Tomasa me
confesó que ella y su compañero apoyaron a un grupo de patriotas, entre los que
estaba Miguel Barreiro, José Llupes, Nicolás de Acha y Fernando Otorgués, que
promovió una asamblea con el jefe el oriental, “en nombre del pueblo...” Por lo
que recuerda, en nombre del grupo un tal Sierra leyó un manifiesto que
denunciaba que Sarratea pretendía imponer un yugo feroz y exigía la ruptura completa con Buenos Aires
y la formación de una Junta independiente. Fuera de la reunión todo el
campamento estaba expectante de lo que adentro ocurría, recordó Tomasa, y
agregó que Pedro Viera interrumpió el discurso gritando que había que obedecer
al superior gobierno porteño, al que consideraba sagrado y que unos delegados
indignados se le abalanzaron y con fuertes insultos lo echaron del lugar. Una
vez afuera y acompañado de sus oficiales, Viera arrestó a Barreiro y a otros
asambleístas como provocación, ante lo cual tuvo que intervenir el propio
Artigas. Tomasa tiene una vaga idea de
que su compañero colaboró en derrotar la conspiración; de lo que está segura es
que la gente en general estaba furiosa con los renegados, incluido Manuel
Artigas, hermano del General. Pese a que estaba indignada, me confesó que tenía
sentimientos contradictorios con "Perico" Viera, ya que con él,
Cecilio y Jacinto habían iniciado lo de Asencio, aunque no olvidaba las
flaquezas que había mostrado cuando tuvo que compartir el poder. Le pregunté qué otras cosas le venían a la
memoria de aquellos tiempos y me respondió que en la primavera de 1812 las
familias habían cruzado el río para reunirse con el ejército. Comenzaba el
retorno oriental...,-comenté. Y agregué que no podía dejar de estremecerme al
pensar en lo que estarían sintiendo aquellos patriotas en ese momento, pero
nada me respondió. Hacía rato que
hablábamos y Tomasa me invitó a cenar. Mientras cocinaba salí a estirar las
piernas y caminé por el poblado, la gente ya estaba acostumbrada a verme por
esos pagos y me saludaba. Uno que se presentó como el "Negro Lauro"
me invitó con alguna copita, que acepté. Para no desdeñar... Abajo de una enramada de guatambú, atronaba
el tam-tam del tamboril. La noche llegaba con cantos y los habituales festejos.
Hasta las estrellas parecían querer danzar. Durante la cena Tomasa me fue
convenciendo de que me quedara a dormir, ya que era muy tarde para volver.
Finalmente acepté y me tiré en una hamaca paraguaya, al aire libre. Las sombras
fueron desdibujando al poblado, que apenas era iluminado por la mortecina luz
de los faroles. Los tambores dejaron de sonar pero todavía era percibible la
presencia humana en los alrededores, que se hacía sentir con voces apagadas,
algunas protestas y algunas cómplices risotadas. Desde cada vez más lejos,
llegaba hasta mis oídos, el sofocado ladrido de los perros...
***
Desayunamos
temprano. Lucha y Mora encantadas con mi presencia, entraban y salían nerviosas
del comedor, hasta que Tomasa las echó y cerró la puerta. Ya más tranquilos me
confesó que durante la noche había soñado con el período de su vida del cual
habíamos estado hablando. Entonces quise saber más tanto de la estadía oriental
en el Ayuí, como del fin de la Redota y del regreso a la Banda Oriental. No lo
podía prever, pero durante la charla recibí una lección que le agradeceré para
siempre. Gracias a ella, entre otras cosas, aprendí que en la vida pueden
alternar la alegría colectiva y la tristeza personal. Y viceversa. Comenzó
diciendo que hacía muchos años de aquellos acontecimientos, que tal vez había
cosas que creía recordar, que podían ser solamente producto de su imaginación.
Pero que de lo que nunca había podido olvidarse, por todo el daño que causaron,
era del accionar de las “Partidas Tranquilizadoras”, que comenzaron sus
operativos en los pagos de Soriano, mientras ella acampaba en el Ayuí. Me
pareció sentir cierto remordimiento de su parte, pero nada dije. Entonces agregó que cuando se enteró de lo
que estaba ocurriendo la embargó la angustia, ya que justamente en Mercedes
estaban Jacinto, Carmela, la Gringa y los niños, entre los que estaba yo. De
pronto me pareció como si algo de todo aquello hubiera quedado en mi memoria,
que de alguna parte de mi ser emergían los abrazos protectores de Carmela y la
Gringa, que en mi pecho todavía palpitaba, lejano, el horror. Me veía en un
cuarto oscuro y que alguien me tapaba la boca y me pedía silencio... Hasta me
pareció sentir unos tiros y unos gritos... Pero de nada de esto quise hablar.
Por decir algo le respondí que no era de extrañar que hubieran comenzado su
accionar represivo en nuestra región, por el masivo apoyo de los criollos a
Artigas y porque era una zona de importantes recursos y eso la ayudó a que
vinieran a su memoria los ecos de la resistencia oriental, ya que los vecinos
se oponían como podían a la opresión de portugueses y españoles, sea
combatiendo en la clandestinidad, repartiendo panfletos o simplemente haciendo
correr la información de los desmanes que aquellas partidas militares iban
ocasionando entre la población. Entonces sonrió y me dijo que había tenido su
propia venganza, ya que el Regimiento de Pardos y Morenos, que ella acompañaba,
había corrido a los portugos de la zona de Itapebí Grande hasta el norte del
Arapey. Y agregó que si serían tiempos difíciles, que además de tener que
soportar toda clase de necesidades, los emigrados enfrentaban otras zozobras,
ya que alguien había apuñalado al edecán de Artigas y que corría la voz de que
había intención de parte de algunos altos jefes políticos y militares
vinculados a la Junta de Buenos Aires, de asesinar al Jefe Oriental. Tomasa suspiró
profundamente y agregó que de a poco fueron llegando buenas noticias, ya que en
la primavera de 1812, enarbolando una bandera celeste y blanca, el gaucho José
Culta, acompañado de Charrúas, logró reiniciar el sitio de Montevideo. Todo lo
contaba entre sorbo y sorbo del mate, por momentos guardaba largos silencios,
buscando en su memoria algún acontecimiento importante que se le pudiera estar
escapando. Yo había oído hablar de Culta y había escuchado decir que su
accionar había puesto fin a los tiempos del terror hispano-portugués, a la vez
que había presionado a Buenos Aires para que pasara a la ofensiva. Calculé que
yo tenía en ese momento alrededor de un año de edad, por eso me resultaba
impactante conversar con alguien que lo hubiera conocido, le pregunté a Tomasa
cómo era y simplemente lo definió como un buen gaucho, muy querido por todos.
Los hechos dicen que poco tiempo después de que el sitiara a Montevideo, las
tropas de Rondeau lo acompañaron. ¡Pero, finalmente, al cabo de tantas fatigas,
las familias y las tropas orientales se sumaron al sitio!-exclamé, con un poco
de frivolidad, por decir algo. En la medida que íbamos hablando sentía que
crecía en mi ser una profunda pena. Había algo que quería y no quería escuchar.
Ahora pienso que Tomasa captó mi estado de ánimo y por eso se limitó a
puntualizar que las tropas orientales llegaron a Montevideo, prácticamente a
los dos años exactos del inicio del levantamiento de Asencio. Nos envolvía el
calor de hogar, pero ya no soportaba la desazón que me embargaba y para escapar
de ella le pedí que me describiera todo cuanto pudiera de aquel momento
triunfal, pero me dijo que había pasado tiempo, que apenas le llegaban esbozos
de lo ocurrido, que lo que más le había quedado era la enorme alegría de todos,
de soldados, de ancianos, de mujeres, de niños. Según me contó, textualmente,
era como si se hubiera adelantado el carnaval, todo era música, cánticos,
salvas, llantos y juramentos. Y lo justificó diciendo que los orientales habían
partido "redotados", con rumbo incierto y que habían soportado toda
clase de desdichas, que habían perdido familiares y amigos, pero que en aquel
momento se sintieron triunfadores. Yo la
escuchaba desde mi lejanía, ahora soy consciente de lo me estaba molestando y
que Tomasa me ayudó a afrontar, ahora entiendo lo que mi interior estaba
eludiendo preguntar, pero en aquel momento, contradictoriamente lancé, que
imaginaba que ella estaría exultante... Tomasa, que desde hacía rato me venía
estudiando, respondió que sí, que en parte estaba contenta, feliz, pero de
pronto hizo silencio, limpió calmadamente las migas de la mesa y me dijo que
por otra parte no olvidara que durante el regreso a la Banda Oriental había
visitado Mercedes, para saber cómo estábamos, que nos había encontrado bien y
eso la puso contenta, pero que también se había enterado de la muerte, a manos
de las Partidas Tranquilizadoras, de muchos que había querido... Y luego de
unos segundos agregó lo que yo me ocultaba: "Entre ellos de tu
padre...". Dicho esto se paró y mirando hacia arriba, como si estuviera
orando, movió los hombros y cantó unas estrofas de una canción, supongo que
para romper con el momento dramático por el que pasábamos. Por eso, como decía
al principio, gracias a ella aprendí que en la vida nadie puede huir de sí
mismo, que no siempre hay absolutos. Y sobre todo que la alegría puede
exorcizar al dolor.
***
15 DE OCTUBRE DE 1851. Mucho
nos acercó a Tomasa y a mí el último encuentro y eso me facilitó poder llegar
hasta sus más íntimos sentimientos. Desde que iniciaron nuestras charlas, pude
constatar que los vecinos con que se cruzaba, nunca dejaban de saludarla y que
siempre, sin variar, ella les devolvía el saludo haciendo referencia a algo
personal, así fueran sus hijos, algún otro integrante de su familia, algún
enfermo, o el estado de su cosecha. Está claro que es un pilar para todos los
pobladores de Camba Cuá, quienes a ella recurren cuando precisan un apoyo
afectuoso, que los atienda con sus plantas medicinales, o con algún consejo
sentimental. Esta vez no fue diferente y cuando llegó hasta ella una joven
vecina a la que se le notaba que no estaba en sus cabales por una infección, le dispuso un
tiempo, desde donde estaba alcancé a escuchar cuando le decía mientras la
curaba… “Tate quieta,… no llore, ejate lavá“.
Está claro que el vecindario es su familia, adonde echó raíces con su
compañero Tomas. Cuando volvió hasta donde yo estaba, con cierta culpa por la
tardanza, le comenté que me parecía curioso el nombre de su pareja y que era
increíble la casualidad, me explicó que originalmente, en realidad, tenía otro
nombre, pero que cuando se casaron, se lo había cambiado por uno similar al de
ella, como forma de expresar un amor que los uniría hasta la eternidad. Y que a
partir de ese momento la pareja fue conocida como Tomasa y Tomás. Exhaló un
suspiro y con nostalgia me señaló el sillón de vaivén adonde su esposo se
sentaba y rió al comentarme que le encantaba llamarla Totó. Entonces me llevó
hasta el frente de la vivienda y sobre la puerta, descubrió de entre las
enredaderas, tallados en hierro, los dos nombres, unidos por una única “T” y
una única “S”. Hasta el momento nos veníamos reuniendo en la cocina, pero esta
vez me mostró el resto de la casa, adonde abundaban, talladas en madera,
estatuillas, imágenes, máscaras y otros objetos, a los que les otorgaba un
rango mágico. Más allá del comedor destacaba, en una diminuta pieza y rodeado
de velas, un diminuto altar que tenía como centro a la virgen de Mercedes, una
alfombra roja cubría el piso y en las paredes colgaban telas verdes, blancas y
doradas. En un estante la estatuilla de un hombre y una mujer tenía tallada en
su base las sílabas To–To. Tomándola le pedí que me contara más de su esposo,
obviamente conocer su historia me iba a permitir saber de ella más en
profundidad. ¡Estuvieron juntos durante cuatro décadas!- pensé, con cierta
envidia. Y se lo comenté. Y ella inició su relato. La primera vez que lo vio
fue durante el Primer Sitio de Montevideo, sus miradas apenas se cruzaron,
según me dijo, pero algo quedó en su interior, que irrumpió cuando se
reencontraron en la Redota, durante una expedición al pueblo de La Cruz. Tomás se
había unido a los patriotas desde el inicio, tanto así que fue uno de los
lanceros que acompañó a Artigas luego de que éste abandonó al Ejército español,
calculé que por ese entonces Tomasa no estaba lejos, ya que junto a mis padres
ayudó a organizar a los criollos de Capilla Nueva y alrededores. Tomasa agregó
que desde los inicios de la revolución grandes cantidades de esclavos huían de
sus amos y encontraban refugio en las tropas patriotas, adonde eran recibidos
entre otros por Tomás, que por entonces tenía otro nombre y que por su entrega
a la “justa causa” ya era reconocido por sus superiores. Entonces la interrogué
sobre a quien recordaba de aquellos primeros años entre los integrantes de los
batallones de pardos y morenos y haciendo memoria, nuevamente recordó a María
Aviará, con la que había marchado en la Redota y al Capitán Videla, de quien me
contó que murió heroicamente el primer día de enero de 1813. Y con un dejo de
orgullo por haberlo conocido, subrayó que fue ejecutado por negarse a vivar al
Rey durante la batalla del Cerrito. Agregó que son muchos los que quedaron en
su memoria después de tantas luchas, que de cuando estuvieron junto a Artigas
en Purificación, durante aquel corto tiempo de logros e ilusiones, había
estrechado amistad con Juan Fernández, el guarda parque de la división del
General y con el mulato Gay y su mujer, de quien no recordaba el nombre.
Entonces se iluminó, y me contó que, por aquel entonces, se había enterado que
el Cabildo de Montevideo presionaba a la pareja para que se casara, bajo
amenaza que de no hacerlo adoptaría… “las más vivas providencias”, se burló
al decirlo Tomasa, quien agregó que siempre chantajeaba con lo mismo. También
recordó a Encarnación Benítez, un pardo muy grueso y con una figura que imponía
respeto, que impulsó en nombre de Artigas el reparto de tierras y que por eso
había sido acusado por los poderosos hacendados de aterrar a los vecinos y del
cual decían que era perverso, vago y turbulento, pero que por lo que sabía
había sido muerto por los portugueses mientras guerreaba por la patria,
mientras que todos los que lo acusaban se habían pasado al enemigo. Era notorio
que le costaba hablar de las derrotas, en sus palabras había un dejo de rencor,
pero igualmente insistí que me contara más de la invasión portuguesa y ella me
respondió escuetamente que fueron tiempos muy
duros, tanto que al cabo del primer año de enfrentamiento los patriotas
habían perdido a la mitad de sus hombres y que permanentemente eran intimados a
la rendición, pero que Artigas no estaba dispuesto a entregarse. Y agregó que
mucho había temido por su entrañable Tomás, que temblaba cada vez que pensaba
que le podía pasar algo y que muy grande había sido el susto cuando fue herido
gravemente durante la derrota de India Muerta. En pleno entrevero le avisaron a
los gritos, que yacía mal herido al costado de una cuchilla, junto a una roca,
entonces corrió desesperada, retando a las balas de los tiradores. Lo arrastró como pudo entre
los cuerpos que cubrían el campo, hasta que logró esconderlo entre una
enramada, allí lo curó con lo que siempre llevaba y esperó la noche, luego
improvisó una camilla con unas ramas y rumbeó arrastrándola hasta donde las
tropas patriotas atendían a los heridos. La lesión de espada había sido grave,
mientras no mejoró no lo abandonó, creyó que lo perdía, que se le iba entre
fiebres y suspiros, pero finalmente pudo rescatarlo de aquel estado. Y remarcó
que aquello los unió aun más. No fue la única vez que uno de los dos estuvo
herido, hubo otras, aunque no tan serias y como consecuencia el cuerpo de su
esposo estaba cubierto de costurones. –¿Y el suyo?- le pregunté.- “Así quedé,
como el trigo entre espigas “,-Tomasa eludió riendo la respuesta. Entonces
agregó que con Tomás compartió la suerte de combatir junto a combatientes de la
talla de Gorgonio Aguiar, un “hombre léido”, que jamás defeccionó, como lo
hicieron otros, pese a las derrotas, como la que sufrió junto en la Calera de
Barquín. Y me contó que recordaba aquellos hechos con nitidez porque casi todos
los morenos que lo acompañaban cayeron en la redada y porque cuando ella y su
esposo vieron que el enemigo se dirigía hacia Concepción del Uruguay, para
sorprender a las fuerzas “de la patria”, intentaron adelantarse, pero no
pudieron. Entonces me confesó que eran tiempos en los que con Tomás dormían
abrazados, pero con un ojo abierto y otro cerrado, o se turnaban para
descansar, con las lanzas al costado, ante el permanente acoso enemigo.
Mantenían largas charlas sobre el futuro y lo que haría el General, pero además
soñaban en voz alta con construir una comunidad libre, adonde poder vivir de lo
que dieran sus brazos, adonde poder amarse sin temores, adonde hacer honor a
sus creencias y gozar de risas y fiestas. Cuando de esto hablaban la cara de
Tomás, según me dijo, se iluminaba con una gran sonrisa y le respondía que nada
lo haría más feliz que envejecer al lado de ella. Y lanzaba una contagiosa
carcajada, pero poniéndose serio aclaraba que la alegría no podría ser completa
si únicamente el triunfo beneficiaba a los libertos, que ese futuro solamente
era posible, si de el participaba el resto de los esclavos y todos los que
habían combatido a su lado, fueran criollos o indios. Y que solamente así su
felicidad sería total. Era lo que les inculcaba el General. Y Tomasa,
levantándose de la silla añadió, que lo más difícil fue cuando comenzaron las
traiciones entre los integrantes del ejército patriota, que propiciaron, entre
otros, el desastre de Tacuarembó. Entonces le pregunté qué recordaba de aquella
derrota tan importante y en la que ella por lo visto había participado. Me dijo
que nunca podría olvidarla, que fue como una avalancha ante la cual se vieron
impotentes. Aproximadamente esto es lo que me contó: copiosas lluvias les
impidió a las tropas patriotas cruzar el río Tacuarembó y quedaron en su orilla
izquierda, cercados por dos flancos de agua. Mientras dormían fueron atacados
por los portugueses que cruzaron el bañado y por uno de los costados. Todo fue
tan imprevisto que no pudieron reaccionar, pese a que había sonado el cañonazo
de alarma; estaban encerrados y muchos se lanzaron al agua sin siquiera haber
podido amagar alguna resistencia. De hecho no fue un enfrentamiento sino una
desbandada general, durante la cual hubo muchos muertos y heridos y se perdieron
caballos, armas y municiones. Desde donde estaba con Tomás fue testigo de la
muerte de su compadre Sotelo, que había quedado rodeado y de muchos otros
conocidos, pero nada podían hacer. Se quejó Tomasa que eran muchos los enemigos
por aquel entonces. Y enumeró que debieron enfrentar además de a los
portugueses, a los porteños y a los que traicionaron como Rivera, quien con
Pancho Ramírez convocó a exterminar a Artigas y sus seguidores. Y remató
diciendo que pese a todo continuaron guerreando durante todo el invierno y que
para ella y para Tomás uno de sus días más tristes fue, cuando por la primavera
de 1820, en las cercanías de San Borja, Ansina les informa que Artigas había
resuelto partir al Paraguay y que todos los que estaban ahí quedaban libres
para elegir cada uno su camino, pero la mayoría de los negros presentes,
repitieron lo que sabían que él había respondido, o sea que seguirían al
General hasta el fin del mundo. Entonces, juntaron sus escasos avíos y
partieron con Artigas y Ansina a Candelaria. Entre los que compartieron aquel
momento dramático, había hombres, mujeres, parejas, y a Tomasa le vino a la
memoria los nombres de Fermín Zeballos, José Cojonaro, Dominga Maya y Diana
Segovia, estas últimas dos negras de las que era muy amiga, por eso no las ha
olvidado. Según su relato marchaban apenas con lo puesto. Cuando llegaron al
Paso del Boquerón, frente al puesto paraguayo de Campichuelo estaban abrumados
porque sentían que dejaban atrás casi una década de grandes ilusiones, aunque
también de tragedias sin límite. Pero aclaró que Tomás y ella pese a todo se
sentían fuertes porque estaban juntos, y porque estuvieran donde estuviesen y
en la condición en la que se hallaran, en sí mismos ellos eran su hogar. A
caballo o escondidos entre las enramadas, bajo la luz de la luna o en su
añorada carreta, ellos eran un hogar. Entonces infló el pecho y dijo que cómo
iban a flaquear, si los acompañaba y protegía San Baltasar. De acuerdo a lo que
entendí, al llegar a Asunción el grupo fue separado, una parte fue enviada a
Huguá Hu, en San Miguel, otra a Laurelty, a dos leguas de la ciudad y el resto,
dentro del que estaba Tomasa y su esposo, a Camba Cuá, adonde recibieron bueyes, herramientas y útiles de
labranza. Tomasa agregó que los primeros tiempos no habían sido sencillos, pero
que ni bien llegaron plantaron andaí, para subsistir. Por lo que había venido
constatando desde que llegué a Laurelty y Camba Cuá, las diferentes poblaciones
estaban permanentemente comunicadas y el peregrinar entre ellas de los
moradores era cosa de todos los días. Se lo dije y me retrucó que todo el mundo
estaba al tanto de nuestros encuentros, que hasta había un negro que conoció a
mis padres en Mercedes y que estaba dispuesto a recibirme. Y gimoteó… “¡Ay si te conociela Tomás...!” Y me contó que cuando luego de veinte años de
alejamiento, de paso por la ruta que lo traía de Curuguaty hacia Asunción,
Artigas los había visitado, su marido no había parado de llorar, al punto de
que lo había reanimado el propio General. Lo encontraron muy viejo, lo
recibieron presentando armas con solemnidad y era grande el silencio y la
impresión. Resaltó que fue un momento en que se agolparon los recuerdos, todos
los recuerdos, es que parecía que del pasado volvían los ecos de Asencio, de los
sitios, de la Redota, de Purificación, de los heroísmos y de las traiciones.
Entonces le pedí que me contara de Ansina, de Montevideo Martínez y de Ledesma,
que por lo que sabía habían convivido
los últimos años con Artigas. Y me contestó que salvo algún cambio de último
momento que ella desconociera, Ansina continuaba en Ibiray y Ledesma estaba en
Guaramberé, pero que Montevideo había muerto hacía muy poco tiempo, de lo
contrario seguramente habría venido durante una de mis visitas a conocerme y
hasta me hubiera invitado a charlar con los otros dos. La miré, estaba
conmocionada, los fantasmas la rondaban. Era evidente que algo le pasaba…
Entonces me contó que su esposo había fallecido a los pocos días de la muerte
de Artigas, que estaba sentado junto a ella y se le cayó el mate de la mano.
Quedó inconsciente y ya no lo pudo despertar. Fue el final. Mientras se
desahogaba, dibujaba soñadoramente en la mesa, embebida de nostalgia y ternura,
la palabra Tomás.
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