FRAGMENTOS DESDE UN ESCRITORIO
II (2)
Perdido en conjeturas durante todo aquel
excéntrico paseo, acerca de su fin probable, la sombría oscuridad de aquellos
árboles ancestrales imprimió un tono más siniestro a mis figuraciones y comencé
a arrepentirme de la precipitación insensata con la que me había embarcado en
una expedición tan peculiar y sospechosa. Pese a todos mis esfuerzos por dejarlas
de lado, acudieron a mi memoria las ficciones del jardín de infancia y sentí
con el Bob Acres de The Rivals (1) que “mi valor desfallecía”. En una
ocasión, casi me avergüenzo de reconocerlo ante ti, amable lector, mi
imaginación se vio tan rodeada de imágenes fantasmales que, lleno de
aprensiones, a punto estuve de darme la vuelta y huir, y había hecho ya algunos
movimientos preliminares a tal efecto, cuando mi mano, vagando accidentalmente
por mi bolsillo tropezó con el billete cuya romántica convocatoria había ocasionado
esta aventura romántica. Sentí que mi alma recobraba las fuerzas, y sonriendo
ante las absurdas presunciones que plagaban mi cerebro, volví a emprender
orgullosamente la marcha, bajo las ramas colgantes de aquellos viejos árboles.
Al salir de las sombras de aquella región
romántica, vimos de pronto un edificio que, con gentil eminencia y rodeado de
árboles, tenía la apariencia de una villa campestre; aunque su sobrio exterior
no exhibía ninguno de los fantásticos ornatos que habitualmente adornan los chateaus
elegantes. Mi guía, mientras nos aproximábamos a aquella sencilla mansión,
pareció redoblar sus precauciones; y aunque no daba muestras de estar alarmada,
sus miradas rápidas y sorprendidas revelaban no pocos recelos. Me hizo gestos
para que me escondiera tras un árbol cercano y se dirigió hacia la casa con
pasos rápidos pero cautos; mis ojos la siguieron hasta que desapareció tras la
sombra del muro del jardín y me quedé lleno de ansiedad esperando su
reaparición. Pasó un rato bastante largo hasta que la vi abriendo una pequeña
poterna y haciéndome gestos de que me acercara; no poco sorprendido por la
complacencia de la que, después de todo, hacía gala, acudí a donde me decía.
Disimulando mi sorpresa y haciendo acopio de fuerzas, seguí con zancadas
silenciosas los pasos de mi guía, completamente convencido de que aquel misterioso
asunto estaba a punto de aclararse.
El aspecto de aquella espaciosa morada era
cualquier cosa menos tentador; parecía haber sido construida con la celosa
intención de ocultar algo; y sus pocas pero bien defendidas ventanas estaban a
suficiente altura del suelo para frustrar la curiosidad fisgona de los
extraños. No brillaba una sola luz en aquellas estrechas ventanas, sino que
todo era hosco, oscuro y amenazador. Mientras mi imaginación, constantemente
alerta en una ocasión semejante, se ocupaba en atribuirle algún temible motivo
a aquellas precauciones tan inusitadas, mi guía se detuvo de pronto ante una
alta ventana, llamó en voz baja y reparé en que de allí descendía lentamente un
grueso cordón de seda atado a una cesta bastante grande que depositaron en
silencio a nuestros pies. Sorprendido por aquella aparición, me disponía a
pedir explicaciones cuando se puso solemnemente el dedo en los labios, se metió
en la cesta y me hizo gestos de que tomara siento a su lado. Obedecí, aunque no
sin considerable aprensión y, obediente a la misma llamada en voz baja que
había procurado su descenso, nuestro curioso vehículo se alzó en el aire entre
numerosos crujidos.
Sería imposible tratar de analizar mis
sentimientos en aquel momento. La solemnidad de la hora, la naturaleza
romántica de la situación, la singularidad de toda la aventura, la soledad del
lugar, habrían bastado para provocar el pánico en el corazón más firme y para
perturbar los nervios más templados. Pero si a eso le añadimos la idea de que
en el silencio de la noche, y en compañía de un ser tan completamente
inexplicable, estaba entrando de manera clandestina en una mansión tan
peculiar, el lector más amable y compasivo no se sorprenderá si le digo que
deseé estar de nuevo en mis cómodos alojamientos de la calle…
Tales fueron las reflexiones que cruzaron mi
imaginación durante nuestro viaje aéreo en el que mi guía observó el más
estricto silencio, sólo roto de cuando en cuando por los ocasionales crujidos
de nuestro vehículo al rozar contra la pared de la casa durante su ascenso. Tan
pronto como alcanzamos la ventana, me rodearon dos fornidos brazos y antes de
que pudiera darme cuenta estaba plantado en mitad de una habitación oscuramente
iluminada por una única vela. Mi compañera de viaje no tardó en reunirse
conmigo; volvió a indicarme con el dedo que guardara silencio, tomó la
palmatoria y me animó a seguirla por un largo pasillo, hasta que llegamos a una
puerta baja oculta tras un viejo tapiz, que al abrirse tras un leve empujón
descubrió un espectáculo tan hermoso y encantador como cualquiera de los descritos
en las Mil y una noches.
Notas
(1) Obra del dramaturgo y político nacido en
Dublín Richard Brinsley Sheridan (1751-1816.
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