lunes

HERMAN MELVILLE - CUENTOS COMPLETOS (5)


FRAGMENTOS DESDE UN ESCRITORIO

II (2)

Perdido en conjeturas durante todo aquel excéntrico paseo, acerca de su fin probable, la sombría oscuridad de aquellos árboles ancestrales imprimió un tono más siniestro a mis figuraciones y comencé a arrepentirme de la precipitación insensata con la que me había embarcado en una expedición tan peculiar y sospechosa. Pese a todos mis esfuerzos por dejarlas de lado, acudieron a mi memoria las ficciones del jardín de infancia y sentí con el Bob Acres de The Rivals (1) que “mi valor desfallecía”. En una ocasión, casi me avergüenzo de reconocerlo ante ti, amable lector, mi imaginación se vio tan rodeada de imágenes fantasmales que, lleno de aprensiones, a punto estuve de darme la vuelta y huir, y había hecho ya algunos movimientos preliminares a tal efecto, cuando mi mano, vagando accidentalmente por mi bolsillo tropezó con el billete cuya romántica convocatoria había ocasionado esta aventura romántica. Sentí que mi alma recobraba las fuerzas, y sonriendo ante las absurdas presunciones que plagaban mi cerebro, volví a emprender orgullosamente la marcha, bajo las ramas colgantes de aquellos viejos árboles.

Al salir de las sombras de aquella región romántica, vimos de pronto un edificio que, con gentil eminencia y rodeado de árboles, tenía la apariencia de una villa campestre; aunque su sobrio exterior no exhibía ninguno de los fantásticos ornatos que habitualmente adornan los chateaus elegantes. Mi guía, mientras nos aproximábamos a aquella sencilla mansión, pareció redoblar sus precauciones; y aunque no daba muestras de estar alarmada, sus miradas rápidas y sorprendidas revelaban no pocos recelos. Me hizo gestos para que me escondiera tras un árbol cercano y se dirigió hacia la casa con pasos rápidos pero cautos; mis ojos la siguieron hasta que desapareció tras la sombra del muro del jardín y me quedé lleno de ansiedad esperando su reaparición. Pasó un rato bastante largo hasta que la vi abriendo una pequeña poterna y haciéndome gestos de que me acercara; no poco sorprendido por la complacencia de la que, después de todo, hacía gala, acudí a donde me decía. Disimulando mi sorpresa y haciendo acopio de fuerzas, seguí con zancadas silenciosas los pasos de mi guía, completamente convencido de que aquel misterioso asunto estaba a punto de aclararse.

El aspecto de aquella espaciosa morada era cualquier cosa menos tentador; parecía haber sido construida con la celosa intención de ocultar algo; y sus pocas pero bien defendidas ventanas estaban a suficiente altura del suelo para frustrar la curiosidad fisgona de los extraños. No brillaba una sola luz en aquellas estrechas ventanas, sino que todo era hosco, oscuro y amenazador. Mientras mi imaginación, constantemente alerta en una ocasión semejante, se ocupaba en atribuirle algún temible motivo a aquellas precauciones tan inusitadas, mi guía se detuvo de pronto ante una alta ventana, llamó en voz baja y reparé en que de allí descendía lentamente un grueso cordón de seda atado a una cesta bastante grande que depositaron en silencio a nuestros pies. Sorprendido por aquella aparición, me disponía a pedir explicaciones cuando se puso solemnemente el dedo en los labios, se metió en la cesta y me hizo gestos de que tomara siento a su lado. Obedecí, aunque no sin considerable aprensión y, obediente a la misma llamada en voz baja que había procurado su descenso, nuestro curioso vehículo se alzó en el aire entre numerosos crujidos.

Sería imposible tratar de analizar mis sentimientos en aquel momento. La solemnidad de la hora, la naturaleza romántica de la situación, la singularidad de toda la aventura, la soledad del lugar, habrían bastado para provocar el pánico en el corazón más firme y para perturbar los nervios más templados. Pero si a eso le añadimos la idea de que en el silencio de la noche, y en compañía de un ser tan completamente inexplicable, estaba entrando de manera clandestina en una mansión tan peculiar, el lector más amable y compasivo no se sorprenderá si le digo que deseé estar de nuevo en mis cómodos alojamientos de la calle…

Tales fueron las reflexiones que cruzaron mi imaginación durante nuestro viaje aéreo en el que mi guía observó el más estricto silencio, sólo roto de cuando en cuando por los ocasionales crujidos de nuestro vehículo al rozar contra la pared de la casa durante su ascenso. Tan pronto como alcanzamos la ventana, me rodearon dos fornidos brazos y antes de que pudiera darme cuenta estaba plantado en mitad de una habitación oscuramente iluminada por una única vela. Mi compañera de viaje no tardó en reunirse conmigo; volvió a indicarme con el dedo que guardara silencio, tomó la palmatoria y me animó a seguirla por un largo pasillo, hasta que llegamos a una puerta baja oculta tras un viejo tapiz, que al abrirse tras un leve empujón descubrió un espectáculo tan hermoso y encantador como cualquiera de los descritos en las Mil y una noches.


Notas

(1) Obra del dramaturgo y político nacido en Dublín Richard Brinsley Sheridan (1751-1816.

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