El mismo asunto se presenta de un modo diferente
en la estética filosófica general, donde el problema de la interrelación existente
entre el autor y el personaje se plantea de una manera fundamental, de
principio, aunque no en su forma pura. (Aun tendremos que regresar, en lo
sucesivo, al análisis de las clasificaciones de los personajes que hemos
mencionado, así como a una apreciación del método biográfico y sociológico.)
Hablamos de la idea de proyección sentimental (Einfühlung) como
principio de la forma y del contenido de la actitud del autor contemplativo
hacia su objeto en general y hacia el protagonista (la fundamentación más
profunda de este procedimiento es la de Lipps), y de la idea del autor estético
(simpatía social en Guillot y, según un enfoque muy distinto, amor estético en
Cohen). Pero estos enfoques tienen un carácter demasiado general e
indiferenciado tanto en relación con las artes específicas como con respecto al
objeto específico de la visión estética, es decir, el personaje (más diferenciado
en Cohen). Sin embargo, ni aun dentro de este corte estético general podríamos
aceptar ambos principios, a pesar de que tanto el uno como el otro poseen una
gran dosis de veracidad. Tendremos que tomar en cuenta, en lo sucesivo, los dos
puntos de vista; este no es el lugar apropiado para su análisis y evaluación.
En términos generales, hay que decir que la
estética de la creación verbal ganaría mucho si se orientara hacia la filosofía
estética general, en vez de dedicarse a generalizaciones cuasicientíficas
acerca de la historia literaria; desgraciadamente, hay que reconocer que los
fenómenos importantes en el área de la estética general no influyeron en lo más
mínimo en la estética de la creación verbal; es más, existe una especie de
temor ingenuo frente a una profundización filosófica, con lo cual se explica el
nivel extremadamente bajo de la problemática de nuestro campo cognoscitivo.
Ahora vamos a dar una definición muy general del
autor y del personaje como correlatos de la totalidad artística de una obra, y
luego vamos a ofrecer una fórmula general de su interrelación misma, que debe
ser sometida a una diferenciación y profundización en los capítulos posteriores
del presente trabajo.
Es el autor quien confiere la unidad activa e
intensa a la totalidad concluida del personaje y de la obra; esta unidad se
expone a cada momento determinado de la obra. La totalidad conclusiva no puede,
por principio, aparecer desde el interior del protagonista, puesto que este
llega a ser nuestra vivencia; el autor no puede orientarse hacia el interior de
su héroe, la conciencia de la unidad desciende al autor como un don de otra
conciencia, que es su conciencia creadora. La conciencia del autor es
conciencia de la conciencia, es decir, la conciencia que abarca al personaje y
a su propio mundo de conciencia, que comprende y concluye la conciencia del
personaje por medio de momentos que por principio se extraponen (transgreden) a
la conciencia misma; de ser inmanentes, tales momentos convertirían en falsa la
conciencia del personaje. Porque el autor no sólo ve y sabe todo aquello que ve
y sabe cada uno de sus personajes por separado y todos ellos juntos, sino que
ve y sabe más que ellos, inclusive sabe aquello que por principio es inaccesible
para los personajes, y es en este determinado y estable excedente de la visión
y el conocimiento del autor con respecto a cada uno de sus personajes donde se
encuentran todos los momentos de la conclusión del todo, trátese de la
totalidad de los personajes o de la obra en general. Efectivamente, el
personaje vive cognoscitiva y éticamente, sus acciones se mueven dentro del
abierto acontecimiento ético de la vida o dentro del mundo determinado de la
conciencia; es el autor quien está dirigiendo a su personaje y a su orientación
ética y cognoscitiva en el mundo fundamentalmente concluido del ser, que es un
valor aparte en la futura orientación del acontecimiento, debido a la
heterogeneidad concreta de su existencia. Es imposible que uno viva sabiéndose
concluido a sí mismo y al acontecimiento; para vivir, es necesario ser
inconcluso, abierto a sus posibilidades (al menos, así es en todos los instantes
esenciales de la vida); valorativamente, hay que ir delante de sí mismo y no
coincidir totalmente con aquello de lo que dispone uno realmente.
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