EL ENCUENTRO CON LA SEÑORA DE ROJO
LA PRIMERA VEZ QUE VI TU ROSTRO
Íbamos a un lugar llamado lago. ¡La felicidad me alborotaba tanto!
Ya no era lo suficientemente chica como para que solo mi piel me cubriera;
después de los cuatro años tuve que usar ropa extraña y áspera. Pensaba que
utilizar ropa era como estar en la cárcel… y tenía zapatos que jamás se
doblaban vienen ninguno de los diez lugares donde un pie se flexiona de manera
natural.
Mi ropa heredada incluía faldas que me llegaban hasta los tobillos, o me
apretaba demasiado en el cuello y los brazos. Era como ser una sirena atrapada
en una red que te amarra, aprieta, ahoga, maniata, que deja profundos círculos
rojos en tus muñecas y tobillos, tu cintura y tu cuello.
Sin embargo, ese día apenas empezaba el invierno, y vestía dos suéteres
holgados y rasposos tejidos a mano y mallas de lana con elásticos por debajo de
mis botas negras de hule con hebillas para que quedara bien sujeta dentro de
ellas. Me habían sumido en un abrigo grande y marrón que flotaba alrededor de
mis botas, y un sombrero demasiado pequeño pellizcaba mi pelo fino y ligero con
su elástico.
Pero estaba contenta porque nos llevaban a todos a “dar
una vuelta en auto”, lo que significaba gastar monedas preciosas en comprar
gasolina, solo para que otros lo pasaran bien viajando rápidamente en un auto
viejo y oxidado. Esta vez
íbamos a “ir rápido” para que mi tío pudiera presumir su nuevo coche usado, que
tenía cuatro llantas dispares y que se había ganado en una partida de póker con
otros inmigrantes en algún salón repleto de humo.
Así que viramos hacia el Gran Lago Michigan, un enorme océano tierra
adentro, no muy lejos del pueblito de seiscientas personas donde todos vivíamos
en lo que se conocía como “cajas de sal”, por ser cuatro habitaciones
acomodadas en un pequeño cuadro.
En el lago, el tiempo era aun más helado mientras bajábamos del armatoste
del auto. En pocos minutos todos parecían tener jugo rojo de cereza en sus
mejillas y narices. Además, iba de maravilla con todos sus relucientes dientes
de oro.
Mientras los adultos bebían un brillante líquido amarillo a la salud de los
demás en diminutas copas grabadas y se reían, parados en los altos peñascos con
vista hacia el crepúsculo en el lago, mientras el viento frío soplaba y alejaba
las palabras vaporosas que se decían unos a otros, me escabullí, pasando inadvertida,
pues era la única niña.
Bajé por tres largas escaleras de concreto, sosteniéndome del barandal
hecho de tubo de hierro que pasaba muy por encima de mi cabeza. Un paso abajo,
y luego mi otro pie al mismo escalón. Después, otra vez, un paso abajo y llevaba
mi otro pie al mismo escalón… y así llegué hasta abajo, a la húmeda playa
marrón.
Esta era la primera vez que veía agua grande desde que
dejé el vientre de mi madre. En
el sol del atardecer, las olas del Gran Lago Michigan eran del tamaño de
enormes rollos de encaje rojo y amarillo, corrían hasta la orilla y se
deshacían, pero la fuerza del encaje era suficiente como para impulsar
fragmentos de barcos y troncos de árboles. Traían esos grandes objetos, y después
los sacaban suavemente de nuevo, una y otra vez.
Yo vengo de abuelas que hacían encaje con lo que parecían ser cientos de
bolillos e hilos que se arrastraban y, cuando vi el encaje en las olas, quise
dirigirme al lago donde imaginaba que de alguna forma podía haber ancianas,
ancianas acuosas, que hacían todo ese encaje rojo y amarillo en las
profundidades.
Así que, con el corazón rebosante y abierto, corrí directamente adentro del
frío lago; mis botas de hule se llenaron de agua de inmediato. Podía sentir
cómo algún espíritu quería arrebatarme las piernas.
Y ahí fue cuando la vi por primera vez, la señora del agua que venía hacia
mí. El cielo a sus espaldas, rojo por el ocaso, y un súbito pájaro blanco del
Espíritu Santo que volaba por los aires sobre su cabeza, y al mismo tiempo una
tajada de luna que ya estaba en el nublado cielo rosa y amarillo. La señora
llevaba un manto rojo con muchas, muchas lentejuelas doradas, y en su cabeza
había una hermosa corona dorada.
No puedo explicarlo: sentí que volvía a ver a un pariente perdido por mucho
tiempo, al que había amado tanto y que extrañara por una eternidad. Me dio
tanto gusto verla que intenté correr más allá hacia ella en el agua, pero me
llamó: “¡No, no! No corras hacia mí. Yo vine para correr tras de ti. ¡Voltéate,
aléjate corriendo de mí!”
Ella jugaba un juego conmigo. Lo entendí y me volteé antes de que la
siguiente ola se estrellara y corrí riendo, con las botas pesadas y todo, cayendo
con las palmas de mis manos hacia abajo en el agua sin fondo, el agua que se me
metía en la nariz, pero me levanté ahogándome, tosiendo, corriendo arduamente
un poco más. Y corrí ladeándome tierra adentro, recobrando el aliento; hacía
mucho frío afuera, hacía un ardiente frío en mi cuerpo. Pero aun reía, reía,
corría todas temblorosa y me detenía para ver si la señora me alcanzaba.
Lo hacía. Corrió tras de mí, inclinándose; sus manos esponjaban el aire a
mis espaldas, como si ahuyentara a un polluelo de ganso.
Corrí más -reía, reía, con frío, más frío, temblaba más y más; caí en la
arena, riendo como si estuviera completamente borracha y escarbando hasta
incorporarme de nuevo-; la señora corrió tras de mí, persiguiéndome hasta lo
alto de los montículos de arena mojada, lejos del agua grande y hasta las
extensas escaleras de concreto.
Miré hacia arriba y vi cómo mis parientes bajaban
galopando a toda velocidad. Hombres de bigote, mujeres con bolsos que se
balanceaban frenéticamente. Los había
escuchado vagamente antes, cuando parecían gritarle a alguien desde la orilla “¡No!
¡No!, pero ahora sus voces eran completamente nítidas y de alguna manera me
gritaban y me tranquilizaban al mismo tiempo. “Sí, sí, ven hacia nosotros,
corre hacia nosotros. Así es, ven hacia nosotros”.
Recuerdo que me levantaron mientras alguien me agarraba por una manga del
abrigo y el brazo, tan fuerte que me dejó un doloroso moretón en la piel más
tarde. Después alguien me golpeó. Fuerte. Por correr al agua, dijeron.
Yo estaba helada; ahora temblaba y lloraba. Me cargaron por las escaleras,
llorando, como un bulto de leña bajo el brazo de alguien, mientras extendía mis
brazos hacia la Gran Madre Lago Michigan. Cegada por las lágrimas, abría y cerraba
mis dedos, gritando “Señora, Señora…”
Como castigo me encarcelaron, sentándome sola, con fuerza, en el asiento
trasero del auto. Intenté bajar la pesada ventanilla para contarles entre
lágrimas de la señora, la hermosa señora en el agua. Pronto, varios se metieron
en el asiento trasero y me quitaron la ropa empapada, después em envolvieron en
una cobija oscura que olía a aceite de motor.
No hubo ninguna señora, espetaron. Ninguna señora de rojo. “¡No laytee!”
aseveraron en su inglés de fuerte acento. “¡No laytee wett golten croon!”
Ninguna señora con corona dorada. Solo el mismo viejo faro rojo que siempre
había estado ahí en el lago. Un faro que tenía un mirador hasta arriba. Solo
parecía una corona. No había corona, no “croon” ni señora de rojo.
Así que ya no intenté contarles, porque me advirtieron que me castigarían
si seguía diciendo mis cuentos.
Pero yo había visto a la Señora. La había visto.
Y Ella me había visto a mí.
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