Arthur Schopenhauer (1788-1860)
es sin duda uno de los pensadores de la historia del pensamiento occidental que
más atención ha prestado a la teoría y fenomenología de las artes. En su obra
magna, El mundo como voluntad y representación (Die Welt als Wille und Vorstelung, en adelante MVR), publicada por vez primera en 1818, dedica todo un
libro a lo que él mismo denominó “metafísica de lo bello”. En dicho libro, que
da paso al último y más importante de su escrito (el asignado para tratar de la
ética o “metafísica de las costumbres”), Schopenhauer se hace cargo de un
constructo que, desde muy joven, llamó su atención: las ideas eternas, material fundamental que, a su
juicio, compone lo esencial de la experiencia estética.
En un mundo
presidido por una inconsciente y voraz voluntad de vivir (Wille zum Leben), e influido por los grandes moralistas
de la historia de las ideas y la literatura (entre los que se cuentan algunos
autores españoles de renombre, como Baltasar Gracián –a quien tradujo al
alemán–, Calderón de la Barca, Miguel de Molinos o Cervantes), Schopenhauer da
en el arte con un curioso y llamativo mecanismo en el que el “fastidioso yo” (leidigen Selbst) puede
ser silenciado y puesto al servicio del intelecto. En la experiencia artística,
propia del genio, acontece una suspensión de la actividad volitiva, o más
certeramente, el intelecto deja de estar al servicio de la azarosa y siempre
hambrienta voluntad, tan ávida de nuevos deseos que satisfacer y anhelos que
cumplir. Es así como Schopenhauer arriba a la caracterización de uno de los
estandartes de su reflexión sobre el arte: el sujeto puro del conocer (o sujeto
avolitivo).
Si lo propio del
mundo fenoménico, tal como nos aparece, es su caducidad, su carácter
transitorio y efímero (un aspecto del que darían buena cuenta autores
como Leopardi o Baudelaire), Schopenhauer
desea preguntarse si entre tanta y tan penosa transitoriedad se esconde algún
elemento que permanezca inalterable, alguna instancia que no sucumba a la
violenta inmediatez del fenómeno kantiano (Erscheinung). Como
él mismo apunta, “lo que nos incita a investigar es justamente que no nos basta
saber que tenemos representaciones”, pues además queremos averiguar su
significado, “preguntándonos si este mundo no es más que representación, en
cuyo caso habría de pasar fugazmente ante nosotros como un sueño insustancial o
un espejismo fantasmagórico” (MVR I, § 17).
Para entender
definitivamente el problema al que el filósofo de Danzig se enfrenta, debemos
acudir a un texto fundamental –aunque poco conocido– que podemos encontrar en
el Nachlaβ editado por Arthur Hübscher (HN I, p. 375), donde leemos a un joven Schopenhauer en
1816:
Mi vida en el mundo real supone un brebaje agridulce. Consiste, como mi
existencia en su conjunto, en una continua adquisición de conocimiento, una
continua ganancia de comprensión que concierne a ese mundo real y a mi relación
con él. El contenido de este conocimiento es triste y deprimente, pero la forma
del conocimiento en general, el ganar en comprensión, el penetrar en la verdad
resulta satisfactorio y, de un extraño modo, entremezcla su dulzura con aquel
amargor.
Si bien en el mundo parece imperar el omnipresente eadem, sed aliter (“lo mismo, pero de distinta manera”, el nihil novum sub sole del Eclesiastés), en la experiencia estética, aislada y puesta a refugio de la voluntad, se dan tres notas que Schopenhauer considera fundamentales: en primer lugar, en la contemplación de lo bello tenemos la sensación de que el tiempo se detiene; después, se propicia un conocimiento de lo universal a partir de lo particular; y, por último, el espectador parece salir de sí mismo olvidando su propia existencia individual. Cuando accedemos a la experiencia estética, se da una supresión de la individualidad (Aufhebung der Individualität) que permite la irrupción del sujeto cognoscente, del sujeto puro (rein) emancipado del fatal imperio de la voluntad, y al que se manifiesta en todo su esplendor la idea eterna, la manifestación antropológica más fastuosa del arte. Una “puridad” que, por tanto, hace alusión a un espacio y a un tiempo de alguna manera inexistentes (por raramente inaccesibles), pues el sujeto que ha experimentado su independencia de la pujante voluntad cobra consciencia de una nueva (aunque siempre presente, mas no siempre vivida) realidad:
Si bien en el mundo parece imperar el omnipresente eadem, sed aliter (“lo mismo, pero de distinta manera”, el nihil novum sub sole del Eclesiastés), en la experiencia estética, aislada y puesta a refugio de la voluntad, se dan tres notas que Schopenhauer considera fundamentales: en primer lugar, en la contemplación de lo bello tenemos la sensación de que el tiempo se detiene; después, se propicia un conocimiento de lo universal a partir de lo particular; y, por último, el espectador parece salir de sí mismo olvidando su propia existencia individual. Cuando accedemos a la experiencia estética, se da una supresión de la individualidad (Aufhebung der Individualität) que permite la irrupción del sujeto cognoscente, del sujeto puro (rein) emancipado del fatal imperio de la voluntad, y al que se manifiesta en todo su esplendor la idea eterna, la manifestación antropológica más fastuosa del arte. Una “puridad” que, por tanto, hace alusión a un espacio y a un tiempo de alguna manera inexistentes (por raramente inaccesibles), pues el sujeto que ha experimentado su independencia de la pujante voluntad cobra consciencia de una nueva (aunque siempre presente, mas no siempre vivida) realidad:
Cuando los poetas
cantan a la alegre mañana, al bello atardecer, a la silenciosa noche de luna,
etc., el objeto propio de su glorificación es el puro sujeto de conocimiento
que es suscitado por esas bellezas naturales y ante cuya aparición la voluntad
desaparece de la consciencia, por lo que se alcanza aquella serenidad del
corazón que no puede encontrarse fuera de él, en el mundo (Senilia).
Y es que se diría
que el sistema marcadamente pesimista que desarrolla Schopenhauer ve algo de
luz en la mencionada experiencia estética, donde quedamos emancipados del
avasallador gobierno de la voluntad. El arte no es un mero artificio
o entretenimiento diletante, sino una faceta humana digna de tratar
desde el prisma filosófico. Ante la aparición de lo bello, nos elevamos a un
orden de cosas en el que dejamos de conocer lo particular y alcanzamos el
conocimiento de las ideas, de lo inmutable (en este punto, como es fácil
suponer, Schopenhauer se apoya en la doctrina platónica). En la experiencia
estética nuestra individualidad existe tan sólo como puro sujeto del
conocimiento, como un “espejo límpido” en el que queda reflejado el objeto
contemplado. De alguna manera, nos convertimos en seres eternos al concebir los
objetos bajo la forma de la eternidad (sub specie aeternitatis).
Un aspecto que, desde luego, Freud tuvo muy en cuenta, cuando afirmaba que el
arte es capaz de arrojar claridad en zonas de nuestra vida psíquica en las que
el hombre ordinario anda a ciegas. En definitiva, gracias al arte dejamos de ser víctimas de nuestros deseos.
Existe sin duda en
Schopenhauer una desaforada urgencia por desprenderse del mundo fenoménico
(empírico). La historia del género humano y la multitud tanto de sucesos como
de cambios de épocas sólo representan para él manifestaciones contingentes de
ideas, pues el tiempo, por sí mismo, no produce nada nuevo o significativo: no
existe un plan diseñado ni el despliegue de Espíritu (Hegel) o Idea algunos. En sus apuntes más postreros,
apuntaba en este sentido que “el carácter de las cosas de este mundo, particularmente
del mundo de los hombres, no es tanto la imperfección, como se ha dicho a
menudo, sino más bien la distorsión en lo moral, en lo intelectual, en lo
físico, en todo”.
En la música, sin
embargo, ya no se trata del aparecer eidético de las
cosas (como en el resto de artes), sino de una auténtica y acaso definitiva
aproximación a su ser, y no por medio de la imagen (pintura, escultura) o la
palabra (poesía), sino del sentimiento (Gefühl), primando
ahora los movimientos más subterráneos de la voluntad. Como indica
Schopenhauer, “la música no habla de las cosas, sino del bienestar y de la
aflicción en estado puro (únicas realidades para la voluntad), y por eso se
dirige al corazón, pues no tiene mucho que decirle directamente a la cabeza” (HN III, p. 279). El artemusical aparece en todo su esplendor en el opus magnum del
filósofo alemán como la luz que hace más visible el dominio de lo en sí, del
Ser. Por ello dedica capítulos separados para investigar su influjo en nuestro
ánimo, en la medida en que constituye, metafísicamente, un
arte particular.
Una vertiente que,
sin duda, impresionó sobremanera a Richard Wagner (1813-1883),
que hacia 1854 se encontraba inmerso en una vorágine creativa a la que, sin
duda, contribuyó la lectura de las obras de Schopenhauer, quien desde el primer
momento le cautivó (si bien la admiración no fue en absoluto mutua). Aunque no
sólo él caería bajo el poderoso influjo del pensador pesimista: otros célebres
casos fueron los de Tolstói, Turguénev, Nietzsche, Mainländer, Zola, Maupassant, Proust, Thomas Hardy,
Joseph Conrad, Thomas Mann, Cioran, Albert Caraco, Jorge Luis Borges
o, en el mundo de la música, el propio Wagner, Arnold Schönberg, Piotr
Tchaikovski o el mismísimo Mahler, quien incluso cita a Schopenhauer y de él
asegura que había escrito las líneas más bellas y profundas jamás redactadas
sobre la música.
Y es que Schopenhauer se mostró tan tajante como certero a la hora de definir la música como el arte sentimental por excelencia, como el “arte total”:
La música es el verdadero lenguaje universal que siempre se comprende:
por eso es hablado incesantemente con gran seriedad y celo, en todos los países
y a lo largo de todos los siglos; y una melodía significativa y muy expresiva
recorre enseguida su camino por todo el orbe terrestre, mientras que una pobre
e inexpresiva pronto se extingue y desaparece.
No parece
casualidad, al hilo de lo leído, que sus compositores de cabecera fueran Mozart
y Rossini. El objetivo de Schopenhauer es doble: por un lado, descifrar el
significado de la música (responder a la pregunta: ¿qué significa la música?) y, por otro, esclarecer el
ser de tal arte. A pesar de que la música se ensalce como el arte más especial
a juicio del pensador de Danzig, éste no deja de señalar, sin embargo, que las
piezas musicales son cosas singulares, es decir, se desarrollan en el tiempo,
por lo que consisten en la repetición y sucesión de diversos sonidos que pueden
distinguirse por su tono y duración, dispuestos melódicamente en conformidad
con las leyes de la armonía. La música sólo existe, y sólo puede existir, en el
tiempo, del mismo modo que la arquitectura tiene como su condición de aparición
el espacio.
Aunque tal
condición temporal de la música sólo pertenece a su existencia fenoménica, y
esta vertiente, por tanto, únicamente responde a su apariencia más superficial
y matemática, recordando en este punto a Leibniz, quien
aseguraba que “la música es un ejercicio matemático en el que el alma no sabe
que numera”, un aserto que Schopenhauer critica duramente:
Si la música no
fuera más que esto, la satisfacción que procura sería similar a la que sentimos
al solucionar correctamente un problema de cálculo y no podría suponer ese goce
que nos produce al convertir en lenguaje la más profunda intimidad de nuestra
esencia (MVR I, § 52).
No nos equivocamos
si afirmamos que tal era la filosofía de la que Wagner precisó en un momento
determinado de su carrera para justificar tanto sus creaciones como sus ideas.
Schopenhauer dotó al compositor del aparataje teórico que Wagner nunca logró
desarrollar. Como muy acertadamente indica Bryan Magee en su ya clásico libro
sobre Wagner y la filosofía, “raramente existió una relación tan productiva
entre una menta extraordinaria y otra, perteneciendo las dos a campos
distintos”. A juicio de Thomas Mann, Wagner
liberó su música del cautiverio gracias a Schopenhauer, quien le dio la
valentía, a través de sus escritos, para que cobrara valor por sí misma, para
llegar a ser la música que Wagner esperaba de sus composiciones. El propio
Wagner así lo asegura en su autobiografía:
Me familiaricé con
un libro cuyo estudio iba a tener una gran importancia para mí. El libro
era El mundo como voluntad y representación, de Arthur Schopenhauer. […] Me sentí
inmediatamente interesado por él y empecé a estudiarlo de inmediato. […] De
súbito me sentí cautivado por la gran claridad y la resuelta precisión con la
que trataba, desde el principio, los problemas metafísicos más abstrusos.
Y concluye con una maravillosa confesión:
No cabe ninguna
duda de que fue, en parte, la seria disposición mental surgida a raíz de mis
lecturas de Schopenhauer […] la que me dio la idea de Tristán e Isolda.
El propósito
fundamental de Schopenhauer al respecto de la naturaleza de la música es determinar su condición metafísica, lo que,
de seguro, impresionó a Mahler y Schönberg, más allá de su simple aparición fenoménica
en el tiempo: ya no se trata de un tipo de conocimiento intuitivo que facilita
la aparición del sujeto puro antes mencionado (y de su correlato, las ideas),
sino que nos encontramos ante un acercamiento definitivo y sentimental a la
cosa en sí, a la voluntad (a lo en sí de la realidad):
La música, al pasar por encima de las ideas, es
también enteramente independiente del mundo fenoménico al que ignora sin más y,
en cierta medida, también podría subsistir aun cuando el mundo no existiera en
absoluto, siendo esto algo que no cabe decir de las demás artes (MVR I, § 52).
La música no designa un simple género de conocimiento, sino que también y a la vez hace visible sentimentalmente a su objeto, la voluntad, o lo que es lo mismo, no se contemplan ya formas inalterables o inmutables (las ideas), sino el querer mismo, aquello de lo que estamos constituidos, el carácter trémulo de nuestro deseo, que trasciende por entero y se hace independiente del mundo fenoménico y de la esfera de las ideas. Tal es así, aduce Schopenhauer, que se puede afirmar que el mundo es la música encarnada, y ésta, la voluntad en forma de música: las partituras ponen en juego el movimiento, el sempiterno temblor, de la voluntad en sus continuas querencias y aventuras, pues la música es distinta de las demás artes y “representa lo metafísico de todo lo físico del mundo, la cosa en sí de todo fenómeno”.
Y es que “para la
música sólo existen las pasiones, los movimientos de la voluntad. Al igual que
Dios, sólo ve los corazones” (MVR II, Cap. 39). El
resto de las artes, en comparación con la música, sólo muestran sombras, no
esencias. Únicamente la música y el lenguaje universal que pone en juego
aciertan a expresar (ausdrücken) la esencia del mundo de
manera adecuada. El conocimiento último de la realidad sólo puede venir dado
por medio del sentimiento, nunca por medio de la abstracción, de la razón o el
concepto, lo que acerca a Schopenhauer al movimiento romántico: “lo
auténticamente opuesto al saber es el sentimiento” (MVR I,
§ 11). La música coincide con el mundo por cuanto supone la entera y más
certera manifestación de su esencia; la música resulta ser, pues,
una segunda realidad que expresa cada uno de los movimientos de
la voluntad tal y como se dan en nuestra autoconsciencia. En una palabra: la
música es el arte más verdadero, el arte del querer, que nos habla de lo que
auténticamente somos, el arte metafísico por antonomasia. Tanto la música como
el mundo esconden la misma raíz, la voluntad.
Cualquier
movimiento de nuestra voluntad individual causa en nuestro ánimo una conmoción,
un sentimiento de aceptación o repudia. En correspondencia con el arte musical,
al suponer éste una representación inmediata de lo en sí en tanto que nos
informa de lo que de metafísico en el mundo, nos relata la historia más íntima
de la propia voluntad revelando sus emociones más profundas e
inconscientes, así como sus más oscuros movimientos, que sólo
emergen a la consciencia de un sujeto a través de la escucha de la música:
Por consiguiente,
la melodía relata la historia de la voluntad […]; pero viene a decir más, narra
su historia secreta, pinta cada agitación, cada anhelo, cada movimiento de la
voluntad, todo aquello que la razón compendia bajo el amplio concepto de
sentimiento y no puede asumir en sus abstracciones (MVR I, § 52).
Es de este modo
como el arte musical se inmiscuye en aquella terra incognita que
hasta ahora sólo podía haber sido delineada (a través de la razón e incluso del
resto de artes), mas no rastreada: la voluntad, la cosa en sí, pues “la música
nunca expresa el fenómeno, sino únicamente la esencia íntima” (MVR I, § 52) del mundo. En definitiva, el lenguaje
universal mediante el que se comunica la música sólo se entiende en el silencio
de la voluntad individual: el silencio de nuestro yo permite abrir la puerta a
la voz de nuestro ser en sí. Un arte, el musical, que nos facultad de una
“inteligencia sentimental” más allá de la razón y el entendimiento, que
desentierra lo más hondo de nuestro ser. Pues…
… el compositor revela la naturaleza más recóndita del mundo y expresa la sabiduría más profunda en un lenguaje que su facultad de razonamiento no comprende.
(El vuelo de la lechuza / 30-9-2017)
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