EL
GRITO II: CAMILA
Confesión de la acusada Doña
Camila Barbosa, realizada en el Hospital de Caridad, a los dieciséis días del
mes de mayo del año mil ochocientos once.
V.
E. del Tribunal, Jacinto estaba desesperado. Galopó durante horas para
avisarnos que Cecilio agonizaba y que en cualquier momento llegaba a Capilla
Nueva. Desde que llegó asumimos que no quedaban esperanzas; lo llevamos a un
rancho abandonado por su dueño, un sarraceno realista, en el centro del
poblado. Tomasa hizo lo imposible para salvarlo, recurrió a medicinas
tradicionales de su tierra de origen, a medicinas indígenas y hasta a fetiches;
Jacinto rezaba en la Iglesia, a la que desde hacía mucho tiempo no concurría,
pidiendo por su vida, luego se sentaba al costado de Cecilio y le hablaba
intensamente. Recordaba la infancia de ambos, las historias compartidas, sus
vidas pasadas: estaba claro que se le hacía insoportable la idea de ya no poder
contar con él, el único que lo había acompañado desde siempre. Solamente
Cecilio conocía en profundidad su historia personal, solamente él había
conocido a sus padres. Yo estaba entre los que rodeaban a José Artigas, cuando
sentí el grito desesperado de Carmela y junto con Tomasa, Jacinto y
la Gringa corrimos hasta donde estaba. Era más que un grito, la
desesperación no le cabía en el alma, era un estertor de la naturaleza, el
lenguaje de la muerte, el estentóreo balbuceo de la nada. Enterramos a Cecilio
en el cementerio del pueblo y Jacinto y Carmela colocaron la cruz. Partía el
alma ver a sus dos hijos, de la mano, que aparentemente no entendían lo que
estaba ocurriendo, pero que era de una magnitud que los marcaría para siempre,
cualesquiera fueran sus opciones de vida. Luego de que el cura concluyó de
orar, marchamos. Pero, repentinamente, Jacinto estalló en un llanto
incontenible, que lo ahogaba. Y sin que nadie lo pudiera atajar montó su
caballo y arrancó rumbo al Río, aullaba que Elío y Michelena lo iban a pagar.
Corrí tras él pero no lo pude contener, lo encontré en la Calera Real, vencido,
por lo visto había galopado hasta agotarse. Estos son algunos de los males
físicos y morales que nos ha causado el infamante imperio que V. S.
representan. Por todo esto, cuando habléis de los que participamos de la
admirable alarma que conmovió a Mercedes, no nos tratéis como si hubiéramos
sido una partida de salteadores. Allí estuvimos todos los criollos, en Capilla
Nueva se hizo presente el pueblo oriental. Aquel fue nuestro grito de libertad
e ilusión. Fue el grito de hombres como Cecilio y Jacinto. Del Alférez Correa y
de Pedro, el bailarín, del ansioso y alocado Enrique Reyes, de Sebastián
Cornejo, del siempre rebelde Basilio Cabral y por supuesto del aguerrido de
Bicudo; del Comisionado Félix Rodríguez, del contradictorio Venancio Benavidez
y del indiscreto Martín Brocal, del impenetrable Ramón Fernández y de los
siempre solidarios Tomás Rodríguez y Lorenzo Gutiérrez, por supuesto que de
Pedro Cortinas y Mariano Vega y de los soldados del pañuelo blanco. Y como ya
he señalado, de Jacinto y Cecilio, pero también, de las familias, como la de
los Arriola, con Rosa y Felipa a la cabeza, de Carmela, de Tomasa, de Juana y
de la mujer de Bicudo. Fue un día memorable, que quedará grabado para la
eternidad. Sobre todo lo demás no es necesario que testifique, Sr. Fiscal. Yo
recorría los claros de las asperezas de Mahoma, -con aquel mar de piedra, cada
tanto tocado por el musgo, las orquídeas y la carqueja, estaba identificada en
ese instante mi alma-, cuando fui detenida por una partida española. Y por eso
ahora estoy declarando ante Vosotros. Mucho ha de ser vuestro temor ya que
habéis venido a interrogarme hasta el Hospital de Caridad, a tan poco del
parto. Afuera está lloviendo y hace frío, pero no es eso lo que os
preocupa. Intuyo que mi gente está cerca, pronta a venir a rescatarme. Algo me
dice que este niño que hoy engruesa mis entrañas, crecerá libre de ustedes. Y
que su grito primero, su grito augural, de despertar y de vida, resonará como
un estertor del largo lamento colonial. Será un grito de desobediencia y pleno
de esperanza, como el de los rebeldes de Asencio, impetuoso como el viento y
enhiesto y firme, como un monte de tacuaras.
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