1ª edición / Caracol
al Galope 1999
1ª edición WEB /
elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
PARTE
2
12
Cuando abrió la puerta de
su cuarto todavía temblaba. Se derrumbó sobre la frazada escocesa sin levantar
los ojos, pero sabiendo que Ella ya estaba allí. “La puta está aquí de nuevo”
se dijo. Todavía sentía en las manos la forma de la cabeza del perro, junto al
olor rancio de su suciedad. “Era sólo un animal” se dijo, “sólo un mugriento
perro callejero”. Parecía haber estado esperándolo en la calle con aquellos
ojos fosforecentes, y entonces él sintió el impulso de la sombra escondida
entre sus abejas, agazapada en un espacio sin peso ni sustancia y pronta para
sobrepasar la piel e iniciar su trayecto. Se acercó y acarició y rascó la
cabeza peluda hasta que se produjo una especie de descarga, una última y seca
contracción, y el animal quedó como petrificado.
Ahora subió los ojos y
Ella estaba allí, apoyada en la pared, con su vestido rojo, levantando la mano
huesuda y soltando humo bajo los agujeros negros de sus ojos. Ni siquiera lo
miraba. “Y ahora qué es lo que espera de mí” pensó. Y entonces supo que podría
volver a hacerlo en cualquier momento y contra cualquier cuerpo inocente. Levantó
las manos en la oscuridad y se dijo: “¿Pero qué es lo que estas manos pueden
hacer? Nada. Fabricar polvo, restos, la inmovilidad final. Y fabricar también
la loca vida latente de los gusanos que empieza con la muerte”. Una náusea que
parecía llegarle desde las caderas lo obligó a correr hasta el baño y jadear
con los dedos blancos agarrados del lavatorio. Todavía tenía el olor del perro
atravesado y se miró en el espejo sin reconocerse, en un primer momento. No
podía ser él, pensó. Pero cuando se desabotonó la camisa comprendió que la mancha
ya era una forma autónoma que continuaría creciendo como una planta o como
cualquier tipo de desgracia imposible de detener, una alimaña que lo recorría
entablando batallas rápidamente victoriosas con todas sus defensas y ampliando poco
a poco su poderío, la consistencia y la malignidad de sus garras negras.
Al volver a su cuarto escuchó
el viento que lo llamaba despeñándose por la montaña y recordó las
respiraciones que latían en los otros dormitorios. Lo peor es la mentira,
pensó. No poder mirarlos a los ojos y decirlo de una vez, como lo ensayé y lo
repetí y lo repasé en la pensión y después en el ómnibus y después por la calle
mientras subía hasta casa: mamá, papá, Cris, estoy frito. No sé cuánto tiempo
tengo ni qué enfermedad tengo ni cómo empezó ni cómo se termina. Nadie lo sabe.
Claro, existe la parodia de las dos pastillas que tendría que tomarme cada ocho
horas y ya no tomo. Me las dieron los médicos igual que si recetaran dos
aspirinas para el dolor de cabeza, porque a ellos no les quedaba otro remedio
que inventar la parodia.
De repente tuvo necesidad
de bajar hasta el living y después de pasar frente al ventanal rechinante se cayó
en el sofá con los ojos cansados, pensando que enseguida se dormiría. Pero no
pudo. Con las manos abrigadas entre los muslos flácidos y dándose vueltas sin
parar empezó a oír la madera que crujía en alternados y casi imperceptibles
toques. Supo que eran las ratas escarbando con rabia y despedazando lo que
impedía el paso de sus cuerpos gordos, hambrientos y peludos. Ya estaban
muertas, y sin embargo trabajarían toda la noche hasta que pudieran ver las
baldosas celestes del garaje y se escurrirían jadeando con el peso del veneno
entre sus entrañas. Ellas también cargaban con su propio fin, sin saberlo,
después de haberlo saboreado afuera de la casa.
Se sentó en el sofá y
caminó mareado y tembloroso hasta la cocina sabiendo que ya no precisaba nada,
que no quería a nadie. Era mucho mejor negar, se dijo mientras empezaba a bajar
la escalera del garaje: parar de mentir y mentirse y digerir la verdad de una
vez y hasta siempre. Prendió la luz. Se sintió solo y aislado, dueño y esclavo
de su propia condición y su propia miseria cuando avanzó en dirección a la
jaula que ahora estaba cubierta, más allá del auto. Levantó la tela y la dejó
resbalar hasta el piso. El ojo atento se volvió hacia él, sorprendido.
-Jairo -lo llamó, inclinándose
a la altura del animal para verlo bien de cerca.
La cabeza inquieta del
pájaro giraba de un lado a otro, sin parar. Ángel se agarraba los sobacos y
auscultaba el movimiento febril de las abejas. “Ahora deben estar contentas”
pensó. Entonces fue expulsando su aliento como si mordiera el aire, llenándose
los pulmones y vaciándolos silenciosamente entre las rejas hasta agitar las
plumas del lomo del pájaro, que ni siquiera se movió. Y después de soplar
varias veces frente a los ojos que parpadeaban sorprendidos, se enderezó.
Cuando terminó de incorporarse la luz le atravesó la cara como un pantallazo. Y
ahora ya desde arriba y todavía viendo girar la pequeña cabeza que lo enfocaba
con ojos asustados, dijo entre dientes:
-Muere, miserable.
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