La partida del Sargento Cimarrón (6)
Cuando bajo el follaje
umbrío ya no quedó más que un caracoleo naturalmente tendiendo a aplacarse, más
que algún húmedo resoplido, pudo, a pesar de su furia, volver a proferirse el
Sargento:
-¡Aquí está el Sargento
Cimarrón, y nadie puede hablar de miedos estando él presente! ¡Tanto Don Juan
como el Zorrino saben quién es el que lleva estas jinetas, granputa!
Sin querer, casi se las
arranca de un manotón, ya que, en intermitencia, las tenía cerca de la diestra
al darse con ella sesgados puñetazos en el pecho.
Los soldados se
inquietaban, ahora sí.
Con esfuerzo supremo -y aunque
por un tal vez breve tiempo- el jefe de la partida consiguió dominarse.
-Miren, muchachos -volvió
a hablar, con brusca calma que, por lo tensa, tendría que ser de escasa duración-
al fin y al cabo el Peludo no vale el estrago que va a haber aquí si nos
topamos. Así que…
Se paró en los estribos,
entonces, ante las cabezas tendidas hacia él de soldados y caballos. Y ordenó,
la voz estentórea:
-Media vuelta… ¡dre!
Marchen… ¡mar!
Por un senderillo del
monte, con una calentura negra, ordenó el regreso.
Sus soldados no se animaban
a hablar. Se agachaban hasta casi la cabezada antes las ramas demasiado bajas;
volvían a atiesarse, mudos. El Sargento, de no tratarse de ramas muy gruesas,
ni siquiera se dignaba inclinarase. Llevábaselas por delante, nomás. El
Macacito, cuando el monte lo permitía, marchaba a medio cuerpo de su superior.
-Acercate -díjole este,
en una. Y siempre en voz baja continuó: -No digas nada. Pero estoy pensando que
había planeado mal la pelea: vos sí, estabas bien. Pero el Cuzco Overo, no lo
debí separar del Flamenco. Más bien cambiar al soldado. ¡Sí, sí, la chambonié
feo, te lo confieso!
-¿Y esto? -repitió Don
Juan, ya con el monte de biombo.
Como en realidad no cabía
decir otra cosa, el Zorrino, a su vez, exclamó:
-¿Y esto?
-¿No será una estratagema
para hacernos llevarles la carga? ¿No nos tendrán escondido el resto de las
fuerzas?
-Creo que has dado justo
en el mismo medio. A la fija que aquí se está tratando de una emboscada. Por
las dudas, si te parece, Juan, vamos a seguir costeando el monte sin
internarnos.
Enfundaron las pistolas.
Salieron al trote. Las cabalgaduras pedían rienda. Pero, calmosamente, los
primos les iban haciendo sentir el rigor del freno. Mantenían siempre la
distancia entre ellos y el monte. La vista en la ahora intrigante franja verde,
esperaban a cada momento una sorpresa. Y se la llevaron, no más, pero desde muy
lejos, al poco rato. Pues la parida, de dos en fondo, el jefe adelante,
apareció subiendo una cuesta, a trote chasquero, monte por medio.
-¿Y esto?
-¡Miedo! -respondió el
Zorrino, que a tiempo que marchaba escudriñador se había ido sumiendo en graves
pensamientos. -¡Mirá qué cuerpo para ponerles leyes a los gauchos!
El primo de Don Juan
tornó a ponerse serio, en seguida. Carraspeó sin saber cómo empezar a decir lo
que necesitaba, y salió con:
-Bueno, ahora vamos
derecho a casa. Y allí resolveremos qué va a ser de tu vida. Yo creo que lo
mejor… que lo mejor es que dejés el pago…
El tostado de Don Juan se
sentó en los garrones, tan ruda fue la detención impuesta.
-¡Eso nunca! De aquí no
me saca nadie. Yo no abandono mi pago porque haya peligros en él. Es como una
traición que se le hace. Y yo, al pago, lo quiero, lo quiero mucho.
Los ojos le brillaban al
decir esto. Pero no de la rabia sino de las lágrimas; que también suelen ellas,
furtivas, asomar en los valientes cuando alguna congoja se les va hasta el fondo
y husmea entre las telas del corazón y les rasguña las cosas que allí, quietas
y queridas, más celosamente guardan.
-¡Bueno, a ver si se me
para también usté de manos como su tostado! Después, hablaremos de esto. Ahora,
tranquilidá, reflexión, mucha reflexión. El gaucho que no reflexiona, Juan… ¡es
una cosa perdida!
Esto decía el Zorrino a
Don Juan. Sin embargo, para sus adentros, otra cosa se decía: ¡Y claro que él
tiene razón! Pero uno, como consejero que es de él, también tiene razón. La
razón no es una cosa tan sencillita como a primera vista hace suponer. Yo estoy
muy obligado a decirle a Don Juan lo que le digo, aunque no me guste decirseló.
¡Pero que él tiene razón, también…! Si él estuviera en mi lugar y yo en el
lugar de él, él mismísimo tendría que decir no lo que dice sino lo que digo yo;
y yo, en la puta vida diría lo que hace rato le estoy diciendo. No hay nada que
hacerle, la razón es más embarullada de lo que parece. Cuesta un triunfo para
hallarla. Y después que uno la consigue manotear, se topa con lo que es lo que
se dice un laberinto con muchas entradas y recovecos, y que aquella puerta que
le viene bien a uno, a otro no lo deja pasar ni poniéndose de costado y, a
otro, ni echándose de barriga.
Los caballos avanzaban ahora
por un lindo trebolar sin una chilca. El sol rutilaba. Breve isla de ceibos
apareció al frente, centrando un grupo de colinas. En las desazones del Zorrino
se empezó a entretejer ahora, semejante a en tela tirando a negra un hilo
dorado, algo así como una alegría, como un creciente goce, el cual goce hacía
que, para continuar exacta la semejanza esa cosa debería ser comparada en
seguida no ya a un hilo sino a un tiento, vuelto lonja, de ancha, por el cuerpo
que iba tomando. Lo oscuro (oscuro y que, en lo íntimo, lo contrariaba) era
para el Zorrino su papel de verdadera encarnación de la parsimonia que debía
representar; papel en el que, por inusitado, de ningún modo se hallaba cómodo.
Y aquello tan fulgurantemente de oro, resultaba la para él radiante sensación de
los peligros presentados por el futuro inmediato. Zocarrón diríase, iba
atendiendo a un como trotecito que le avanzaba incontenible por sobre el
meditar juicioso y hasta por sobre sabias máximas de la experiencia secular.
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