(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)
EL GRITO II: CAMILA
Confesión de la acusada Doña
Camila Barbosa, realizada en la Cárcel de Montevideo, a los 5 días del mes de
mayo del año mil ochocientos once.
Sr. Fiscal, conozco a
Cecilio y Jacinto desde niña, pero por ser de diferente condición social, Padre
no me permitía arrimármeles. Los cruzaba cuando recorría con Tomasa la vera del
Río, o en los entornos de la pulpería, o en la plaza, cuando eran dos mocosos
perdidos entre juegos y risas. Eran inseparables. Con el transcurso de los años
cada uno fue perfilando su forma de ser. Jacinto parece parte de la naturaleza,
es vehemente, enérgico, vivaz, ama las actividades más rudas, como la doma, las
arriadas, las pialadas y las carreras de caballo, pero también lo apasiona la
guitarra y el canto. Es un ser lúdico, que puede pasarse horas enteras jugando
en las pulperías o en casa de algún vecino, a los naipes, los bolos, los dados,
el billar o el tiro del cuchillo. Luego que dejó atrás la niñez, durante un
largo tiempo huyó de Capilla Nueva, tras otros rumbos. Como a la mayoría de los
criollos, su vida no le fue fácil, laboró durante varios años de zafral, según
me comentó se conchababa “cuando necesitaba una camisa”; en épocas duras fue
agregado de familias de intrusos, de modestos hacendados que vivían por fuera
de las normas legales y en las estancias adonde cuereaba ganado propio y ajeno,
orejano y cimarrón. Le encantan las perdices con locro, la pica asada con
cuero, el asado y la tortilla con huevos. Es un espíritu indomable, pero noble.
Me di cuenta de que estaba enamorada de él, el día del casorio de Carmela y
Cecilio. Estábamos en las celebraciones cuando pasaron cerca unos baguales. No
pudo contenerse y –para sorpresa de todos- corrió tras ellos divertido y
alegre. Cuando venció la fogosidad del animal tirando a las patas las bolas,
gritó de alegría. Estaba feliz, feliz de la hombrada y feliz de que sus amigos
contrajeran enlace. No lo volví a ver durante un largo tiempo. Lo reencontré en
casa de Justo Correa, estaba más sereno, pero tenía una mirada insondable. Las
infamias y la dureza de la vida nómade lo habían madurado, sin que por ello
perdiera sus rasgos más esenciales. Luego de la revolución en Buenos Aires,
comenzamos a recorrer juntos los pagos para difundir entre la paisanada y su
familia lo que estaba ocurriendo. Durante esos largos recorridos me solía
hablar de su vida en el campo, de cuando recorría los montes al norte del Río
Negro buscando Guazubirás, o de las bromas que le hacían a los recién llegados
de la ciudad, a los que asustaban con la presencia aparentemente feroz del
Aguaraguazú, con su melena de crines eréctiles y largos zancos, pero que
sin embargo, como vosotros bien sabéis, es un animal tímido y esquivo. También
me contaba de cuando sus compañeros de recorridas boleaban a los venados de
campo, porque decían que sus bezoares tenían poderes mágicos. Lentamente, una pasión
inusitada, alimentada por las ideas que nos unían, nos fue envolviendo. El día
que Jacinto y yo nos unimos, todo fue diferente, mágico, especial, cargado de
símbolos. Bajábamos una pequeña lomada rumbo a la Calera Real de Dacá, en la
periferia de Capilla Nueva, y repentinamente nos vimos rodeados por decenas de
ñandúes, que por lo visto recorrían aquel terreno abierto para nidificar.
Apuramos el paso todo lo que pudimos para guarecernos en el galpón de la
Calera, con los ñandúes atrás. Finalmente lo logramos pero estábamos tan
tentados por la situación que nos abrazamos. Fue en ese instante que nos
confesamos mutuamente nuestros sentimientos. Recordaré perpetuamente los haces
de luz penetrando las penumbras del galpón, el pasto bajo mi espalda y que mi
cuerpo, irrefrenable, se quebraba de ardor, entre sus recios brazos.
Confesión de la acusada Doña
Camila Barbosa, realizada en la Cárcel de Montevideo, a los 8 días del mes de
mayo del año mil ochocientos once.
Aunque eran inseparables,
Cecilio era muy diferente. Desde niño fue muy sensible y tranquilo. Amaba los
trabajos artesanales. Para sobrevivir diseñaba escobas y sombreros con palmas y
lo contrataban, porque era muy diestro, para teñir los cueros con yerba mate o
con el hollín de los clavos o hierros viejos. Hasta llegó a fabricar por
encargo una carreta. Era muy hábil con las manos, pero lo que realmente lo
apasionaba era trabajar la tierra. Ni bien Carmela llegó con su familia a
Capilla Nueva, quedó prendado de ella. Era la hija mayor de una familia
miserable y desamparada, que había sido expulsada de un terreno que ocupaba sin
autorización en las cercanías de Soriano. Recuerdo como si fuera hoy el llanto
de su padre, que no paraba de repetir que había tenido que abandonar sus
hacienditas y todas sus cositas, que no eran más que trescientas cabezas de
ganado, tres manadas de yeguas y una manada de caballos. La familia siguió su
camino, pero Carmela no. Quedó momentáneamente conchabada en una casa para
hacer limpiezas. Después de casarse Cecilio y Carmela se fueron a vivir a un
terreno lindero a los campos de Tomás Rodríguez y Lorenzo Gutiérrez, entre los
ríos Dacá y Asencio. Era todo lo que querían, una familia y un campo donde
sembrar. Estaban felices, pero pronto los acosaron los litigios y las deudas,
con las que el poder que vosotros defendéis asedia a los paisanos. Deberíais
haber visto cómo trabajaba Cecilio; era un baqueano, no precisaba ayuda para
arar, uncía a los animales de dos en dos y salía al campo, hiciera frío o
calor. Con un grito y un latigazo lograba que avivaran el paso o giraran sin
dificultad cuando llegaban al final del surco. Aunque el rendimiento del trigo
era el doble que en España, Jacinto y Carmela ganaban tres veces menos que los
que se dedicaban a la actividad ganadera. Nunca se quejaban, pero todo empeoró
cuando sus campos, junto a los de Gutiérrez y Rodríguez fueron reclamados por
el hacendado de Soriano Juan Bautista Díaz. Frente al Juez, el poderoso
estanciero, para quedarse con ellos, alegó que formaban parte de una extensión
mayor, que había adquirido en un remate. Cecilio y Carmela presentaron
sus derechos de posesión, pero cuando Juan Bautista Díaz vio que perdía el
juicio, los acusó de proteger en su chacra a personas vagas, lo cual como
vosotros sabéis, está expresamente prohibido. El litigio fue largo. Finalmente
Cecilio y Carmela lo ganaron, pero la demanda los hizo reflexionar sobre lo
injusto del sistema. Con la llegada de los hijos todo les fue más difícil. El
triunfo de la revolución en Buenos Aires, como para tantos otros, fue un hálito
de esperanza y Cecilio comenzó a apoyarnos en nuestras andanzas, pero sin
formar parte de ellas. Su compromiso fue mayor luego de la declaración de
guerra de Montevideo a Buenos Aires, cuando sordo a los justos reclamos, el poder
que vosotros representáis, enfrentó la conmoción con un resentimiento que
exclusivamente logró encrespar los ánimos. Pocos días antes de la escaramuza en
Monte de Asencio, Cecilio se apersonó ante Jacinto para revelarle que, aunque
carecía de experiencia militar, quería participar en el levantamiento. Era
notorio que había conversado el tema con Carmela. Y esa noche los viejos amigos
volvieron a encontrarse, esta vez unidos por la justa causa.
Confesión de la acusada Doña
Camila Barbosa, realizada en la Cárcel de Montevideo, a los once días del mes
de mayo del año mil ochocientos once.
Sr. Fiscal, el Tribunal me
reclama que no realice alegatos políticos y me ciña a los hechos. Lo intentaré…
Fue en los inicios del mes de abril. Como si se tratara de un anuncio, de una
premonición, prácticamente en el mismo momento en que me comunican la muerte de
mi padre, Capilla de Mercedes se viste de luto. Como si fuera un manto negro,
una avanzada de la noche, al poblado lo envolvió un súbito crespón: miles de
tordos lo invadieron, lo cubrieron, lo sitiaron. Ennegreció el horizonte y en
cuestión de segundos, ennegreció el cielo, ennegrecieron los follajes,
ennegreció el viento, ennegreció las Plaza. Hasta la anochecida parecía el ala
de un tordo. Ante la imprevista irrupción las palomas y los gorriones
huyeron a refugiarse en los recovecos de la iglesia y de las casas y el
ambiente se atestó de tan ensordecedores trinos, que no se podía tan siquiera
intercambiar palabras. Era un imponente concierto que amedrentaba. A la mañana
siguiente partieron, dejando a Capilla Nueva sucia, revuelta, conmocionada. Durante
un tiempo, repitieron la visita. Llegaban al anochecer y partían a la
madrugada. Los vecinos organizaron batidas provistas de largos palos, con los
que agitaban las ramas y golpeaban los follajes, para hacerlos huir. Pero no
tuvieron suerte. Tomasa se persignaba cuando los veía, argumentaba que su
presencia era un mensaje de los dioses y que según la leyenda en tiempos
remotos había habido una lucha para dominar el mundo entre chimangos, cuervos,
jotes y tordos, por un lado y gavilanes y halcones por el otro, que habían
ganado estos últimos. Al parecer su primera medida luego del triunfo habría
sido incinerar el hogar de los tordos, por lo que desde ese momento su plumaje
es completamente negro. Con los primeros fríos, su llegada a Capilla Nueva mermó,
hasta desaparecer. Lo recuerdo porque no vinieron más el mismo día que las
tropas patriotas avanzaron sobre Colla. No nos fue fácil corregir los
trastornos que dejaron.
Confesión de la acusada Doña
Camila Barbosa, realizada en la Cárcel de Montevideo, a los trece días del mes
de mayo del año mil ochocientos once.
V.E. del Tribunal, siendo
muy niña mi madre enfermó, quien la sustituyó fue la Negra Tomasa. Ella me
educó, me alimentó con la leche de sus senos, cuando no podía dormir,
acariciaba mi frente mientras cantaba canciones de cuna. Con su ternura me
transmitió una visión mágica de la vida. Recuerdo que para consolarme, al
anochecer, subíamos a la azotea y contemplábamos al cielo. Tomasa decía que las
luciérnagas eran los ojos de la noche, y su constante parpadeo, un guiño
cómplice con el que nos saludan. Jugábamos a que les devolvíamos las
guiñadas... Le debo casi todo lo que sé, desde muy niña me enseñó a disfrutar
la naturaleza, gracias a ella puedo distinguir al algarrobo, siempre henchido
de cardenales, a los talas con su floración en racimillo, a los cactos verde
azulados, cargados de pitangas… Y pude diferenciar al zorzal por su hechizante
canto primaveral y a las torcazas por su cola con banda negra. Gracias a
ella aprendí a hacer camisas y sombreros y, entreverando con mucha paciencia
los hilos, enormes pellones azules para el telar. Con la crecida del río,
algunas veces, Capilla Nueva era asaltada por las víboras, recuerdo el caso de
un soldado de la guarnición que fue picado por una de ellas. Inmediatamente
llamaron a Tomasa, que me llevó con ella, había aprendido de una charrúa a
hacer una cura para el veneno. Separó las hojas de una planta, con algunas hizo
una pasta, con la que cubrió la mordedura y con el resto elaboró un brebaje
bien cargado. El soldado sanó milagrosamente. La risa alegre de Tomasa siempre
alumbró la casa, lo mismo que las bromas con las que divertía al resto de los
esclavos, nunca olvidaré la cara de asombro de uno de ellos cuando lo persiguió
con una ramita del árbol de la luz, diciéndole que lo iba a quemar. Por ese
egoísmo españolista con el que nos adoctrinasteis, pese a que requerí
permanentemente de sus servicios durante años, nunca, ni aun cuando la noté más
cansada, le pregunté por su historia personal. Las nuevas ideas y los cambios
de estos últimos tiempos, estrecharon nuestra amistad. Finalmente, al cabo de
una jornada agotadora, le pregunté cómo la soportaba, fue como si estuviera
esperando el momento para abrirse. Entonces me contó que aunque tenía que
esconder a sus dioses tras las imágenes de los santos para poder adorarlos, en
los peores momentos su religión la sostenía; por ejemplo cuando recordaba lo
ocurrido a su amado Domingo, que fue asesinado a sablazos en Montevideo por un
oficial español, con el pretexto de que “más que huido, andaba haciendo
hechos”. Entonces me contó que habían sobrevivido juntos a un barco negrero
inglés y que fueron alojados en el edificio que vosotros bien conocéis, en la
costa de la playa del Miguelete, para que pudieran reponerse y aumentar su
precio. Finalmente fue comprada en subasta por Padre, quien la llevó a su casa
en la zona del Cordón. Mucho he pensado en ella durante este tiempo, por
momentos me parece que entra a la celda y que, como cuando era niña, recuesta su
cabeza sobre la mía, para darme fuerzas. Ahora ella es libre. Luego de la
insurrección de Asencio y de la muerte de Padre, ya nadie pudo reclamarla.
Recuerdo su emoción cuando a fines de marzo llegó Soler hasta los alrededores
de Capilla Nueva, con su séquito de soldados pardos y morenos. No pudo
contenerse y me acompañó a recibirlos. Por mucho tiempo no me di cuenta, pero
este es un buen lugar y un buen momento para que vosotros me respondáis: ¿cómo
podéis, junto con vuestro imperio, afirmar que un alma tan dulce como la de
Tomasa, que me enseñó no solamente destrezas, sino una forma de ver el mundo,
forma parte de una casta de sangre infecta, como vosotros la llamáis? Si hay
algo realmente pestilente es el oprobioso mundo que estáis sosteniendo, pero estoy
segura que le ha llegado su hora y que por más celdas en las que nos confinen,
muy pronto va a caer.
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