lunes

RICARDO AROCENA - EL GRITO / VERSIÓN COMPLETA Y DEFINITIVA (15)


(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)

EL GRITO II: CAMILA

Confesión de la acusada Doña Camila Barbosa, realizada en la Cárcel de Montevideo, a los 5 días del mes de mayo del año mil ochocientos once.

Sr. Fiscal, conozco a Cecilio y Jacinto desde niña, pero por ser de diferente condición social, Padre no me permitía arrimármeles. Los cruzaba cuando recorría con Tomasa la vera del Río, o en los entornos de la pulpería, o en la plaza, cuando eran dos mocosos perdidos entre juegos y risas. Eran inseparables. Con el transcurso de los años cada uno fue perfilando su forma de ser. Jacinto parece parte de la naturaleza, es vehemente, enérgico, vivaz, ama las actividades más rudas, como la doma, las arriadas, las pialadas y las carreras de caballo, pero también lo apasiona la guitarra y el canto. Es un ser lúdico, que puede pasarse horas enteras jugando en las pulperías o en casa de algún vecino, a los naipes, los bolos, los dados, el billar o el tiro del cuchillo. Luego que dejó atrás la niñez, durante un largo tiempo huyó de Capilla Nueva, tras otros rumbos. Como a la mayoría de los criollos, su vida no le fue fácil, laboró durante varios años de zafral, según me comentó se conchababa “cuando necesitaba una camisa”; en épocas duras fue agregado de familias de intrusos, de modestos hacendados que vivían por fuera de las normas legales y en las estancias adonde cuereaba ganado propio y ajeno, orejano y cimarrón. Le encantan las perdices con locro, la pica asada con cuero, el asado y la tortilla con huevos. Es un espíritu indomable, pero noble. Me di cuenta de que estaba enamorada de él, el día del casorio de Carmela y Cecilio. Estábamos en las celebraciones cuando pasaron cerca unos baguales. No pudo contenerse y –para sorpresa de todos- corrió tras ellos divertido y alegre. Cuando venció la fogosidad del animal tirando a las patas las bolas, gritó de alegría. Estaba feliz, feliz de la hombrada y feliz de que sus amigos contrajeran enlace. No lo volví a ver durante un largo tiempo. Lo reencontré en casa de Justo Correa, estaba más sereno, pero tenía una mirada insondable. Las infamias y la dureza de la vida nómade lo habían madurado, sin que por ello perdiera sus rasgos más esenciales. Luego de la revolución en Buenos Aires, comenzamos a recorrer juntos los pagos para difundir entre la paisanada y su familia lo que estaba ocurriendo. Durante esos largos recorridos me solía hablar de su vida en el campo, de cuando recorría los montes al norte del Río Negro buscando Guazubirás, o de las bromas que le hacían a los recién llegados de la ciudad, a los que asustaban con la presencia aparentemente feroz del Aguaraguazú, con su melena de crines eréctiles y largos zancos, pero que sin embargo, como vosotros bien sabéis, es un animal tímido y esquivo. También me contaba de cuando sus compañeros de recorridas boleaban a los venados de campo, porque decían que sus bezoares tenían poderes mágicos. Lentamente, una pasión inusitada, alimentada por las ideas que nos unían, nos fue envolviendo. El día que Jacinto y yo nos unimos, todo fue diferente, mágico, especial, cargado de símbolos. Bajábamos una pequeña lomada rumbo a la Calera Real de Dacá, en la periferia de Capilla Nueva, y repentinamente nos vimos rodeados por decenas de ñandúes, que por lo visto recorrían aquel terreno abierto para nidificar. Apuramos el paso todo lo que pudimos para guarecernos en el galpón de la Calera, con los ñandúes atrás. Finalmente lo logramos pero estábamos tan tentados por la situación que nos abrazamos. Fue en ese instante que nos confesamos mutuamente nuestros sentimientos. Recordaré perpetuamente los haces de luz penetrando las penumbras del galpón, el pasto bajo mi espalda y que mi cuerpo, irrefrenable, se quebraba de ardor, entre sus recios brazos.

Confesión de la acusada Doña Camila Barbosa, realizada en la Cárcel de Montevideo, a los 8 días del mes de mayo del año mil ochocientos once.

Aunque eran inseparables, Cecilio era muy diferente. Desde niño fue muy sensible y tranquilo. Amaba los trabajos artesanales. Para sobrevivir diseñaba escobas y sombreros con palmas y lo contrataban, porque era muy diestro, para teñir los cueros con yerba mate o con el hollín de los clavos o hierros viejos. Hasta llegó a fabricar por encargo una carreta. Era muy hábil con las manos, pero lo que realmente lo apasionaba era trabajar la tierra. Ni bien Carmela llegó con su familia a Capilla Nueva, quedó prendado de ella. Era la hija mayor de una familia miserable y desamparada, que había sido expulsada de un terreno que ocupaba sin autorización en las cercanías de Soriano. Recuerdo como si fuera hoy el llanto de su padre, que no paraba de repetir que había tenido que abandonar sus hacienditas y todas sus cositas, que no eran más que trescientas cabezas de ganado, tres manadas de yeguas y una manada de caballos. La familia siguió su camino, pero Carmela no. Quedó momentáneamente conchabada en una casa para hacer limpiezas. Después de casarse Cecilio y Carmela se fueron a vivir a un terreno lindero a los campos de Tomás Rodríguez y Lorenzo Gutiérrez, entre los ríos Dacá y Asencio. Era todo lo que querían, una familia y un campo donde sembrar. Estaban felices, pero pronto los acosaron los litigios y las deudas, con las que el poder que vosotros defendéis asedia a los paisanos. Deberíais haber visto cómo trabajaba Cecilio; era un baqueano, no precisaba ayuda para arar, uncía a los animales de dos en dos y salía al campo, hiciera frío o calor. Con un grito y un latigazo lograba que avivaran el paso o giraran sin dificultad cuando llegaban al final del surco. Aunque el rendimiento del trigo era el doble que en España, Jacinto y Carmela ganaban tres veces menos que los que se dedicaban a la actividad ganadera. Nunca se quejaban, pero todo empeoró cuando sus campos, junto a los de Gutiérrez y Rodríguez fueron reclamados por el hacendado de Soriano Juan Bautista Díaz. Frente al Juez,  el poderoso estanciero, para quedarse con ellos, alegó que formaban parte de una extensión mayor, que había adquirido en un  remate. Cecilio y Carmela presentaron sus derechos de posesión, pero cuando Juan Bautista Díaz vio que perdía el juicio, los acusó de proteger en su chacra a personas vagas, lo cual como vosotros sabéis, está expresamente prohibido. El litigio fue largo. Finalmente Cecilio y Carmela lo ganaron, pero la demanda los hizo reflexionar sobre lo injusto del sistema. Con la llegada de los hijos todo les fue más difícil. El triunfo de la revolución en Buenos Aires, como para tantos otros, fue un hálito de esperanza y Cecilio comenzó a apoyarnos en nuestras andanzas, pero sin formar parte de ellas. Su compromiso fue mayor luego de la declaración de guerra de Montevideo a Buenos Aires, cuando sordo a los justos reclamos, el poder que vosotros representáis, enfrentó la conmoción con un resentimiento que exclusivamente logró encrespar los ánimos. Pocos días antes de la escaramuza en Monte de Asencio, Cecilio se apersonó ante Jacinto para revelarle que, aunque carecía de experiencia militar, quería participar en el levantamiento. Era notorio que había conversado el tema con Carmela. Y esa noche los viejos amigos volvieron a encontrarse, esta vez unidos por la justa causa.

Confesión de la acusada Doña Camila Barbosa, realizada en la Cárcel de Montevideo, a los once días del mes de mayo del año mil ochocientos once.

Sr. Fiscal, el Tribunal me reclama que no realice alegatos políticos y me ciña a los hechos. Lo intentaré… Fue en los inicios del mes de abril. Como si se tratara de un anuncio, de una premonición, prácticamente en el mismo momento en que me comunican la muerte de mi padre, Capilla de Mercedes se viste de luto. Como si fuera un manto negro, una avanzada de la noche, al poblado lo envolvió un súbito crespón: miles de tordos lo invadieron, lo cubrieron, lo sitiaron. Ennegreció el horizonte y en cuestión de segundos, ennegreció el cielo, ennegrecieron los follajes, ennegreció el viento, ennegreció las Plaza. Hasta la anochecida parecía el ala de un tordo. Ante la imprevista irrupción las palomas y los gorriones huyeron a refugiarse en los recovecos de la iglesia y de las casas y el ambiente se atestó de tan ensordecedores trinos, que no se podía tan siquiera intercambiar palabras. Era un imponente concierto que amedrentaba. A la mañana siguiente partieron, dejando a Capilla Nueva sucia, revuelta, conmocionada. Durante un tiempo, repitieron la visita. Llegaban al anochecer y partían a la madrugada. Los vecinos organizaron batidas provistas de largos palos, con los que agitaban las ramas y golpeaban los follajes, para hacerlos huir. Pero no tuvieron suerte. Tomasa se persignaba cuando los veía, argumentaba que su presencia era un mensaje de los dioses y que según la leyenda en tiempos remotos había habido una lucha para dominar el mundo entre chimangos, cuervos, jotes y tordos, por un lado y gavilanes y halcones por el otro, que habían ganado estos últimos. Al parecer su primera medida luego del triunfo habría sido incinerar el hogar de los tordos, por lo que desde ese momento su plumaje es completamente negro. Con los primeros fríos, su llegada a Capilla Nueva mermó, hasta desaparecer. Lo recuerdo porque no vinieron más el mismo día que las tropas patriotas avanzaron sobre Colla. No nos fue fácil corregir los trastornos que dejaron.

Confesión de la acusada Doña Camila Barbosa, realizada en la Cárcel de Montevideo, a los trece días del mes de mayo del año mil ochocientos once.

V.E. del Tribunal, siendo muy niña mi madre enfermó, quien la sustituyó fue la Negra Tomasa. Ella me educó, me alimentó con la leche de sus senos, cuando no podía dormir, acariciaba mi frente mientras cantaba canciones de cuna. Con su ternura me transmitió una visión mágica de la vida. Recuerdo que para consolarme, al anochecer, subíamos a la azotea y contemplábamos al cielo. Tomasa decía que las luciérnagas eran los ojos de la noche, y su constante parpadeo, un guiño cómplice con el que nos saludan. Jugábamos a que les devolvíamos las guiñadas... Le debo casi todo lo que sé, desde muy niña me enseñó a disfrutar la naturaleza, gracias a ella puedo distinguir al algarrobo, siempre henchido de cardenales, a los talas con su floración en racimillo, a los cactos verde azulados, cargados de pitangas… Y pude diferenciar al zorzal por su hechizante canto primaveral y a las torcazas por su cola con banda negra. Gracias a ella aprendí a hacer camisas y sombreros y, entreverando con mucha paciencia los hilos, enormes pellones azules para el telar. Con la crecida del río, algunas veces, Capilla Nueva era asaltada por las víboras, recuerdo el caso de un soldado de la guarnición que fue picado por una de ellas. Inmediatamente llamaron a Tomasa, que me llevó con ella, había aprendido de una charrúa a hacer una cura para el veneno. Separó las hojas de una planta, con algunas hizo una pasta, con la que cubrió la mordedura y con el resto elaboró un brebaje bien cargado. El soldado sanó milagrosamente. La risa alegre de Tomasa siempre alumbró la casa, lo mismo que las bromas con las que divertía al resto de los esclavos, nunca olvidaré la cara de asombro de uno de ellos cuando lo persiguió con una ramita del árbol de la luz, diciéndole que lo iba a quemar. Por ese egoísmo españolista con el que nos adoctrinasteis, pese a que requerí permanentemente de sus servicios durante años, nunca, ni aun cuando la noté más cansada, le pregunté por su historia personal. Las nuevas ideas y los cambios de estos últimos tiempos, estrecharon nuestra amistad. Finalmente, al cabo de una jornada agotadora, le pregunté cómo la soportaba, fue como si estuviera esperando el momento para abrirse. Entonces me contó que aunque tenía que esconder a sus dioses tras las imágenes de los santos para poder adorarlos, en los peores momentos su religión la sostenía; por ejemplo cuando recordaba lo ocurrido a su amado Domingo, que fue asesinado a sablazos en Montevideo por un oficial español, con el pretexto de que “más que huido, andaba haciendo hechos”. Entonces me contó que habían sobrevivido juntos a un barco negrero inglés y que fueron alojados en el edificio que vosotros bien conocéis, en la costa de la playa del Miguelete, para que pudieran reponerse y aumentar su precio. Finalmente fue comprada en subasta por Padre, quien la llevó a su casa en la zona del Cordón. Mucho he pensado en ella durante este tiempo, por momentos me parece que entra a la celda y que, como cuando era niña, recuesta su cabeza sobre la mía, para darme fuerzas. Ahora ella es libre. Luego de la insurrección de Asencio y de la muerte de Padre, ya nadie pudo reclamarla. Recuerdo su emoción cuando a fines de marzo llegó Soler hasta los alrededores de Capilla Nueva, con su séquito de soldados pardos y morenos. No pudo contenerse y me acompañó a recibirlos. Por mucho tiempo no me di cuenta, pero este es un buen lugar y un buen momento para que vosotros me respondáis: ¿cómo podéis, junto con vuestro imperio, afirmar que un alma tan dulce como la de Tomasa, que me enseñó no solamente destrezas, sino una forma de ver el mundo, forma parte de una casta de sangre infecta, como vosotros la llamáis? Si hay algo realmente pestilente es el oprobioso mundo que estáis sosteniendo, pero estoy segura que le ha llegado su hora y que por más celdas en las que nos confinen, muy pronto va a caer.

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