La partida del Sargento Cimarrón
(5)
El plan de Don Juan era
el siguiente: al iniciarse el ataque, el Zorrino y él huirían en direcciones
divergentes, a fin de que en su persecución el enemigo se abriera en dos grupos
cada vez más separados entre sí, lo que impediría después prestarse recíproca
ayuda. Los primos, con caballos de sobra para “dejarlos chairando”, les
permitirían, sin embargo, acortar la distancia; pero de modo que tuviesen que
esforzar los fletes en esto. Así, las diferencias de velocidad y de resistencia
harían fatalmente un reguero de milicos tras los muchos mejor montados prófugos.
Y entonces, entonces, en
un momento oportuno, cada primo aminoraría su carrera para, de golpe, dar
frente al perseguidor más próximo y llevarle la carga sorpresiva… Después,
después a tiros, a bolazos; después, y por fin, a cuchillo todo quedaría librado
a la improvisación y a la suerte…
-No tenga apuro en darles
la cara -recomendó Don Juan, quitándose el poncho y siempre con los encapotados
ojos en el piquete. -Déjelos, no más, que se vayan dispersando bien de usté. A
usté le va a tocar el Cuzco Barcino y el Flamenco. Los demás, atrás del Jefe,
me van a seguir a mí. El Avestruz, calculo que quedará rezagado en su matalote.
Tenga cuidado con la fuerza del Mao Pelada, si me equivoco y le tocá a usté. En
ese caso, él va a llegar primero que los otros porque está muy bien montado.
Tengalé ojo al sable, que si le acierta, lo parte hasta el recado.
Enterneciéndose, el
Zorrino miró a su primo al reaparecerle la cabeza bajo el poncho que quedó
sobre la cabezada trasera. Las palabras de Don Juan le hicieron advertir un
error en su reciente apreciación. Don Juan era previsor, sí; pero magnánimo.
Cuando le cruzó por delante y fue a situarse en el lugar desde donde ahora lo
aleccionaba, no fue para buscar una personal ventaja en los inminentes
acontecimientos. Por el contrario, lo hizo para quedar del lado del Sargento
Cimarrón, presumiendo que tras este -es instintivo seguir al jefe en el
peligro- se lanzaría el grueso de sus subordinados. Se eligió, así, el peligro
mayor.
-¡Pucha, te estoy
comprometiendo!
-¡Dejate de partes! Para
eso está la familia… ¡y la amistá que, esa sí, es la que vale!
Mientras esto decía, el
Zorrino ya estaba envolviéndose el poncho en el brazo izquierdo. Calmoso, Don
Juan lo imitó. En seguida, las diestras, buscando la cintura, comprobaron la
presencia fiel de las pistolas.
Fue al ver esto que, en
la lejana loma, una liebre lavandera, detenida en la contemplación del cuadro,
soltó el atado de ropa que traía del arroyo y, en su horror, agarró, volteando
cardos, cuesta abajo, como loca y como luz.
-¡Ah! si te fuera
posible, desmayate de un planchazo al Asistente Macá, pero no me lo mates. Ese
a todos cae en gracia y con razón.
-¿Pero creerás hermanito
que estaba pensando en so? ¡Lástima que ha buscado ese empleo!
-La miseria.
-¡Pero hay que ser
fuerte, amigo! ¡Es un deber!
Las miradas atravesaban
la distancia y se buscaban. Verdaderamente, daba frío el silencio que se había
hecho. Y que, del lado de los primos, turbó un: -¡Uta!, ¡mi lanza! -musitado
por el Zorrino.
Semejante al toro
enfurecido cuando amaga su embestir, retrocedió un paso el caballo del Sargento
Cimarrón. Y como, al colocarse justo en el centro del grupo de subordinados,
fue contenido, quedó así él, claro que casualmente, bajo el resguardo de los
caballos del Soldado Avestruz y del Soldado Mao Pelada.
En medio del montón,
pues, habló el jefe.
-Entregarse, no se
entregan. Y esto va a ser una mortandá. ¿Vamos a llevarles el encule?
-¡Seguro que sí!
-surgieron la voz del Cuzco Barcino, ya echado el quepis a la nuca, y la voz
del Flamenco, ya empeñado en enardecer a espuela y dura sujeción de las riendas
al tordillo como de palo que montaba.
-¡Pero miren que va a
haber que pelear fuerte! -previno el superior. Y de lo que en él quiso ser
sonrisa sólo hubo el relumbrar de un colmillo. -Esos -siguió- esos son muy de
vergüenza.
Empezó un caracoleo entre
los fletes policiales. El nervioso oprimir de las piernas de sus jinetes, u
otro signo tal vez, inadvertido para cualquiera, estaba haciendo sentir a la
caballada la presencia del peligro.
¡Lo que es esos…!
-¡Mejor, así nos lucimos!
-¡Lucirnos, decía! ¿Y si
después no pueden contar el cuento ustedes seis?
¡Que no! A esos, en la
primera embestida los llevamos por delante, Maneamos aquí no más, y los
avanzamos de punta y hacha… ¡Mirelós ya buscando terreno…! ¡Mirelós ya pistolas
en mano, uno; el otro como con su facón caronero!
Aplacador miró el jefe al
que hablaba, el Cuzco Overo. Como quien se interpone palmeando el pecho a un
iracundo. Y no hallando las palabras que su propósito requería, salió por otro
lado, con tal de evitar la reaparición del silencio, que en circunstancias
semejantes parece que muerde:
-Me les voy a presentar
apoyado en dos alas. Soldado Cuzco Overo, corrasemé a la derecha. Soldado
Flamenco, pasesemé a ocupar mi izquierda. Cada uno de ustedes es un ala, ya
saben…
Era todo oídos la
soldadesca. El Asistente Macá se había puesto al lado de su superior y lo
contemplaba pasmado de admiración sin acordarse de que él también iría a
intervenir en el zañudo combate.
-…Yo, con este y con
este, soy el centro. Usté, compañero Avestruz, es mi reserva. Clarín, no tengo.
Pero el Asistente Macá…
-¡Qué cabeza! -pensó el
Asistente Macá. En su movimiento admirativo, el demasiado grande quepis lo
cegó. Se lo echó a la nuca, en seguida. Y evolucionó, retrocediendo apenas dos
varas, tan sólo, porque lo quería ver mejor de conjunto y, asimismo, no se
resignaba a perder palabra.
-Cuando el centro eche
pie a tierra y empiece con fuego graneado, las alas de a caballo buscan el
flanqueo en un movimiento envolvente y cargan a sable. Nosotros, entonces,
suspendemos el fuego para no arrastrarlos también a ustedes. Y montamos y se
sigue el combate a arma blanca. ¡Uta mi lanza vieja, ahora! ¡Mi lanza! ¡Quién
te tuviera ahora!
Los soldados ya estaban
situados según las órdenes.
-¡Bueno, cuando guste,
Sargento!
Era el Cuzco Overo, desde
la extrema derecha, blandiendo un fulgor en su mano.
-¡Cuando guste! -fue
repetido desde el ala izquierda, donde el jamelgo tordillo del Flamenco se
presentaba “armado” como un parejero a fuerza de espuela y tirones de rienda.
-¡Pie a tierra! -pensó el
Cimarrón que tenía el deber de ordenar a su centro; pero la frase le quedó
gorgoritando en la garganta. Y sus tres palabras volvieron a caer al fondo para
dar un paso a un:
-¡Pucha, quién lo iba a
decir!-,
Que se le escurrió al
Sargento Primero sin él advertirlo hasta que le llegó al oído desde afuera. Ya
surgida la manifestación, y luego de un instante de no saber qué hacer con ella
ante el asombro del grupo marcial, el Cimarrón le enderezó la intención hacia
aquel insurrecto que, daga en mano, a las dos cuadras, con su primo Don Juan
esperaba el encuentro. Así, apoyó bien la frase en el Zorrino y no hizo más que
seguir las imágenes que se le despertaban y salían como en cuesta abajo.
-¡Pucha, quién iba a
decir! Yo estoy aquí, vivo, mandándolos a ustedes, gracias al que ustedes ven
clarito aquí, al lado de Don Juan. Sí, señores, gracias al aparcero Zorrino. Será
ideoso, será lunático y todo lo que ustedes quieran.
-¡Y por qué, pobre!
-saltó sin saber por qué, el Asistente Macá.
-Callate, carajo. Ahora
vas a saber. Yo mismo, ahora, no me doy con él. Pero cuando él, de un golpe,
levantó el trabuco del que me había apuntado para arrasarme; cuando reventó el
estampido y por debajo de él yo me le fui al malevo, como a las tortas…
…”¡Pucha!” -le dije
después que con el lazo hice un verdadero matambre arrollado con el malhechor-.
“¡Pucha, yo no voy a tener descanso hasta que no le pague esta deuda, amigo
Zorrino!” ¡Y aquí lo tiene ustedes, que
parece que con la mirada me está pasando aquella cuenta!
Como para escuchar su
consejo hizo retroceder el Sargento su bayo hacia su reserva, hacia el Veterano
Avestruz, que había inclinado el pescuezo sobre el flete bajo el abrumamiento
de tamaña confidencia. Mas, en coro, se escuchó al resto del piquete:
-¡Pero la orden es orden,
Sargento!
-Sí, razón tienen los que
hablan, porque son jóvenes… pero… pero… es que… con decir que no les hemos dado
con el rastro.
Esto balbuceó, igual que
para su caballo, el anciano Soldado Avestruz, a quien la revelación de la
antigua gauchada del Zorrino le abrió un lóbrego abismo moral a sus pies.
-¡Pero vamos a creer que
les hemos tenido miedo! -insistió, pundonoroso, el Cuzco Barcino.
En el Sargento, que
estaba guardando atentísimo oído, fue todo uno el escuchar esto y el montar en
cólera convulsa. Su caballo dio de costado un bote y quedó sentado en los
garrones al sentir, a la vez, el tirón de riendas e hincadura de espuelas; en
el retroceso de sus ancas empujaba a dos milicos, mientras su jinete
vociferaba, ronco que casi no se le entendía:
-¡Eso sí que no, señores!
¡Eso sí que no! ¡Aquí está el Sargento Cimarrón, carajo!
Hubo un brusco remolinear
de cabalgaduras. Boca desmesuradamenre abierta, ojos como brasas, se paró de
manos el bayo del jefe, quien, a su vez, echaba fuego por los suyos y, de tanta
ira, abría la boca, asimismo desmesurada.
Al perder el equilibrio,
el bayo fue a aplicar los cascos en el lomo del soldado Vizcacha y lo hizo arco
sobre el pescuezo de su rocín, el cual se quiso ir dentro del monte. Este
movimiento resultó malamente interpretado como incitación a correr por el resto
de la caballería. Entre “¡Bah!” “¡Caballo!” y palabras gruesas y un
entrecruzarse de ramas agitadas todo el mundo se echaba atrás en las riendas,
cuanto podía. Y así contenidos, esos pingos manoteaban al aire al clavarse en
dos patas, espumarajeando. Hasta el lánguido tordillo del Soldado Flamenco en
la extrema retaguardia se estaba encrespando a ojos vistas.
Quienes a pie firme
esperaban en el llano ya no vieron más que árboles. Como si la partida
estuviera empeñando rudo combate entre la fronda, les llegó sólo un revolar de
exclamaciones y ruidos metálicos.
-¿Y esto?
-¿Y esto?
se preguntaban los
primos.
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