1ª edición / Caracol
al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano
Laboratorio de Artes 2018
PARTE
1
11
(2)
Llegó al final de la
calle y atravesó el campo en pendiente. Al llegar al arroyo se sentó un rato
sobre una piedra de la orilla, hundiéndose en una indolente somnoliencia, y después
volvió a trepar. Los reflejos dorados de la tarde sin nubes y sin viento ya
cortaban el bosque sesgadamente. Entonces empezó a escuchar los gritos que
llegaban desde las canchas llenas de gente, y de golpe vio docenas de cuerpos
jóvenes y brillantes sudando atrás de una pelota y esforzándose por ser los
mejores, los más ágiles, los primeros.
Y estaban los cuerpos de
las muchachas, también. Pero de la cintura para abajo, fuera de las necesidades
elementales. Él ya no funcionaba. Como si Ella, aquella noche. Lo hubiese
anulado para siempre, robándole toda voluntad e interés. Veía a las mujeres por la calle o en las
revistas y escuchaba las conversaciones de los otros cuatro en la pensión
recordando vagamente el deseo, épocas en las que la mera contemplación de una
mujer sentada con las piernas abiertas en un restaurante, aunque usara
pantalones, lo dejaba excitado todo el día. Y estaba Hilda, también, pensó.
Parecía que los recuerdos de las tardes y noches pasadas bajo esos árboles,
rodando sobre el pasto con manos trémulas y el aliento apretado en otra boca,
fuesen de otra persona.
Mirando las figuras que
corrían incansables como él lo hizo algún día sin imaginar lo que le reservaba
el futuro. Le dio asco tanta salud. “Y sin embargo, amiguitos, cada uno de
ustedes tendrá su momento. Uno por uno”. Y de repente se sintió cansado y se
tiró en el pasto. Observaba el cielo limpio, escuchaba el griterío de los
muchachos y sentía el bosque completamente vivo a su alrededor: no era difícil
imaginar el silencioso y lento esfuerzo de la vegetación extrayendo de la
tierra los jugos necesarios para imponerse día a día, en su obstinada
confirmación del existir. Entonces volvió a odiar a los muchachos y a todo el
mundo y a la propia vida tanto como a la enfermedad, su mal. Y era un
sentimiento oscuro y contradictorio, porque principalmente odiaba a quien, de
tener tanta fuerza, intentaría destruir y anular todo, convirtiendo la vida en
una noche eterna. De ojos cerrados y sintiendo zumbar a las abejas adentro de sus
pulmones podía proyectar sobre la piel de los párpados la imagen de cómo el mal
actuaba sobre su cuerpo, propagado como una peste: veía el reflejo de las explosiones
de las células que eran atacadas, vencidas y superadas, el contorno luminoso de
horizontes glandulares o linfáticos por donde se arrastraba el fuego de la
destrucción. Y todo en una linda tarde de miércoles, abajo del sol. Y entre los
gritos de afuera y el zumzum de adentro, él parecía habitar una zona intermedia
y fronteriza del gran agujero negro, tan alejado de unas como de otros.
Cuando se decidió a
regresar y llegó al límite del bosque, en el otro extremo del parque, la oscuridad
era casi total y pudo ver cómo las luces iban siendo encendidas y divisó el
arroyo reflejando todavía la bruma anaranjada del atardecer. Era un mundo de
paz, pensó, pero ahora él ya sabía que debajo de aquella superficie el mal se
agitaba como una víbora imprevisible, silenciosa y oculta. El mal estaba ahí y
en todos lados, aprontándose para dar su salto en cualquier momento.
Subió la pendiente con
los huesos flojos, cruzando calles de tierra apenas iluminadas y recién
abiertas, hasta que se perdió y tuvo que seguir avanzando por el campo. Y de
golpe sucedió. En un primer momento no alcanzó a comprenderlo, pero el
remolinear de las abejas se hizo perceptible sin que tuviera que tocarse los
pulmones. Entonces sintió un olor denso, espeso y amargo y supo dónde estaba.
El miedo le dio náuseas y empezó casi a correr, rabioso y asustado, como si
Ella pudiera aparecer detrás de cualquier sombra y él no tuviera más remedio
que obedecerla, igual que la primera vez. Atravesó la calle junto al muro
blanco que de pronto se terminó a su derecha y recién se detuvo cuando
aparecieron las luces de la primera transversal, sin mirar hacia atrás. Podía
captar la extraña quietud de la tierra bajo sus pies, sin embargo, y supo que
ellos estaban allí, cada uno en su celda definitiva, los imaginó por fin
tranquilos, sosegados, conformes con su suerte y resignados para siempre. Pero
después empezó a sentir los murmullos que subían por su cuerpo como brazos y
piernas reptantes que se le trepaban por el esternón, reconociéndose en el
agitado baile de las abejas y oscilándole alrededor de los sobacos, hasta
dejarse oír con toda claridad: estamos muertos muertos muertos muertos. Eran
los suyos llamándolo, los anteriores, y él los podía escuchar porque ya era uno
de ellos. Hasta que de golpe le dijeron que no: no estaban muertos, porque después
de muertos vuelve la vida y después nuevamente la muerte, y así, vida-muerte,
muerte-vida, continuándose sin fin. Entonces, de pie y súbitamente tranquilo,
supo que ya no estaba solo, que otras víctimas juntaban su fuerza con la suya y
lo guiarían hasta donde debía llegar y harían con él lo que tenía que hacer. Y
fue ahí, en ese momento, que supo su misión: arrastrar hacia la muerte a quien
se le ocurriera. Porque Ella ahora estaba en él y podría concedérsela a
cualquiera con un simple movimiento de sus dedos o con el soplo y negro y
pesado de su aliento o con escupitajo. Acabar con cualquiera.
Siguió caminando despacio,
conforme con el peso que cargaba. Las luces de la calle paralela se encendieron
recortando el muro del cementerio y dejaron entrever los mármoles y las
siluetas de los ángeles que proyectaban sus volúmenes negros contra el cielo.
Dobló cortando campo y al retomar una calle de tierra parecía que ellos ya lo
guiaran en su certeza y supieran muy bien adónde lo llevaban. Entonces se dejó
conducir. Y fue en esa misma calle, casi en la esquina, que vio los ojos
espejeantes del perro que lo esperaba en la oscuridad.
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