EL TEATRO MORTAL (11)
De repente, parece que en
Inglaterra tenemos una magnífica generación de actores jóvenes como si
observáramos dos filas de hombres en una fábrica caminando en direcciones
opuestas: una de ellas avanza con aire cansado, la otra se mueve con vigor y
vitalidad. Tenemos la impresión de que esta supera a la anterior, que está
formada por hombres mejores. Si bien es parcialmente cierto, al final la nueva
promoción quedará tan cansada como la vieja, resultado inevitable, ya que
ciertas condiciones aun no han sido cambiadas. Lo trágico es que el estatuto
profesional de los actores que cuentan más de treinta años rara vez supone un
auténtico reflejo de su talento. Existen incontables actores que nunca han
tenido oportunidad de desarrollar plenamente su innato potencial. Claro está
que en una profesión individualista se concede una importancia falsa y exagerada
a los casos excepcionales. Los actores sobresalientes, al igual que todos los
auténticos artistas, tienen una misteriosa química psíquica, medio consciente y
con todo oculta en sus tres cuartas partes, que ellos mismos sólo pueden
definir como “instinto”, “corazonada”, “mil voces”, y que los capacita para
desarrollar su visión y su arte. Algunos
casos especiales se rigen por reglas especiales: una de las mejores actrices de
nuestros días, que parece no seguir ningún método en los ensayos, tiene en
realidad un extraordinario sistema cuyo enunciado resulta infantil. “Hoy amasamos
la harina” me dijo. “La pongo de nuevo a cocer un poco más”, “ahora necesita
levadura”, “esta mañana estamos hilvanando”. No importa la terminología; se
trata de ciencia precisa, tanto como si la expresara con fraseología del Actor’s
Study. Sin embargo, sólo ella se beneficia de su método, ya que no puede
comunicarlo de manera útil a las personas que le rodean, y así, mientras ella “se
cocina en su propio pastel”, otro actor “interpreta su papel de la manera que
lo siente”, y el tercero “busca el superobjetivo de Stanislavsky” según la
terminología de escuela dramática, resulta imposible un verdadero trabajo
conjuntado. Desde hace tiempo se reconoce que pocos actores pueden mejorar su
arte ni no forman parte de una compañía permanente. No obstante, debemos decir
que incluso una compañía permanente está destinada a la larga a caer en un
teatro mortal si carece de objetivo, o sea de método, o sea de escuela. Y,
naturalmente, por escuela no entiendo un gimnasio donde el actor haga ejercicio
físico. Por sí sola, la flexión de músculos no desarrolla ningún arte, de la
misma manera que las escalas no hacen a un pianista ni los ejercicios digitales
mueven el pincel de un pintor; sin embargo, todo gran pianista ejercita sus
dedos durante muchas horas diarias y los pintores japoneses se esfuerzan a lo
largo de toda su vida en trazar un círculo perfecto. El arte interpretativo es
en ciertos aspectos el más exacto de todos, y el actor se queda a medio camino
si no se somete a un aprendizaje constante.
¿Quién es, pues, el
culpable de un teatro mortal? A los críticos les silban los oídos de tanto como
se ha hablado, en público y en privado, de su labor; se ha pretendido hacernos
creer que ellos son los responsables de que se produzca esa clase de teatro.
Durante años hemos echado pestes de los críticos, como si se tratase siempre de
los mismos hombres volando en reactor de París a Nueva York, yendo de
exposición de arte a sala de concierto o de teatro y cometiendo siempre los
mismos monumentales errores. Como si a todos se los pudiera comparar con Tomás
Becket, el alegre y mujeriego amigo del rey que, al ser nombrado cardenal,
adoptó idéntica actitud de censura que la de sus antecesores. Los críticos van
y vienen; sin embargo, a juicio de los criticados siempre son los mismos.
Nuestro sistema, la prensa, las exigencias del lector, el artículo dictado por
teléfono, los problemas de espacio, la cantidad de basura que se exhibe en
nuestros escenarios, el destructor efecto que deriva de un trabajo repetido
durante largo tiempo, todo conspira para impedir que el crítico ejerza su
función vital. El hombre de la calle que va al teatro está en lo cierto al
decir que acude por su propio placer. Cuando el crítico asiste a un estreno,
puede decir que sirve al hombre de la calle, pero no es exacto. El crítico no
suministra consejos o advertencias en secreto, su papel es mucho más importante,
en realidad es esencial, ya que un arte sin críticos se vería constantemente
amenazado por peligros mayores.
Por ejemplo, el crítico
sirve siempre al teatro cuando acosa a la incompetencia. Si se pasa la mayor
parte de su tiempo refunfuñando, casi siempre tiene razón. Ha de aceptarse la
tremenda dificultad de hacer teatro, que es, o sería, si se hiciera
auténticamente, el medio de expresión más difícil de todos. El teatro no admite
piedad, no hay en él lugar para el error o el desperdicio. Una novela puede
sobrevivir aunque el lector salte páginas o capítulos enteros; el público, apto
para pasar del placer al aburrimiento en un abrir y cerrar de ojos, se pierde
irrevocablemente si no se mantiene su atención. Dos horas es un tiempo corto y
una eternidad: utilizar dos horas del tiempo del público es un singular arte.
Sin embargo, este arte de tremendas exigencias viene dado por una labor
inconsistente. En un vacío mortal existen pocos sitios donde podamos aprender
en la debida forma las artes del teatro; por lo tanto, tendemos a acercarnos al
teatro ofreciendo afecto en lugar de ciencia. Y esto es lo que el infortunado
crítico ha de juzgar en las noches de estreno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario