por Juan Bonilla
El libro 'Cuentos
completos' de Levrero condensa el universo literario del escritor uruguayo con
sus mejores creaciones, entre 1970 y 2003, y otros cuentos que se creían
inconseguibles.
Quizá La novela luminosa (2005)
ensombreció acaso el resto de la obra de Mario Levrero (Montevideo,1940-2004).
Publicada un año después de su muerte, la novela -disfrazada de no novela, de
diario con el que suplir la imposibilidad de erguir una novela- agigantó a un
autor siempre esquinado, del que nos habían llegado los libros a cuentagotas, uno
de esos autores de cultos que, por paradójico que suene, se
enorgullecía de proceder de la novela popular.
Uno lo descubrió en La ciudad,
publicada en España en 1999, es decir, casi treinta años después de su edición
original. Mucho tiempo para cruzar un charco. Pero poco a poco se ha ido
imponiendo la convicción de que Levrero era un mundo, puede que, como apunta
Fabián Casas en el prólogo de la recopilación de sus Cuentos Completos (Random),
dos.
Sinceramente no tengo tan clara esa división entre
el primer Levrero, virado hacia el absurdo, la extrañeza y la fantasía, y el
Levrero más plantado en lo real y en lo autobiográfico al que debemos su obra
mayor. Lo real siempre tiene en Levrero un mecanismo que le hace rozar
lo absurdo, mientras que lo absurdo se nos presenta siempre con la eficaz
convicción de la realidad. En su primer libro de relatos, memorablemente
titulado La máquina de pensar en Gladys, hay uno en el que el
protagonista se da cuenta de que el mechero no le funciona y decide descomponerlo
para localizar la avería: al desmontarlo, las piezas que lo componían empiezan
a ocupar toda la casa y acaban echando al protagonista. El cuento está a punto
de ser solo un chiste, aunque haga pie en Kafka, como casi todas las piezas del
primer Levrero, y se salva por la potencia con que la prosa de Levrero encarna
la perplejidad de lo que se narra, aunque sea más uno de esos relatos de los
que te acuerdas por la felicidad de la ocurrencia que por su exposición.
Pasa de vez en cuando con Levrero, porque en sus
momentos más débiles corre ese riesgo de explorar una ocurrencia, pero en sus
mejores momentos, como en el relato El sótano, Levrero consigue de
manera solvente que los componentes fantásticos o irreales se disfracen
de pura realidad. Ahí, en El sótano, un cuento para niños en
apariencia, la singladura de un niño que guiado por un abuelo perdido en su
propia casa intenta adivinar qué hay en El sótano, Levrero muestra
todas sus claves: para empezar no le teme a los límites que imponga
ningún género -era consumidor hechizado de narrativa pulp-,
embarca al lector en la misma singladura en la que va el narrador, a menudo un
espectador impotente, un simple notario de la plantación de perplejidades que
es el mundo. El mundo por decirlo así, enfáticamente: en realidad muchos de los
cuentos de Levrero tienen a la casa por protagonista, y hay pocos
escritores capacitados como él para inyectarle vida a las cosas inertes.
En La máquina de pensar en Gladys -que
es en realidad un poema en prosa más que una pieza narrativa-, alguien repasa,
antes de irse a dormir, que todo está en su sitio, y realiza un inventario
doméstico. Entre los objetos que menciona está esa máquina que da título al
texto y que no precisa siquiera ser descrita para golpearnos con su rumor.
La recopilación de unos Cuentos
completos supone siempre, para un escritor, un asunto problemático:
tengo la sospecha de que casi todos los cuentistas recogen sus cuentos en
volúmenes para que alguna de sus piezas alimente alguna vez, en el futuro, una
antología hecha por otro. Levrero publicó siete libros de cuentos que puestos
una tras otras sus sesenta piezas pesan cerca de setecientas páginas. Dada la
flexibilidad del propio género, que Levrero aprovechó como aprovechaba todo lo
que pudiera servirle sin pararse en su prestigio o su procedencia, conviven
en el libro microrrelatos y novelas breves, ejercicios de calculado riesgo
retórico y tintes surrealistas que no han envejecido bien con unas cuantas
piezas ciertamente memorables, como Los carros de fuego, un cuento
en el que, otra vez, un personaje es expulsado de su casa por una invasión de
ratones y tiene que salir a buscar un gato, o Espacios Libres en
el que un hombre obtiene un perro para seguir el rastro de la mujer que ama.
Son estas, naturalmente, las que tasan la estatura
como cuentista de Levrero, que a veces también se permitía recurrir al mero
boceto de personaje (El inspector, El mendigo) con elocuente
calidad de página. En todas ellas un estilo diáfano, alérgico a cualquier asomo
de pomposidad, aligerado siempre por la capacidad humorística del autor,
presente incluso en los textos más graves. Al final de su sexto libro se
encuentran dos textos intensos, Diario de un canalla y Entrevista
imaginaria, que enlazarán este volumen con La novela luminosa.
No en vano esta, de alguna manera, sigue el mismo mecanismo que el cuento del
mechero al que me he referido: se trata del desmontaje de las piezas que forman
un objeto -una novela, una vida- y que una vez sacadas de donde estaban acaban
ocupando una extensión irreal y formidable.
Cuentos completos, que se enriquece
con unas notas finales del hijo del autor, nos procura la imagen fresca, a
ratos deliciosa, de un escritor que, como las voces más nítidas de nuestra
literatura, es un maestro peligroso: resulta muy complicado ir más
lejos en sus estrategias de donde él llegó.
(El Mundo / 21-5-2019)
(El Mundo / 21-5-2019)
No hay comentarios:
Publicar un comentario