(Cerdos y Peces / abril de 1967)
Finalizaba el año 1982 cuando abracé por última vez a Bruno Beonnelheim,
más conocido en la periferia del underground como “El último malayo”. Un joven
alemán, cantante de rock y periodista free-lance transumante que, para los
memoriosos que recuerdan su accidentado paso por nuestro país, generó junto a
otros alemanes pertenecientes a su banda llamada “Los de carne” (así en
castellano en Alemania) más un par de amigos porteños que los secundaron
musicalmente, una de las muestras más conmovedoras, espontánea y efímera (por
la irrupción de un grupo que dijo pertenecer a Coordinación Federal) para esos
años.
A través de una carta que me enviara su compañera Märit, acabo de enterarme
de su muerte a manos a una comisión policial que lo detuvo en plena
Josefstrasse a la salida de un local nocturno donde presentaba su número de
“conversaciones y baladas lunares” y que oficialmente fue descripta como
ocasionada por un disparo proveniente del interior del propio club adjudicado a
un desconocido que logró escapar.
Algunos años antes de ese diciembre de la despedida, tuve ocasión de
compartir con él una habitación en la que fuera la mítica casa de salud que
funcionó en el abandonado balneario de Dr. Belmes, unos doce quilómetros al sur
de Villa Gesel, donde un grupo de personajes significativos de lo que dio en
llamarse la nueva izquierda sobrenadante de la cultura rock, estaban internados
(por decirlo así) para recuperarse de los estragos psicofísicos que la lucha
contra el modelo sistémico había provocado en ellos. En este accionar, “el
último malayo” había jugado un papel escénico de incauto drogado que bailaba un
boogie de tres mil dólares mensuales, procesado por el movimiento de psicodelia
negra que rodeaba en ese entonces a los desposeídos que habían perdido sus
defensas sociales en su experiencia con drogas.
En unos apuntes que aun conservo de aquellos meses en la Casa de Salud del
Dr. Semasendhi han quedado registradas algunas anécdotas y visiones anticipadas
que Bruno me proyectara, caracterizadas por su oposición a mi lectura un tanto
posmodernista del estado de cosas en el imperio que él calificara de antigua ya
por ese entonces.
De ajustarse la muerte de Bruno a la descripción de los testigos, el
verdugo de turno abrió en mí una herida dichosa que no cerrará jamás. Todavía
lo recuerdo esa última vez, con sus botas radicales, su camisa de raso negro y
ese pelo corto que él llamaba “la moda fenómeno para enfermar apenas”. Lo
recuerdo, decía, como un tipo claro, austero, y sin el temor por lo intelectual
que ya por entonces preocupaba a los jóvenes. Con sus enunciados musicales que
no permitían comprenderle si uno no tenía acceso a la intimidad del método
poético que descubre los significantes a medida que el discurso corre. También
puedo dejar de imaginarle como lo describe Märit, mientras es examinado boca
abajo con los brazos estirados sobre la cabeza, convertido en terreno de
técnicas policiales. Con una perforación poco llamativa debajo de la axila, en
la tenue fetidez de la carne apenas corrompida. Y luego tapado con una lona y
etiquetado. Un cadáver que parece decir ¡esto lo hemos hecho nosotros! Un solo
disparo. Chup! Veo también lo que atrae la memoria doliente de Märit en otra
parte de su carta. Veo cuando Bruno la despierta por la mañana… Levántate dulce
amor mío ¡ya es mediodía! debemos echar todo a perder!
Según su compañera Bruno
sabía que la poli le iba a echar el guante ni bien se descuidara. Dormía cada
noche en una iglesia distinta. Algo que puede sonar aquí muy extraño pero que
para los conocedores de la realidad social en la Alemania de hoy es un detalle
claro.
Bruno se había convertido
en el último tiempo en un fantasma social que fascinaba a los jóvenes con su
recorrida infernal de recitales para la rebeldía juvenil alemana. Ese latido
desconocido en nuestro medio, que él abarcaba con sus baladas lunares y la
presión de su rock extremo. Se autodescribía como un producto de la cultura
rock y como tal luchaba en favor de las pulsiones que intentaban romper la
convención vigente. Esperaba impaciente una nueva expansión del campo de lo
posible que vela en forma de una cultura libidinal no represiva, gobernada por
el principio ordenador del placer en contra de un sistema que había suprimido
(represión mediante) el elemento lúdico no-funcional de la actividad social y
eliminado el juego como fundamental vocación humana. Porfiaba contra ese
sistema que intenta desterrar el placer como práctica existencial efectiva.
De sus labios escuché por
primera vez el término posmodernidad. Le molestaba la actualidad que se
adjudicaban sus suscriptores. Decía que para desnudar la visión posmoderna no
había que hilar muy fino. Que bastaba con observar qué cosas se inscribían con
comodidad y complacencia en la resignación posmoderna.
Su mirada de rocker se
ajustaba al lugar donde estaba parado y desde allí contestaba
independientemente del código propuesto por el modelo sistémico para su propia
descripción. Afirmaba que la lectura posmodernista era puramente descriptiva,
rara vez explicativa y sin ninguna propuesta de dinámica social que salta por
sobre los decorados anestésicos propuestos por los grupos del poder. Acusaba de
esta moda los pensadores de la nueva derecha que en su afán por desnudar a la
izquierda la estereotipaban en la vetusta figura del PC francés y que, según
sus propias palabras, “usaban el liberalismo burgués para defender un
anarquismo de juguete, frívolo y órfico”. Sospechaba de la ceguera que les
hacía confundir todas las izquierdas con el PC sovietizante de la partidocracia
gerontocrática y dogmática, desconociendo la nueva izquierda internacional
producto de la cultura rock y la variopinta y diversa franja que esta abarcaba.
Veía al posmodernismo como un movimiento confuso, que si bien describe una
situación confusa, lo hace con un discurso escaso y débil. Y tenía la sensación
de que de todo eso sólo quedarían unos cuantos fragmentos esparcidos, aislados los
unos de los otros, que llevarían una existencia fantasmagórica donde la pasión
habría desaparecido. Además no le adjudicaba a la posmodernidad un lugar fuera
de la edad moderna de la cual aquella pretendía excluirse. Acusaba a los
posmodernos de haberse vuelto antiguos, de haberse convertido en perdedores
reciclados que buscaban refugio en la moda sin más ambición que sobrevivirse a
sí mismos durante algunos años más, enamorados de su propio espíritu generador
de un arte rococó muy similar al del siglo XVIII. Un arte de chucherías basado
en seducir, vestirse bien, peinarse, ir de copas, tener video y mantener un
departamento elegante y futurista desde donde sustentar un determinismo
individual que no es más que una trampa tendida por los grupos de poder para
mutilar el estado de ánimo libertario que late en las diversas luchas del
planeta. Una celada que obliga a soñar un futuro pasatista, una arcadia feliz
de idilios bucólicos, sin tomar en cuenta que la oda a la libertad burguesa
yace ahogada en su propia baba. Por el contrario, concluía, la cultura rock
intenta proteger el estado de ánimo tratando de vencer al miedo a la opresión
sistémica, oponiendo a la sociedad ligera, cool, autogestionaria, una acción
“psi” con porno, libido y esquizo incorporada. A Bruno le era imposible dejar
de conmoverse ante la nueva miseria en las sociedades desarrolladas, ante el
racismo y el uso del patrimonio vital de las especies por parte de las
corporaciones mafiosas. Partícipe vital de esa cultura, reclamó a los pensadores
posmodernistas el abuso de teorías socioeconómicas de un neoliberalismo
salvaje. Los señalaba como generadores de una estética de la frivolidad que
intentaría aprovecharse de la decepción de los héroes-poster jubilados de la
cultura rock y de forzar hacia el individualismo el espíritu proletario
obediente a las informaciones impuestas a través de los medios de comunicación.
Se quejaba de esa descripción que si bien se extinguía, lo hacía dejando un
vacío en el corazón y la atmósfera impregnada de un cierto olor a pólvora.
A pesar de todos esos
juicios, curiosamente escuché de Bruno algo que años después leería en
Braudillard en referencia a su pasión principal. Decía que la música, tal como
la conocemos, podría desaparecer, pero no por falta de música sino por la
perfección de la materialidad, de la tecnología y de los efectos especiales.
Por eso su música probaba gritos vitricidas y cuando cantaba sus mandíbulas
hacían añicos todo lo que fuera un negocio seguro de baja emoción. (“¡’Alto! en
nombre de mi metralleta en Beirut!”, por ejemplo) hablaba de los modernosos
“héroes cocidos con aspiraciones de play boy / mosquitos simuladores que
apestan hasta el cielo / que llegan planeando a pinchar los corazones que han
perdido la memoria / Esos chorretes humeantes que dicen ser los dueños de la
bienamada modernidad / los pegajosos dulces sin celofán que abjuran del amor”.
Así también recuerdo especialmente una balada lunar que cantó una noche en la
playa –“Esto que ves, este muerto incapaz de provocar una lágrima / está
arrancando la suerte de tu corazón y agrieta tu piel y llena tus pensamientos
de sospecha / y te presenta un hombrón diminuto, ni un hombre / que para
ganarse tu confianza / está haciendo lo imposible por pintarle los ojos a la
muerte.”
Las aguas están muy
quietas. El último malayo saca sus redes del mar como quien quita telarañas de
un espejo… Gracias Bruno.
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