La historia no estudia el continuo que forman los
hechos en una línea que debe seguir para establecer la cronología y estudiar
causas y efectos o sus interrelaciones. No se ocupa sólo de narrar, de crear
otro continuo de palabras y argumentos que recreen aquellos hechos. Ya dijo Alfred
N. Whitehead que “el estudio de la historia como simple serie de hechos
sucesivos y de su causación se destruye a sí misma. Es un prejuicio y una
ilusión. Hay océanos de hechos. Buscamos el hilo que los coordine”.
No se trata de una evidencia sino de dos: habría un
océano de hechos y no una serie, pero además algo que no poseen los hechos ni
las series: lo que buscamos. Hay historiadores ajenos a estas evidencias que insisten
en perseguir la flecha del tiempo, en acelerar hasta que se igualen las
velocidades en el intento de atrapar el pasado. Yendo de eslabón en eslabón y descubriendo
cada uno de sus secretos, antecedentes y consecuentes, creen entender toda o
parte de la cadena. Algunos juegan a las nuevas cronologías, otros repiten las
ya hechas haciéndoles algún agregado que llame la atención por su actualidad,
como el de la evolución de las diferencias de género, o sustituyendo las
relaciones de producción por el aprovechamiento de la energía.
Se insiste en estudiar la historia sin oír a Whitehead,
e inevitablemente saltan las preguntas: ¿qué perjuicios acarrea insistir en el
viejo esquema?; ¿de qué otra manera puede estudiársela? ¿Acaso la historia no
discurre en el tiempo? El responderlas compete a los filósofos de la historia y
a los historiadores. Sin embargo, es posible que la observación del filósofo
inglés comprenda también el tratamiento que damos al pasado en la vida
corriente. Sobre todo, en cuanto a los hechos relacionados particularmente con
nosotros, los pequeños hechos de la historia personal. No estudiamos esos
hechos como el historiador estudia la historia, pero volvemos una y otra vez a
ellos, a veces queriendo reconstruirlos y otras buscando una causa hasta
entonces oculta que explique las dudas que nos persiguen, las distracciones, las
ingenuidades, errores y aciertos cuyos motivos no hemos conocido nunca.
Un ejemplo es el cambio en la manera de pensar después
de transcurrido el tiempo y si se es consciente de ese cambio: procedemos a
examinarlo de manera semejante a la del historiador. Si el cambio se relaciona
con la ideología política, la persona puede hacerse la pregunta ella misma, si
antes ya no se la formuló un amigo o un enemigo. Se justifica con el tiempo
transcurrido, con el largo hilo que fue atando los hechos en diferentes periodos,
mientras la conciencia, agonista de una narración con etapas y acontecimientos,
sufre y reacciona con energía. Nadie ignora que la edad es la medida de la
madurez de la persona, que la experiencia suministra el fruto de las mayores
enseñanzas y que la apreciación del mundo y de la vida cambian conforme se
transfigura la vida mental, la moral, los valores y los sentimientos. Pero hay
algo más.
El orden de cosas que examinamos se despliega en torno
a la memoria, donde solemos escrutar cuando queremos entendernos a nosotros
mismos y donde está el tiempo perdido y el tiempo recuperado. Pero allí quedan registros
vagos, apenas dibujados en una pantalla de baja definición que puede
devolvernos figuras deformadas por permisos o prohibiciones inconscientes. La
memoria es una técnica o mnemotécnica como cualquier otra, una tecnología
humana. Se juntan el tiempo y la tecnología para servir al empeño de cobrar
conciencia de cómo hemos llegado a ser lo que somos. En la conciencia, sin
embargo, está lo que pensamos directamente, las ideas, y ellas valen por lo que
son y por el proceso que las ha llevado a instalarse en nuestra cabeza de cuyas
causas históricas habitualmente nos desentendemos.
¿Qué hace el tiempo para cambiar el cuerpo, el aspecto
del rostro, de la piel, la forma de los huesos, los contenidos y la dinámica de
la vida psíquica? ¿Y qué hace la tecnología en su intento de sustituir al
tiempo? Hasta donde sabemos, el tiempo no es lo que nos cambia, y la inteligencia
capta los que nos ocurre fijándolo más en la conciencia presente que en el pozo
sin fondo de la memoria: más bien, los cambios producen la sensación de que nos
estiramos y duramos. Si Whitehead descartó el hilo del tiempo como medio de
conocer la historia, Ortega y Gasset descartó la tecnología entendida como
fruto de nuestras aspiraciones, pues son éstas las que la vuelven posible para permitirnos
una gestión más eficiente en la faz concreta de la vida.
El tiempo o la tecnología, pues, ¿es lo que nos
cambia, lo que nos reencuentra con el yo disperso que hay en cada uno,
pensamientos, emociones, ideología? No sabemos a cabalidad lo que es el tiempo
y tampoco a dónde nos puede llevar la tecnología. Pero sabemos qué somos y a
dónde queremos ir y, mejor aún, qué es lo que hacemos. Y eso es lo humano: el presente.
El hilo de la historia personal está todo aquí y ahora y no en el pasado, que
no sabemos dónde está, ni en la tecnología, a la que debemos conducir y no al revés,
como algunos desean interesadamente. Se desprende que nos enloquecemos
perdiéndonos en los laberintos de la memoria o por desconocer el rumbo que
toman los avances, las sutilezas de la ciencia, y una cultura artificial que no
sabe gobernarnos.
La perspectiva desde cada uno de los nuevos estados en
permanente cambio nos engaña con la falsa impresión de que algo pasa o
transcurre. Somos lo mismo, pero con cambios, y el cambio no consiste sólo en
desechar y reponer sino en regular la transformación de la energía, en
controlar el orden y el desorden, en conservar algunas cosas tanto como en tirar
abajo otras. No desconocemos los pasos fallidos, los errores disimulables,
porque todo está presente en cada persona junto a los aciertos y logros. El
hilo de los hechos es en verdad un ovillo en nuestras manos, la madeja donde se
envuelve todo lo que somos. Nos engaña el tiempo y la tecnología cuando se
valen de la felicidad como promesa de futuro, con el circuito integrado, el algoritmo
bioquímico, el nanorobot, invenciones maravillosas que se deben a la humanidad
toda y no a los intereses egoístas de los fabricantes e inversores.
Para la ciencia el tiempo sólo existe en el entorno de
cada punto del universo, en cada estado en que se encuentra el cosmos, y puede
apreciarse sólo en relación a los demás puntos o estados. De la misma manera, no
hay tecnología que pueda independizarse como “conciencia” artificial, autónoma
y voluble, como quieren presentarla quienes la llaman con error “inteligencia
artificial”. Su punto de referencia es la conciencia humana, sin la cual los
grandes especuladores no obtendrían sus cuantiosas ganancias. Dependen de la actividad
colectiva, del trabajo que ha costado desmadejar el hilo de los hechos, el
deseo de encontrar lo que buscamos. La realidad en la que se apoyan no es de su
propiedad; resulta sólo una desproporcionada apropiación de la energía total
que las colectividades regalan bajo el engaño de las apariencias, fascinantes pero
embaucadoras.
No escapamos de las condiciones del sistema cósmico al
que pertenecemos ni a las dificultades que nos presenta para sobrevivir en él. Tenemos
tiempo para percibirlo y artilugios para encontrar soluciones. Pero es pura
ilusión, una imagen del espejo defectuoso que somos, del torbellino de
acontecimientos físicos, químicos, psíquicos de que estamos hechos, de la
explosión atómica que llevamos dentro, del pequeño big bang por el cual cada
uno convierte un estado en otro, transformando energía o entropía en espacio y
tiempo personales. No hay engaño posible: nadie dispone de tiempo si no se
transforma, y nadie dispone de artilugios ni magia sino de técnicas inteligentes
para transformanos. Sin transformación y tecnología se nos evapora la
creatividad y el espaciotiempo, y quedamos flotando sin la gravedad que nos mantiene
pegados al suelo y vamos a vivir en el limbo, a la orilla de la nada.
Tenemos conocimiento acerca de aquello sobre lo cual
indagamos y formamos idea e ideología, pero no siempre con acierto respecto a
intereses o conveniencias universales. No sabemos de qué depende el acierto o
el error, pero de seguro no es, exactamente, del tiempo ni de la tecnología,
pues éstos no son objetos que adquirimos sino estados en que estamos. Creemos
ser minuto a minuto lo que decide el tiempo y solemos recrearnos en los
recuerdos vaporosos de la memoria. Somos fotografías tomadas sobre lo que nos
rodea y que se graban y esculpen con vigor, impresionando al yo como las obras de
arte. Estamos hechos de imágenes que disimulan la realidad trivial mediante el grotesco,
concepto que en el sentido actual es lo desagradable y horrible. Pero en su
sentido profundo el grotesco es el recurso maravilloso de Miguel Ángel en las
figuras descomunales de la Capilla Sixtina. Somos nosotros quienes acogemos esas
figuras que nos impresionan gracias a la técnica. Nos asombra la técnica y la
atención se concentra y se instala en ella, sea lo que fuere lo que pensemos
del Juicio Final. Algo parecido ocurre con las imágenes HD y con las
tecnologías virtuales. Vivimos en ellas, sea lo que fuere lo que trasmitan,
comuniquen o compartan, pues nos ofrecen una realidad exagerada, grotesca, a
veces bella y a veces horrible, con el fin de que nosotros llenemos las
zonas oscuras y tomemos por uno de los caminos que se bifurcan. Somos quienes consagramos
la maravilla, quienes elegimos qué hacer con lo que las imágenes dejan en
blanco. Elegir es parte de la tecnología.
Entretanto, nos cambia la vida, el espíritu y las ideas
giran sacudidos y desfigurados por la tormenta interior y los nubarrones
externos. Y nada ni nadie nos decodifica, nos convierte en actos y conductas, nada
ni nadie nos realiza definitivamente, porque no somos sino que vamos
siendo. De manera que preguntar qué nos está pasando o en qué hemos
cambiado, por qué lo hemos hecho o, simplemente, si en verdad hemos cambiado,
parece fantasía. Y si cambiamos es porque el mundo se interpone al elegir, la
apariencia nos deslumbra o nos desilusiona. Pero quien no elige se queda en el
engaño del tiempo que siempre promete y en la ilusión de la técnica que siempre
nos cambia.
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