martes

J. D. SALINGER - LEVANTAD, CARPINTEROS, LA VIGA DEL TEJADO (4)


A las cuatro y veinte (o, para decirlo de una manera más directa, una hora y veinte minutos después de haber dejado atrás toda esperanza razonable) la novia sin casar, la cabeza gacha, con un progenitor a cada lado, fue ayudada a salir del edificio y conducida, frágilmente, por un largo tramo de escalones de piedra hasta la acera. Luego fue depositada, pasando casi de mano en mano, en el primero de los negros y esbeltos coches alquilados que esperaban, en doble fila, junto al bordillo. Fue un momento sumamente gráfico (un momento periodístico) y, como todo momento periodístico, tuvo su complemente de testigos oculares, porque los invitados a la boda (yo entre ellos) habían empezado a brotar del edificio, aunque con decoro, en bandadas alertas, por no decir de ojos desorbitados. Si algún factor hubo que aliviara siquiera un poco el espectáculo, fue el tiempo mismo. El sol de junio, con la contribución de una lámpara de muchas bujías, era tan caliente y deslumbrante que la imagen de la novia, cuando bajó casi como una inválida por los peldaños de piedra, tendió a desdibujarse cuando más importaba que fuera borrosa.

Una vez que el coche de la novia hubo salido por lo menos materialmente de la escena, la tensión en la acera, sobre todo alrededor de la entrada del baldaquino de lona, en el bordillo de la acera donde yo me había quedado, se deshizo en lo que, de haber sido el edificio de una iglesia y de ser domingo, se hubiera tomado por la confusión normal que se produce al dispersarse los fieles. Entonces, de forma muy repentina, llegó el importante mensaje, transmitido al parecer por el tío de la novia, Al, de que los invitados a la boda habían de utilizar los coches estacionados junto al bordillo, hubiera o no recepción, cambiaran o no los planes. Si la reacción a mi lado podía tomarse como criterio, el ofrecimiento fue en general recibido como una especie de beau geste. Pero no dejaré de decir que los coches fueron utilizados sólo después de que un pelotón formidable (designado como los “parientes directos” de la novia) hubo ocupado los vehículos que necesitaban para abandonar la escena. Y después de un retraso un tanto misterioso, como si hubiera un embotellamiento (durante el cual me quedé curiosamente clavado en el lugar), los “parientes directos” iniciaron su éxodo, a razón de seis o siete por coche como máximo, y de tres o cuatro como mínimo. Sospecho que el número dependía de la edad, el porte y el grosor de los muslos de los primeros ocupantes.

De pronto, por sugerencia decididamente crispada de alguien, me encontré plantado en el bordillo de la acera, justo a la salida del baldaquino de lona, ayudando a la gente a meterse en los coches.

Vale la pena pensar un poco por qué fui elegido para cumplir esa función. Por lo que sé, el hombre de mediana edad, no identificado, que me escogió para el trabajo, no tenía la menor idea de que yo era el hermano del novio. Por lo tanto, sería lógico que me eligiese por otras razones, mucho menos poéticas. Yo tenía veintitrés años y acababa de incorporarme al ejército. Me asalta la idea de que fue solamente mi edad, mi uniforme y el aura inconfundiblemente servicial de mi uniforme verde oliva lo que no dejaba duda sobre mi capacidad para hacer de portero.

No sólo tenía veintitrés años, sino que eran evidentemente veintitrés años de retrasado. Recuerdo que cargaba los coches de gentes sin la menor competencia. En cambio, aparentaba cierta fingida sinceridad, cierta fidelidad al cumplimiento del deber. En realidad, al cabo de unos minutos, vi demasiado bien que estaba satisfaciendo las necesidades de una generación predominantemente mayor, más baja, más entrada en carnes, y mi actitud de tomarla del brazo y cerrar la portezuela adquirió una potencia más falsa todavía. Empecé a comportarme como un joven gigante excepcionalmente diestro, absolutamente seductor y con tos.

Pero lo menos que puede decirse es que el calor de la tarde era opresivo y que las compensaciones de mi oficio deben de haberme parecido cada vez más insignificantes. De pronto, aunque la multitud de “parientes directos” apenas empezaba a menguar, me metí en uno de los coches recién cargados en el momento mismo en que se apartaba del bordillo de la acera. Al hacerlo, di con la cabeza contra el techo de una manera muy audible (quizá justiciera). Uno de los ocupantes del coche era nada menos que mi susurrante conocida, Helen Silsburn, que empezó a ofrecerme su moderada simpatía. Evidentemente el golpe había resonado en todo el coche. Pero a los veintitrés años yo era esa clase de muchacho que responde a todo daño en público de su persona, salvo en caso de fractura de cráneo, lanzando una carcajada que suena a hueca, de subnormal.

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