FRAGMENTOS DESDE UN ESCRITORIO
II (1)
“¡Caiga la confusión sobre los griegos!”, exclamé mientras me levantaba
iracundo de la silla y arrojaba mi viejo diccionario al otro lado de la
habitación, cogí el sombrero y el bastón, me eché el abrigo por encima y salí
al aire puro del cielo. La frescura tonificante de una noche de abril calmó mis
sienes doloridas, y lentamente me encaminé hacia el río. Tras pasear junto a la
orilla cerca de media hora, me tumbé sobre la hierba mullida y no tardé en
perderme en ensoñaciones y en hundirme en mis sentimientos.
No llevaba allí cinco minutos, cuando una figura totalmente embozada en los
amplios pliegues de un abrigo se deslizó junto a mí, dejó caer algo
apresuradamente a mis pies y desapareció tras la esquina de una casa cercana,
antes de que pudiera recobrarme del asombro que me produjo un suceso tan
singular. “¡Por cierto -grité al ponerme en pie-, he aquí una chispa de lo
maravilloso”, me agaché, recogí un pequeño, elegante y rosado billete amoroso
con olor a lavanda, rompí apresuradamente el sello (un corazón atravesado por
una flecha) y leí a la luz de la luna lo siguiente:
Gentil caballero:
Si mi imaginación os ha pintado con colores genuinos, al
recibir esto, seguiréis sin falta a quien os lo ha entregado, allí donde quiera
llevaros.
INAMORATA
“¡Diablos si lo haré! -exclamé yo-, ¡pero calma!” Y volví a examinar aquel
singular documento, sostuve el billete entre mis dedos y examiné la letra
delicadamente femenina que habría podido jurar que era de mujer. “Será posible
-pensé- que hayan resucitado los días del romanticismo? No. ‘¡Los días de la
caballería ya pasaron!’, dice Burke.”
Mientras rumiaba estas reflexiones, levanté la vista y vi a la misma figura
que me había entregado la dudosa misiva y que me hacía gestos de que la
siguiera. Me precipité hacia ella; pero, al acercarme, ella se apartó y huyó
ligera a lo largo del río a un paso que, entorpecido por mi abrigo y mis botas,
no podía seguir, y que me llenó de diversas aprensiones a propósito de la
naturaleza de un ser capaz de moverse con tan sorprendente celeridad. Por fin,
completamente sin aliento, reduje el paso y lo propio hizo, al notarlo, mi
misteriosa fugitiva, como si quisiera mantenerse a la vista, aunque a demasiada
distancia para que pudiera hablarle.
Tras recuperarme de mi fatiga y recobrar el aliento, me desabroché el
abrigo y, resuelto en mi interior a llegar hasta el fondo del misterio, me lo
quité de los hombros, lo arrojé al suelo y reemprendí la persecución de la
inalcanzable extraña. En cuanto di a entender por la extravagancia de mis
acciones que pretendía darle alcance, ella, con una risa ligeramente
despreciativa, comenzó a andar a un paso tal que, pese a mis esfuerzos para
perseguirla, no tardó en dejarme atrás, desconcertado y alicaído, y maldiciendo
para mis adentros al fuego fatuo que danzaba tan provocadoramente ante mí.
Por fin, como hace todo el mundo, extraje sabiduría de la experiencia, y
pensé que la mejor estrategia era seguir en silencio los pasos de mi excéntrica
guía y esperar tranquilamente el desenlace de tan extraordinaria aventura. Tan
pronto como reduje el ritmo y di muestras de haber renunciado a mi sumario modo
de actuar, la extraña, acompasando sus movimientos a los míos, siguió a un paso
que dejaba entre nosotros una prudente distancia, aunque de vez en cuando
echaba una mirada atrás como un general fatigado, por si volvía a verme tentado
de poner a prueba la agilidad de sus miembros.
Tras proseguir nuestro camino de aquel modo monótono durante un tiempo,
observé que mi guía descuidaba en cierto modo sus precauciones, pues en los
últimos diez o quince minutos no hizo su acostumbrada comprobación por encima
del hombro, así que reuní ánimos, que según puedo asegurare al amable lector habían
caído considerablemente por debajo de cero tras el poco éxito de mis previos
esfuerzos, y de nuevo me apresuré como loco a toda velocidad, y tras avanzar
inadvertido diez o doce varas, comencé a acariciar la idea de que esta vez
lograría mi propósito; en ese momento, como recordando de pronto su omisión, se
dio la vuelta y al verme correr hacia ella como un caballo desbocado, soltó un
grito casi inaudible de sorpresa y una vez más huyó como ayudada por unas alas
invisibles.
Este último fracaso fue demasiado para mí. Me detuve y golpeé el suelo con
una rabia incontenible, di rienda suelta a mi disgusto con una salva de
maldiciones que, bien mirada, tal vez contuviera una o dos expresiones propias
de los alegres días de la caballería andante. Pero, si alguna vez fueron
disculpables los juramentos, las circunstancias del caso servían de atenuante
para el crimen. ¡Cómo! ¿Ser derrotado por una mujer? ¡Dios la confunda! ¡No
podía ser peor! ¿Qué me adelantase, engañase y venciera una mera costilla de la
tierra? ¡Era insoportable! Pensé que no sobreviviría a la inexpresable
mortificación de aquel momento; y, en el cenit de mi desesperación, pensé en
poner un romántico fin a mi existencia en el mismo lugar que había sido testigo
de mi vergüenza.
Pero cuando se extinguieron los primeros transportes de mi ira, y reparé en
que las aguas del río, en lugar de ofrecer una calma imperturbable, como deberían
hacer en una ocasión semejante, bajaban turbias y revueltas; y al recordar que,
aparte de ese, no tenía otro medio de realizar mi heroico propósito, salvo el
vulgar e inelegante de abrirme la cabeza contra el muro de piedra que
atravesaba la carretera, decidí sensatamente, tras considerar las
circunstancias antes mencionadas, junto con el hecho de que había dejado a
medias una partida de ajedrez que debía ganar y en la que había apostado una
gran suma, que cometer suicidio en esas condiciones sería muy poco eficaz y
probablemente tendría muchos inconvenientes. Durante el rato que tardé en
llegar a esta sabia y prudente decisión, mi espíritu tuvo tiempo de recuperar
la compostura anterior y estaba relativamente calmado y sereno; y comprendí la
locura de menospreciar a alguien en apariencia tan misterioso e inexplicable.
Decidí entonces que, ocurriera lo que ocurriese, esperaría pacientemente el
resultado del asunto; así que avancé en dirección a mi guía, que todo ese rato
se había quedado a la espera observando mis acciones; los dos nos pusimos en
marcha simultáneamente y pronto recuperamos el mismo paso que antes.
Caminamos a paso vivo y nada más dejar atrás las afueras de la ciudad mi
guía se internó en un bosquecillo vecino y aumentó el ritmo de la marcha hasta
que llegamos a un lugar cuya belleza singular y grotesca, incluso tras los
agitados sucesos de aquella tarde, no pude dejar de apreciar. Habían talado un
espacio circular de cerca de media hectárea en el mismo corazón del bosque,
aunque habían dejado dos hileras paralelas de árboles airosos que, a una
distancia de unos veinte pasos, se cruzaban perpendicularmente con otras dos
hileras semejantes y atravesaban todo el diámetro del círculo. Esas nobles
plantas lanzaban sus enormes troncos hasta una altura increíble, llevaban sus
verdosos laureles hasta lo alto elevando los miembros gigantescos y ciñéndose
unos a otros con áspero abrazo. La fantástica unión de sus robustas ramas
conformaba un arco magnífico, cuyas proporciones se henchían hacia lo alto con
una preeminencia orgullosa y ofrecía a la vista un techo abovedado que mi
imaginación perturbada creyó el dosel del banquete triunfal del dios silvano. Esta
perspectiva singular apareció ante mí en toda su belleza mientras salíamos de
los arbustos de los alrededores, y me quedé inconscientemente en la linde del
calvero para disfrutar mejor de aquella vista sin rival; al seguir con la
mirada el neblinoso perfil del bosque, reparé en la diminuta silueta de mi guía
que, de pie a la entrada del arco que he tratado de describir, me hacía
extravagantes gestos de impaciencia por mi retraso. Recordé de inmediato la
situación, lo que por un momento me puso bajo el control de aquella caprichosa
mortal, respondí a su llamada reemprendiendo la marcha en el acto, y pronto
entramos en la atlante arboleda entre cuyas sombras nos ocultamos por completo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario