martes

HERMAN MELVILLE - CUENTOS COMPLETOS (4)


FRAGMENTOS DESDE UN ESCRITORIO

II (1)

“¡Caiga la confusión sobre los griegos!”, exclamé mientras me levantaba iracundo de la silla y arrojaba mi viejo diccionario al otro lado de la habitación, cogí el sombrero y el bastón, me eché el abrigo por encima y salí al aire puro del cielo. La frescura tonificante de una noche de abril calmó mis sienes doloridas, y lentamente me encaminé hacia el río. Tras pasear junto a la orilla cerca de media hora, me tumbé sobre la hierba mullida y no tardé en perderme en ensoñaciones y en hundirme en mis sentimientos.

No llevaba allí cinco minutos, cuando una figura totalmente embozada en los amplios pliegues de un abrigo se deslizó junto a mí, dejó caer algo apresuradamente a mis pies y desapareció tras la esquina de una casa cercana, antes de que pudiera recobrarme del asombro que me produjo un suceso tan singular. “¡Por cierto -grité al ponerme en pie-, he aquí una chispa de lo maravilloso”, me agaché, recogí un pequeño, elegante y rosado billete amoroso con olor a lavanda, rompí apresuradamente el sello (un corazón atravesado por una flecha) y leí a la luz de la luna lo siguiente:

Gentil caballero:

Si mi imaginación os ha pintado con colores genuinos, al recibir esto, seguiréis sin falta a quien os lo ha entregado, allí donde quiera llevaros.

INAMORATA

“¡Diablos si lo haré! -exclamé yo-, ¡pero calma!” Y volví a examinar aquel singular documento, sostuve el billete entre mis dedos y examiné la letra delicadamente femenina que habría podido jurar que era de mujer. “Será posible -pensé- que hayan resucitado los días del romanticismo? No. ‘¡Los días de la caballería ya pasaron!’, dice Burke.”

Mientras rumiaba estas reflexiones, levanté la vista y vi a la misma figura que me había entregado la dudosa misiva y que me hacía gestos de que la siguiera. Me precipité hacia ella; pero, al acercarme, ella se apartó y huyó ligera a lo largo del río a un paso que, entorpecido por mi abrigo y mis botas, no podía seguir, y que me llenó de diversas aprensiones a propósito de la naturaleza de un ser capaz de moverse con tan sorprendente celeridad. Por fin, completamente sin aliento, reduje el paso y lo propio hizo, al notarlo, mi misteriosa fugitiva, como si quisiera mantenerse a la vista, aunque a demasiada distancia para que pudiera hablarle.

Tras recuperarme de mi fatiga y recobrar el aliento, me desabroché el abrigo y, resuelto en mi interior a llegar hasta el fondo del misterio, me lo quité de los hombros, lo arrojé al suelo y reemprendí la persecución de la inalcanzable extraña. En cuanto di a entender por la extravagancia de mis acciones que pretendía darle alcance, ella, con una risa ligeramente despreciativa, comenzó a andar a un paso tal que, pese a mis esfuerzos para perseguirla, no tardó en dejarme atrás, desconcertado y alicaído, y maldiciendo para mis adentros al fuego fatuo que danzaba tan provocadoramente ante mí.

Por fin, como hace todo el mundo, extraje sabiduría de la experiencia, y pensé que la mejor estrategia era seguir en silencio los pasos de mi excéntrica guía y esperar tranquilamente el desenlace de tan extraordinaria aventura. Tan pronto como reduje el ritmo y di muestras de haber renunciado a mi sumario modo de actuar, la extraña, acompasando sus movimientos a los míos, siguió a un paso que dejaba entre nosotros una prudente distancia, aunque de vez en cuando echaba una mirada atrás como un general fatigado, por si volvía a verme tentado de poner a prueba la agilidad de sus miembros.

Tras proseguir nuestro camino de aquel modo monótono durante un tiempo, observé que mi guía descuidaba en cierto modo sus precauciones, pues en los últimos diez o quince minutos no hizo su acostumbrada comprobación por encima del hombro, así que reuní ánimos, que según puedo asegurare al amable lector habían caído considerablemente por debajo de cero tras el poco éxito de mis previos esfuerzos, y de nuevo me apresuré como loco a toda velocidad, y tras avanzar inadvertido diez o doce varas, comencé a acariciar la idea de que esta vez lograría mi propósito; en ese momento, como recordando de pronto su omisión, se dio la vuelta y al verme correr hacia ella como un caballo desbocado, soltó un grito casi inaudible de sorpresa y una vez más huyó como ayudada por unas alas invisibles.

Este último fracaso fue demasiado para mí. Me detuve y golpeé el suelo con una rabia incontenible, di rienda suelta a mi disgusto con una salva de maldiciones que, bien mirada, tal vez contuviera una o dos expresiones propias de los alegres días de la caballería andante. Pero, si alguna vez fueron disculpables los juramentos, las circunstancias del caso servían de atenuante para el crimen. ¡Cómo! ¿Ser derrotado por una mujer? ¡Dios la confunda! ¡No podía ser peor! ¿Qué me adelantase, engañase y venciera una mera costilla de la tierra? ¡Era insoportable! Pensé que no sobreviviría a la inexpresable mortificación de aquel momento; y, en el cenit de mi desesperación, pensé en poner un romántico fin a mi existencia en el mismo lugar que había sido testigo de mi vergüenza.

Pero cuando se extinguieron los primeros transportes de mi ira, y reparé en que las aguas del río, en lugar de ofrecer una calma imperturbable, como deberían hacer en una ocasión semejante, bajaban turbias y revueltas; y al recordar que, aparte de ese, no tenía otro medio de realizar mi heroico propósito, salvo el vulgar e inelegante de abrirme la cabeza contra el muro de piedra que atravesaba la carretera, decidí sensatamente, tras considerar las circunstancias antes mencionadas, junto con el hecho de que había dejado a medias una partida de ajedrez que debía ganar y en la que había apostado una gran suma, que cometer suicidio en esas condiciones sería muy poco eficaz y probablemente tendría muchos inconvenientes. Durante el rato que tardé en llegar a esta sabia y prudente decisión, mi espíritu tuvo tiempo de recuperar la compostura anterior y estaba relativamente calmado y sereno; y comprendí la locura de menospreciar a alguien en apariencia tan misterioso e inexplicable.

Decidí entonces que, ocurriera lo que ocurriese, esperaría pacientemente el resultado del asunto; así que avancé en dirección a mi guía, que todo ese rato se había quedado a la espera observando mis acciones; los dos nos pusimos en marcha simultáneamente y pronto recuperamos el mismo paso que antes.

Caminamos a paso vivo y nada más dejar atrás las afueras de la ciudad mi guía se internó en un bosquecillo vecino y aumentó el ritmo de la marcha hasta que llegamos a un lugar cuya belleza singular y grotesca, incluso tras los agitados sucesos de aquella tarde, no pude dejar de apreciar. Habían talado un espacio circular de cerca de media hectárea en el mismo corazón del bosque, aunque habían dejado dos hileras paralelas de árboles airosos que, a una distancia de unos veinte pasos, se cruzaban perpendicularmente con otras dos hileras semejantes y atravesaban todo el diámetro del círculo. Esas nobles plantas lanzaban sus enormes troncos hasta una altura increíble, llevaban sus verdosos laureles hasta lo alto elevando los miembros gigantescos y ciñéndose unos a otros con áspero abrazo. La fantástica unión de sus robustas ramas conformaba un arco magnífico, cuyas proporciones se henchían hacia lo alto con una preeminencia orgullosa y ofrecía a la vista un techo abovedado que mi imaginación perturbada creyó el dosel del banquete triunfal del dios silvano. Esta perspectiva singular apareció ante mí en toda su belleza mientras salíamos de los arbustos de los alrededores, y me quedé inconscientemente en la linde del calvero para disfrutar mejor de aquella vista sin rival; al seguir con la mirada el neblinoso perfil del bosque, reparé en la diminuta silueta de mi guía que, de pie a la entrada del arco que he tratado de describir, me hacía extravagantes gestos de impaciencia por mi retraso. Recordé de inmediato la situación, lo que por un momento me puso bajo el control de aquella caprichosa mortal, respondí a su llamada reemprendiendo la marcha en el acto, y pronto entramos en la atlante arboleda entre cuyas sombras nos ocultamos por completo.

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