LEVANTAD, CARPINTEROS, LA VIGA DEL TEJADO
Un par de días después de recibir la carta, me dieron de alta en el
hospital, bajo la custodia, por así decirlo, de dos metros y medio de venda
adhesiva alrededor de las costillas. Entonces empezó una campaña extenuante que
duró una semana para conseguir permiso e ir a la boda. Por fin lo obtuve congraciándome
laboriosamente con el comandante de mi compañía, un hombre aficionado a la
lectura, según propia confesión, cuyo autor favorito quiso la suerte que fuese
el mío: L. Manning Vines. O bien Hinds. A pesar de ese lazo espiritual, lo más
que pude sacarle fue un permiso por tres días que, en el mejor de los casos, me
daría justo el tiempo para ir en tren a Nueva York, asistir al casamiento,
engullir la cena en alguna parte y volver desalentado a Georgia.
Recuerdo que en 1942 todos los vagones de ferrocarril tenían una
ventilación sólo teórica, abundaban en policía militar y olían a jugo de
naranja, leche y whisky de centeno. Me pasé la noche tosiendo y leyendo un
tebeo que alguien tuvo la bondad de prestarme. Cuando el tren entró en Nueva
York, a las dos y diez de la tarde de la boda, yo estaba deshecho por la tos,
bastante exhausto, sudoroso, arrugado, con una picazón infernal provocada por
la venda adhesiva. La misma Nueva York estaba indescriptiblemente calurosa. No
tenía tiempo para ir primero a mi apartamento, de modo que dejé el equipaje,
que consistía en una maletita de tela con cremallera de aspecto más bien
deprimente, en una de esas consignas individuales que hay en Penn Station. Para
que las cosas fueran todavía más irritantes, mientras vagaba por el barrio de
las tiendas tratando de encontrar un taxi vacío, un segundo teniente del Cuerpo
de Señales, sacó de pronto una estilográfica y anotó mi nombre, mi número de
matrícula y mi dirección, mientras algunos civiles miraban con interés.
Cuando por fin me metí en un taxi, estaba desinflado. Le di al conductor
instrucciones que me llevaran al menos a la vieja casa de Carl y Amy. Pero en
cuanto llegué a la manzana fue muy sencillo. Bastaba seguir a la multitud.
Había incluso un baldaquino de lona. Un momento después entré en una vieja y
enorme casa de piedra donde me recibió una mujer muy elegante, de pelo color
lavanda, que me preguntó si era amigo de la novia o del novio. Dije que del
novio.
-Ah -dijo-, estamos poniéndolos a todos juntos.
Lanzó una carcajada un poco exagerada y me señaló la última silla plegable
que aparecía vacía en una enorme habitación atestada. Con respecto a todos los
detalles materiales de la habitación tengo en la mente un blanco de trece años.
Fuera del hecho de que estaba repleta de gente y que hacía un calor sofocante,
sólo recuerdo dos cosas: que había un órgano sonando casi directamente detrás
de mí y que la mujer sentada justo a mi derecha se volvió hacia mí y me susurró
con entusiasmo, como si estuviera en un escenario:
-¡Soy Helen Silsburn!
Por la ubicación de nuestros asientos deduje que no era la madre de la
novia, pero por si acaso sonreí, asentí con espíritu gregario y estuve a punto
de decir quién era yo, pero ella se llevó un dedo decoroso a los labios y los
dos miramos hacia delante. Eran, en ese momento, más o menos las tres. Cerré
los ojos y esperé, un poco a la defensiva, que el organista dejara la música de
relleno y se zambullera en Lohengrin.
No tengo una idea muy clara de cómo pasó la siguiente hoya y cuarto, fuera
del hecho esencial de que no hubo zambullida en Lohengrin. Recuerdo una banda
un poco rala de caras desconocidas que se volvían subrepticiamente de vez en
cuando para ver quién tosía. Y recuerdo que la mujer sentada a mi derecha se
dirigió de nuevo a mí, con el mismo susurro más bien festivo:
-Debe de haber algún retraso -dijo-. ¿Conoce al juez Ranker? Tiene cara de
santo.
Y recuerdo que la música de órgano pasó peculiarmente, casi con
desesperación, en cierto momento, de Bach a composiciones de Rodger y Hart. En
conjunto, creo que me pasé el tiempo lanzándome breves advertencias médicas a
mí mismo para obligarme a contener los ataques de tos. Todo el tiempo que pasé
en la habitación tuve la idea constante, cobarde, de que iba a sufrir una
hemorragia, o por lo menos una fractura de costilla, a pesar del corsé de venda
adhesiva.
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