FRAGMENTOS DESDE UN ESCRITORIO
I (2)
Tengo en “los ojos de mi alma, Horacio”, (1) tres
(el número de las Gracias, como recordaréis) que podrían estar cada una de
ellas en la cima de sus órdenes respectivos. Si la primera se vistiera con
silvano atuendo, y portase en su mano un arco, podría considerarse con justicia
y propiedad el retrato de la misma Diana. Su porte es audaz, su estatua alta y
recta, su presencia regia y dominadora y su tez tan clara y bella como el
rostro del cielo en un día de mayo; sus ojos brillan con ese matiz indefinible
que es, sin duda, el más sorprendente que pueda adornar el rostro humano. El
bermellón de sus mejillas adopta perpetuamente ese tono saludable y lozano que
estamos acostumbrados a contemplar y que ilumina, ¡ay!, por un instante, el
rostro de la bella de ciudad cuando hace su excursión anual al campo para
disfrutar por un tiempo del refugio de la vida rústica.
Si a esas cualidades añadimos la majestad en la
apariencia y la dignidad en el porte que habríamos atribuido a la regia amante
de Antonio, junto con ese semblante heroico y griego que la imaginación le
asigna inconscientemente a la judía Rebecca, cuando se resistía a las arteras
mañas del templario (2), tendréis en mi pobre opinión el retrato de…
Al aventurarme a describir a la segunda de esta
hermosa trinidad, siento que mis poderes de delineación son inadecuados para la
tarea; aun así trataré de hacerlo, aunque como un pobre aficionado temo ofender
los encantos que intento retratar.
¡Acudid en mi ayuda, espíritus guardianes de la Belleza!
¡Guiad mi torpe mano y preservad de la mutilación los rasgos que cuidáis y
protegéis! Bebed ríos enteros de champán, mi querido M., hasta que vuestro
cerebro esté mareado por la emoción: estudiad atentamente la última parte del
Canto Primero del Childe Harold, y saquead vuestras reservas
intelectuales en busca de las más vivas visiones del País de las Hadas, y
estaréis en parte preparado para disfrutar del epicúreo banquete que me
dispongo a ofreceros.
La estatura de esta hermosa mortal (si es que en
verdad pertenece a la tierra) es perfecta, pues, aunque no se la pueda acusar
de ser baja, tampoco puede llamársela con propiedad alta. Su figura es esbelta,
casi hasta la fragilidad, pero sorprendentemente modelada en la elegancia
espiritual, y es la única forma que vi jamás que puede soportar el juicio de
una crítica rigurosa.
Cualquiera que esté dotado del más ínfimo residuo
de imaginación debe de haber convocado desde los reinos de la fantasía, un ser
más brillante y hermoso que cualquier otra cosa que hubiera contemplado antes
en alguna de sus ilusiones, cuyo atributo principal y diferenciador invariablemente
resulte ser una forma del encanto indescriptible que parece:
Navegar en luz líquida
y flotar en un mar de
bendiciones. (3)
Raras veces se nos concede el cumplimiento de
estas visiones seráficas, pero puedo decir sinceramente que cuando mis ojos se
posaron por primera vez en esta adorable criatura, me creí transportado al país
de los sueños donde yacía encarnada la más brillante concepción de la más
descabellada fantasía. Si la chispa prometeica pudiera animar la Venus de
Medici, no haría sino ofrecer un reflejo de…
Su tez tiene el tono delicado de las morenas, con
un poco del rosado matiz de las circasianas; y uno podría jurar que únicamente
los soleados cielos de España han iluminado la infancia de un ser semejante,
que tanto se parece a sus propias “hijas de mirada oscura (4).
El contorno de su cabeza junto al perfil de su
rostro están esbozados con clásica pureza, y mientras el uno es indicio de
sentimientos refinados y elegantes, el otro no es más casto y sencillo que el
espíritu que irradia cada rasgo de su cara. Su pelo es negro como ala de
cuervo, y está partido como el de una virgen sobre la frente, donde se asienta,
circundada por sus hermanas, el verdadero genio de la belleza poética, la
esperanza y el amor.
¡Y qué decir de sus ojos! ¡Abren hacia ti sus
órbitas negras y profundas como el sol de mediodía en el cielo, y abrasan tu
alma con los fuegos del día! ¡Igual que la chispa divina del Dios propicio
incendiaba en un instante las ofrendas colocadas sobre el altar sacrificial de
los hebreos, basta con una simple mirada de esos ojos orientales para incendiar
tu alma y provocar un estallido en tu interior! ¡Qué extraños son los dardos de
Cupido! ¡Como los mandobles de la espada de Minotti (5), un simple vistazo a su
alrededor en un atestado salón de baile dejaría a su alrededor pilas de
corazones amontonados en semicírculos! Pero el sexo más rudo se merece que este
ser glorioso usurpe su orgulloso dominio, y otorgue a la expresión de su mirada
una ternura capaz de derretir al corazón más frío y sanar las heridas antes
infligidas.
Si al musulmán devoto y ejemplar que, al morir en
la fe de su Profeta, anticipa yacer en lechos de rosas embriagado por toda la
eternidad, le esperan huríes como esta, arrastradme amables vientos más allá de
este triste mundo y
¡Envolvedme en dulces aire
lidios! (6)
Pero me estoy dejando arrastrar por un no sé qué de extravagancias, así que
os daré brevemente un retrato de la última de estas tres divinidades, y pondré
fin a mis fatigosas lucubraciones.
Esta última es una belleza liliputiense; de estatura diminuta, pelo rubio y
pies para los que sería demasiado grande la zapatilla de Cenicienta; un rostro
dulce e interesante y modales eminentemente refinados y atractivos. El aspecto
de la fisonomía es singularmente suave y amable, y toda su persona rebosa cada
una de las gracias femeninas. Sus ojos
Derraman la dulzura de sus rayos azules; (7)
y a ella, por encima de todas las de su sexo, pueden aplicársele los versos
de nuestro gentil Coleridge:
Doncella de mi Amor, dulce “____”!
a la luz de la belleza te deslizas:
tus ojos son como la estrella de la víspera,
y dulce tu voz como canción de serafines.
Pero no es tu celestial belleza lo que infunde
una pasión suave y brillante en este corazón,
sino la voz que tu alma habita
y te prohíbe oír hablar de mi aflicción.
Cuando el sufriente se hunde y desfallece
no ve tendida la salvadora mano,
hermosa como del regazo del cisne
que se eleva graciosa sobre las olas,
he visto tu pecho conmovido de piedad,
y por esto te amo dulce “____” (8)
Aquí, mi querido M, termina mi catálogo de las Gracias, este capítulo
dedicado a las Bellezas, y debo implorar vuestro perdón por haber abusado tan
largo tiempo de vuestra paciencia. En caso de que a vos mismo, puesto que no es
del todo imposible que la llama amatoria se haya extinguido de vuestros pechos,
no es interesen estos tres “falsos presentimientos”, no dejéis de hacérselos
llegar a… y de pedirle su opinión en cuanto a sus respectivos méritos.
Ofrecedle mi agradecimiento al alcalde por haber atendido tan rápido mi
petición y aceptad vos mismo el testimonio de mi nada mermado aprecio y mi esperanza
de que el cielo continúe sonriéndoos e iluminando vuestro camino.
Siempre vuestro,
L.A.V.
Notas
(1) Hamlet, acto I, escena ii.
(2) Personaje de Ivanhoe, la famosa novela del escritor escocés
Walter Scott (1771-1832)
(3) Los versos proceden de la obra The Mourning Bride del dramaturgo
inglés William Congreve (1670-1729).
(4) La frase pertenece al Canto I del poema antes citado: El pegerinaje
de Childe Harold, del poeta inglés Lord Byron (1788-1824).
(5) Nueva referencia byroniana; en esta ocasión el poema El sitio de
Corintio.
(6) La cita proviene del poema L’Allegro del poeta inglés John
Milton (1608-1674).
(7) El verso procede el poema The Pleasures of Imaginations del
poeta y médico inglés Mark Akenside (1721-1770).
(8) Se trata del conocido poema Genevieve.
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