PRIMERA ENTREGA
Hace unos veinte años, una noche en que nuestra enorme familia estaba
sitiada por las paperas, mi hermana menor, Franny, fue trasladada con cuna y
todo a la habitación evidentemente libre de microbios que yo compartía con mi
hermano mayor, Seymour. Yo tenía quince años, Seymour diecisiete. A eso de las
dos de la mañana, la nueva compañera de cuarto me despertó con su llanto. Me
quedé quieto, en posición neutral durante unos minutos, escuchando el berrinche
hasta que oí o sentí que Seymour se movía en la cama próxima a la mía. En
aquellos tiempos teníamos una linterna sobre la mesita de noche entre los dos,
para casos imprevistos que, por lo que recuerdo, nunca se presentaban. Seymour
la encendió y salió de la cama.
-Mamá dijo que el biberón está sobre el hornillo -le expliqué.
-Ya se lo di hace un rato -dijo Seymour-. No tiene hambre.
Avanzó en la oscuridad hasta los anaqueles y proyectó la luz balanceándola
hacia atrás y hacia delante de los estantes. Me senté en la cama.
-¿Qué vas a hacer? -pregunté.
-Creo que voy a leerle algo -contestó Seymour, y tomó un libro.
-Pero, por favor, si tiene diez meses -dije.
-Ya lo sé -respondió Seymour-. Tiene orejas. Oyen.
La historia que Seymour le leyó a Franny aquella noche, a la luz de la
linterna, era una de sus favoritas, un cuento taoísta. Franny jura hasta hoy
que se acuerda de Seymour leyéndoselo:
El duque Mu de Chin dijo a Po Lo:
“Ya estás cargado de años. ¿Hay algún miembro de tu familia a quien pueda
encomendarle que me busque caballos en tu lugar?”. Po Lo respondió: “Un buen
caballo puede ser elegido por su estructura general y su apariencia. Pero el
mejor caballo, el que no levanta polvo ni deja huellas, es algo evanescente y
fugaz, esquivo como el aire sutil. El talento de mis hijos es de nivel inferior;
cuando ven caballos pueden señalar a uno bueno pero no al mejor. No obstante
tengo un amigo, un tal Chiu-fang Kao, vendedor de vegetales y combustible, que
en cosas de caballos no es en modo alguno inferior a mí. Te ruego que vayas a
verlo”.
El duque Mu así lo hizo y después
lo envió en busca de un corcel. Tres meses más tarde volvió con la noticia de
que había encontrado uno. “Ahora está en Dach’iu”, añadió. “¿Qué clase caballo
es?”, preguntó el duque. “Oh, es una yegua baya”, fue la respuesta. ¡Pero
alguien fue a buscarlo, y el animal resultó ser un semental negro! Muy
disgustado, el duque mandó a buscar a Po Lo. “Ese amigo tuyo -dijo- a quien le
encargué que me buscara un caballo ha hecho un buen lío. ¡Ni siquiera sabe
distinguir el color o el sexo de un animal! ¿Qué diablos puede saber de
caballos?” Po Lo lanzó un profundo suspiro de satisfacción. “¿Ha llegado
realmente tan lejos? -exclamó-. Ah, entonces vale diez mil veces más que
nosotros. Lo que Kao tiene en cuenta es el mecanismo espiritual. Se asegura de
lo esencial y olvida los detalles triviales; atento a las cualidades
interiores, pierde de vista las exteriores. Ve lo que quiere ver y no lo que no
quiere ver. Mira las cosas que debe mirar y descuida las que no es necesario
mirar. Kao es un juez tan perspicaz en materia de caballos, que puede juzgar de
algo más que de caballos.”
Cuando el caballo llegó, resultó
ser un animal superior.
He reproducido el cuento, no sólo porque invariablemente me aparto de mi
camino para recomendar una buena prosa pacificadora a los padres o hermanos
mayores de los niños de diez meses, sino por una razón totalmente distinta. Lo
que sigue a continuación es el relato de un día de boda de 1942. Es, a mi
juicio, un relato completo, con un principio y un fin, y personajes, todos
propios. Pero como conozco los hechos, creo que debo mencionar que el novio
ahora, en 1955, hace ya mucho que ha muerto. Se suicidó en 1948, mientras
pasaba las vacaciones en Florida con su mujer… Pero lo que en realidad quiero
decir es esto: desde que el novio se retiró definitivamente de la escena, no he
conocido a nadie a quien pueda encomendarle que salga a buscar un caballo en su
lugar.
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