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EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (27)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018

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Se despidió de Diogo en el centro de la plaza y rodeó la fuente desactivada mientras lo saludaba desde lejos levantando la mano, junto a los querubines de mármol amarillento y los delfines que nadaban su silencio lechoso en un mar de tiempo ciego. Caminaba pesadamente porque por primera vez en meses estaba satisfecho y no sentía ni el asco ni las ganas de vomitar que lo obligaban a odiarse por haberse llevado cualquier cosa a la boca. Cuántas veces había soñado con aquella comida en la ciudad, platos que parecían condensados en algún tipo de memoria bucal con la idea de distraerse y concentrarse para poder hacer más soportable la comida que tenía a disposición. Y sin embargo, sentado en el restaurante frente a Diogo, su cuerpo siguió imponiéndose como un reloj y nada pareció haber cambiado cuando se inclinó sobre el plato y preguntó:

-Perdoná, ¿qué horas son?

-Las dos y diez.

-Preciso ir al baño, ya vuelvo.

Se levantó, cruzó el corredor y empujó la puerta con el hombro. Al cerrarla sacó las cápsulas y las sostuvo en la palma de la mano, observando con atención el nombre impreso del medicamento. No son de plástico común, se dijo, porque fueron hechas para ser disueltas por los jugos gástricos. Una pequeña maravilla de la tecnología aunque no sirvan para nada. Entonces hizo girar el brazo y las dejó caer, como lo venía haciendo tres veces al día durante el último mes y medio. Quedaron allá abajo, sin haber hecho ruido al entrar al agua, reposando sobre el fondo de cerámica hasta que él accionó la cisterna y desaparecieron tragadas por el torbellino para ir a juntarse con la porquería de algún caño invisible. Después miró las marcas de la pared. Bajo la débil capa del nuevo encalado los nombres insistían en imponerse y prevalecer, y reconoció el suyo junto a unos versos obscenos y unos dibujos pornográficos que en su momento grafiteó laboriosamente. Ahora ya no podía reconocerse en aquel muchacho excitado y carcajeante que pretendía exponer lo que todavía no terminaba de entender completamente. “Como si algo, alguna cosa” pensó, “pudiera terminarse de entender completamente”.

Cruzó la plaza y siguió caminando por una calle de árboles altos que llevaba hasta el río. El sol le caía con fuerza en la cabeza mientras subía observando la oscilación de su propia sombra sobre el asfalto. Y de repente vio al viejo que esperaba para cruzar la calle, apoyado en un bastón. Ángel aminoró la marcha y lo observó dejar pasar un auto e intentar apoyar un pie en el asfalto. Cuando logró estabilizarse pasó otro auto que frenó un momento antes de doblar en la esquina y el viejo se decidió a cruzar, vigilando con el rabo del ojo y manteniendo el bastón en alto como si fuera una espada, cargando la sombra lenta que oscilaba detrás de los pies arrastrados y las rodillas apenas dobladas, avanzando sin apuro pero también sin vacilaciones y alerta al equilibrio del cuerpo que dudaba pero seguía adelante, la cabeza rala y brillando y el gesto de la mandíbula saliente que parecía arrastrar todos sus otros huesos, hasta que llegó al otro lado, levantó una pierna y empujó el resto del esqueleto sobre la vereda. Entonces se detuvo casi erguido y un reflejo de victoria le atravesó los ojos como si se sintiera observado, antes de comenzar a caminar nuevamente y desaparecer detrás de la esquina. Y ahora Ángel comprendió que también odiaba a los más viejos, por haber llegado a dolores y miserias que él no conocería.

Después pensó en su padre. Esa mañana habían bajado caminando hasta la plaza y él le miraba de reojo el bigote gris mientras olía los perfumes del cigarro y la loción de la cara recién afeitada, sabiéndolo lejano o separado de una manera que no podía entender. O acaso siempre lo estuvieron y él nunca se dio cuenta. Recién ahora parecía recordar que un año y medio atrás en la estación hubo algo de despedida definitiva en la última mirada de su padre. Y después vinieron las vacaciones de julio, el viaje de fin de año, las cartas, una llamada telefónica de vez en cuando. Y ahora esta gran distancia. “Cómo decirle que todo lo que me sostuvo hasta este momento ya no tiene significado para mí. Ni los estudios ni la agricultura ni la prosperidad del futuro. Yo no me haría entender o él no me entendería y nada serviría para nada porque estás solo y esto es lo que te tocó y es tuyo, sólo tuyo y de nadie más, y nadie puede ayudarte ni hacer nada”.

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