1ª edición / Caracol
al Galope 1999
1ª edición WEB /
elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
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(2)
El dueño de la cantina,
Héctor, era nuevo en la ciudad. Se lo presenté y nos sentamos en una mesa
contra la pared. Abrí el menú, aunque me lo sabía de memoria.
-¿Son los mismos platos
de antes?
-Los mismos, caballero
-dijo Héctor, el paño cubriéndole el brazo como si fuera un mozo de verdad.
-Cambió la firma -dije-
pero las recetas son iguales. Por ejemplo, este bife a la parmesana con puré es
el mismo que comimos siempre.
-No como carne, ya te dije.
Mejor pido el plato preferido de los viejos tiempos-
-Lasagna a la Romanesca
-y sonreímos.
-Pan italiano, manteca y
aceitunas -dijimos juntos, riéndonos.
Cuando nos quedamos solos
Ángel me preguntó qué había pasado con el dueño anterior de la cantina.
-¿Benítez? No se sabe muy
bien -dije. -Se le murió la mujer y se fue a otra ciudad. Me contaron que
estuvo por pegarse un tiro, porque todo lo que había en este pueblo le hacía
acordar a la mujer y no podía soportarlo. Hasta que un día vendió todo y desapareció.
-Se sintió abandonado. Él
aquí y la mujer dos metros bajo tierra.
-Bueno, ¿qué es lo que se
pretende? ¿Qué la mujer se muera y él se muera con ella?
-Sí, creo que tenés
razón. ¿Qué es lo que se pretende? -se sacó los lentes de sol y los dejó al
lado del plato. -Sobre lo que comentaste en la plaza: es verdad, estuve enfermo.
Una gripe terrible, cuando llegó el frío a fines de abril. No se lo dije a
nadie para no preocuparlos. Quería aprovechar estas vacaciones, justamente,
para recuperarme del todo.
-Entonces era eso. ¿Y ya
está totalmente curada?
-Totalmente.
No paramos de conversar
hasta que terminamos dos tandas de pan italiano y cuatro porciones de manteca.
Recordamos episodios antiguos, nos reímos, nos preguntamos dónde estarían los
viejos personajes de los que no sabíamos nada hacía mucho tiempo.
-Y el viejo Agustín -me
preguntó.
-Hace mucho que no lo
veo. Debe seguir vendiendo piezas de autos viejos, qué sé yo.
Y podía estar un poco más
flaco o más pálido, como se quisiera, pero en aquel momento fue el Ángel de
siempre y uno podía creer que el tiempo no había pasado. Aunque aquella misma
semana conoceríamos otro Ángel que nos demostraría con pruebas suficientes y
convicción absoluta por qué había regresado. O para qué.
Cuando llegó el plato
principal ya estábamos con la barriga llena y no alcanzamos ni a terminarlo. Él
comió la misma cantidad que yo, sin apuro, masticando bien y tomando de vez en
cuando un trago del vino tinto que estábamos compartiendo pero que
prácticamente me liquidé yo solo. Al final nos miramos satisfechos y saciados,
y yo ya estaba riéndome de bobadas y pensando en lo bueno que sería poder irme
a dormir una buena siesta.
-¿Qué vas a hacer ahora?
-Tengo que volver al
escritorio y quedarme como hasta las seis o las seis y media, cuando Barrios
vuelve de distribuir la mercadería. ¿Vos qué vas a hacer?
-No sé -abrió los brazos
bostezando. -A lo mejor me doy una vuelta por el parque.
La luminosidad de la
plaza oscilaba a través del polvo de la cantina. Tomamos nuestro ya célebre
café con crema, cada cual se sirvió dos o tres cucharadas y después cumplimos
con el ritual de pelearnos en broma por el resto de la crema. En determinado
momento Ángel me preguntó la hora y me dijo que precisaba ir al baño. Yo
entrecerré los ojos y apoyé la cabeza en la pared. Terminé de despabilarme
pensando que estaba durmiéndome sentado igual que don Alfredo, don Antonio y
los demás viejos. Ángel volvió del baño y no aceptó que yo pagara todo: yo subí
la cabeza y contemplé la entrecruzada geometría de la vegetación encima
nuestro, los nudos negros y apretados que se deslizaban de poste en poste hacia
los altoparlantes que nos observaban con sus reflejos metálicos.
-Y aquí estamos otra vez
-comenté. -Es como si el tiempo no hubiera pasado.
-Pasó, Diogo. Pasó.
Aunque no nos guste reconocerlo.
-Pero por lo menos somos
los mismos. ¿O no?
-No sé. Cada uno tiene
que dar su respuesta. Y las respuestas no van a ser iguales, con toda
seguridad.
Lo miré y por primera vez
le descubrí una enorme vena saltada al lado de la frente. Y en las manos se le
destacaban, blancas y bien gordas, las que se abrían en abanico sobre los dedos
que sujetaban los lentes. Entonces me acordé de lo que me habían dicho don
Víctor y Miriam y sentí que podía ser verdad, que algo terrible estaba pasando
con Ángel y que tal vez ni él mismo lo supiera todavía.
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