(Una historia de amor, pasión y muerte, nacida en tiempos de la Patria Vieja)
Expectantes por lo
que vendrá, durante los minutos que siguen a la dramática conferencia todos
miran al río. Lo miran Soler, Benavidez, Escalada y Fernández y las tropas que
dirigen. Lo miran desde los lugares que eligieron como protección los
integrantes del Cabildo, los comerciantes, los chacareros, los gauchos y los
indios. Desde la distancia, sobre las lomas que rodean al pueblo, lo miran las
mujeres, los viejos y los niños. Muy pronto nada será igual. Muy pronto años de
incontables esfuerzos, habrán sido convertidos en restos. Por eso miran y
rezan. Miran y rezan en este segundo antes de la locura mayor, no les queda
otra alternativa, lo que pudieron prever ya lo previeron, lo que pudieron
resguardar ya lo resguardaron, lo que pudieron salvar ya lo salvaron, lo que
pudieron proteger ya lo protegieron. Esperan el milagro redentor mientras rezan
a la Virgen del Rosario, a la que todos confiesan deberle favores, piden por la
vida de sus seres más queridos: “¡Oh Virgen del Rosario/ Reina de nuestros corazones/
guíanos, guárdanos, defiéndenos, protégenos/ en ti confiamos…! ”El balbuceo
crece, semeja al susurro de una colmena, aunque la Villa parece vacía. Repentinamente
ha pasado a ser un poblado fantasma, como si lo hubiera alcanzado alguna fiebre
funesta, los que no partieron, esperan escondidos, solamente algún perro sin
amo recorre las calles polvorientas. La lúgubre expectativa acaba cuando desde
el Bergantín Cisne la artillería inicia sus andanadas.
-¡Tomamos algunas
balas! ¡El calibre de la artillería es de a dieciocho! -grita Jacinto Gallardo
a Soler entre los estruendos.
Casi enseguida
comienzan a disparar desde el falucho y uno de los lanchones. No solamente
dirigen su fuego a las partidas escondidas a lo largo de la costa, también lo
hacen contra el pueblo, con altos costos para la población. En Soriano parece
el fin de los tiempos, los disparos derrumban paredes, taladran árboles,
penetran residencias, destrozan follajes. Partes de la Iglesia comienzan a
desmoronarse, lo mismo que innumerables ranchos y galpones. Las cenizas y el
humo inundan los pulmones de los resistentes y los hace toser sin límite. Muchas
viviendas se convierten en imponentes piras. Las llamas encienden pajonales, aterran
vacas y caballos, arrasan limoneros y naranjos, espantan a las alimañas. El
alud de fuego y metal cae desde las diez menos cuarto de la mañana hasta las
doce y tres cuartos, solamente un hombre recorre las calles del vecindario sin
protegerse. Es Máximo. Un enajenado que dice ser un peregrino destinado a
salvar a la humanidad. En su cabeza los buques son monstruos mitológicos
enviados desde el averno. Las bocas de los cañones le hacen recordar a la cuarta bestia de la que hablan los
testamentos. Las enfrenta clamando los versos apocalípticos: “Y los siete
ángeles que tenían las siete trompetas se dispusieron a tocarlas / El
primer ángel tocó la trompeta, y hubo granizo y fuego mezclados con sangre, que
fueron lanzados sobre la tierra; y la tercera parte de los árboles se quemó, y se
quemó toda la hierba verde…” El fuego es tan denso que Venancio
Benavidez debe salir con su partida, ya que desde el Bergantín Cisne
sistemáticamente le lanzan ataques de metralla y bala rasa; con el apoyo de
Soler también Ramón Fernández sale del pueblo. Sus soldados llevan consigo la inactiva
pieza de artillería, pero una ráfaga de metralla alcanza a Cecilio Guzmán que
está entre los artilleros y a Máximo que está cerca. Ambos caen. El demonio de
la guerra todo lo equipara, no distingue entre el viejo y el niño, entre el
armado y el desarmado, entre el hombre sano y el hombre enfermo, cuando está en
trance de matar.
***
Por orden de Soler
las tropas de Benavidez y Fernández buscan refugio en un bajo. Desde aquel
lugar salen partidas de observación a espiar al enemigo. Soler es privilegiado
testigo del ensañamiento de los españoles en contra de la población civil y de
sus bienes, tendría que ser de hielo para no conmocionarse ante las expresiones
de dolor que en torno suyo se suceden. Entonces redacta un oficio dirigido a
Michelena:
-Me es muy extraño
el procedimiento de Vuestra Señoría, siendo un jefe militar y que por sola esta
razón debe saber cómo se hace la guerra. Los infelices vecinos a quienes
Vuestra Señoría está batiendo en sus casas, no son los que sostendrán un ataque;
si Vuestra Señoría se resuelve admitir el desafío a que le emplazo, saliendo de
las baterías de sus buques, tengo tropas del Ejército, e intrépidos patriotas,
a los que debe Vuestra Señoría batir y no a los ranchos del pueblo.
Dionisio Gamboa,
su ayudante, entrega el documento a un comisionado español, quien a su vez se
lo alcanza a Michelena. Luego de un tiempo prudencial el peninsular retorna a
la costa con la respuesta. El silencio rodea a las dos delegaciones, el humo y
el olor a pólvora sofocan los aromas silvestres y un poco por eso, otro tanto
por la intensidad del encuentro, los caballos que acompañan a Gamboa están
frenéticos. Ni bien recibe la respuesta española, la lee con detenimiento, no
esperaba otra cosa, conoce de sobra el odio colonial. A los que conquistan con
sangre, solamente la sangre los puede detener.
-En su
contestación debo decirle que a todo aquel que no se sujete a las leyes del
legítimo gobierno, debo mirarlo como traidor y sublevado del fiel vasallaje de
nuestro amado Soberano Fernando VII…
Lee el documento flemáticamente,
mientras el español retorna a su lanchón. Los caballos relinchan, como si
adivinaran traiciones y malas intenciones. La delegación aún no partió de
aquella “tierra de nadie” cuando desde la barcaza a la que se sube, el propio
enviado español, da la orden de despedirse con un cañón de metralla. Es un acto
inmoral, cobarde, indecente, pero que en nada se diferencia de los que a lo
largo de la mañana han venido ocurriendo. La metralla barre la costa, rebota en
el pasto, quiebra troncos, uno de los caballos muere en el acto y el otro cae
gravemente herido, con las patas quebradas por el plomo. Envuelto por una
invisible embestida, procura arrancar lo que lo hiere y por eso salta y
relincha y contorsiona, para luego quedar tendido, con los ojos vidriosos y el
hocico abatido contra el verde herbaje del
fondeadero.
***
La repentina
andanada reinicia el bombardeo. La pesadilla para los pobladores y sus
defensores continúa hasta que a eso de las tres de la tarde más de un centenar
de soldados, armados con dos piezas volantes de artillería, bajan a la costa
para atacar a la Villa. La asaltan por tres puntos diferentes para evadir
cualquier conato de resistencia. No solamente peligran los bienes de los
vecinos, aquellos hombres están dispuestos a cualquier cosa y ya no valen los arrepentimientos, porque como
les expuso Elío, los que desobedecen, deben perecer. Avanzan sobre el poblado
eufóricos, convencidos de que ocuparlo les será fácil después de seis horas de
ininterrumpido bombardeo. Ingresan a la Villa por calles cubiertas de balas y
de orificios, entre edificaciones humeantes, listos para saquear y exterminar
en nombre de la Corona. Pero topan en el centro del poblado con dos compañías
de sesenta hombres que están bajo el mando de Francisco Bicudo, quien cuenta
con el apoyo de Bartolo Quinteros y sus subalternos que en caso de precisarse
serán respaldados por Miguel Soler y su gente; por la derecha los espera otra
división de cuarenta soldados, que son dirigidos por Ignacio Barrios, quien
está auxiliado por Venancio Benavidez y su comitiva; por la izquierda los reciben
cincuenta combatientes encabezados por Eusebio Silva, que de ser necesario
serán socorridos por Ramón Fernández y su escolta. Más que las precarias armas
que manejan, a los peninsulares los paraliza la firmeza del enemigo, entre
aquellos hombres están las víctimas del poder colonial, están los perjudicados
por sus políticas, los campesinos sin tierra, los gauchos sin destino, los
pardos y negros para los que la insurrección es la única alternativa de emancipación.
Porque más enseña un hecho concreto que miles de proclamas, durante aquel severo
día han aprendido con sangre lo que realmente está en juego, comienza a
esbozarse ante ellos el porqué y el para qué de la revolución. Les está
quedando claro que unidos todo lo pueden y que de lo que se trata es de acabar
con una dominación oprobiosa, para poder vivir con justicia y decoro. Se
sienten fuertes por ello. Y están dispuestos a morir, por la justa causa, a la
que llaman Patria. Paralizados, los peninsulares, reparan que soles,
intemperies y sufrimientos miran por sus ojos. Y ya no se sienten omnipotentes,
el enemigo ha crecido, no se trata solamente de unos criollos alborotados. El
griterío de los orientales es imponente cuando atropellan por tres puntos
diferentes del pueblo a un mismo tiempo, y a los españoles no les queda otra
alternativa que huir temerosamente, llevando consigo sus piezas de tren, a las
que ni siquiera descargan para no dificultar su fuga. Los protege un intenso
cañoneo que llega de los barcos, pero los orientales logran acercarse hasta
tenerlos a tiros de fusil. Mientras huyen algunos soldados peninsulares
embargados de ira y de frustración, queman cobardemente varias viviendas. Las
llamas crepitan. Recién a las cinco de la tarde cesan las andanadas. Una
porción de Villa Soriano ha sido destruida y en los rostros de los vecinos es
notorio el cansancio. Para ellos nada será igual. Poco a poco van ganando las
sombras y con ellas inician los encuentros. Alternan risas y llantos y mucho hay
para comentar. La naturaleza reinicia su variopinto parloteo. Es la vida que continúa.
***
Cecilio se alegró
cuando le comentaron que Máximo estaba bien, que fueron nada más que unos
rasguños; aprecia al muchacho que a nadie molesta. No tuvo igual suerte. La
metralla le generó contusiones y heridas en todo el organismo. Todo su cuerpo
está lacerado por la pólvora y las partículas metálicas, siente los músculos
como si estuvieran fragmentados y alrededor de las llagas que supuran, ennegrecen
los tejidos necrosados. Hace fiebre y tiene reseca la boca. Presiente que la
muerte acecha y no quiere quedarse en Villa Soriano, lejos de su hogar y de sus
seres amados. Piensa que no es un tordo, para quedarse en nido ajeno y quiere
retornar para morir con los suyos. Entonces con enorme esfuerzo convence a sus
compadres que están por salir a Mercedes, que lo lleven con él y aprovecha la partida
de Jacinto para avisarle a su mujer, Carmela, que lo espere en el pueblo. Lo transportan
en una carreta y el viaje es cruel y largo. El dolor lo sume en largos
desmayos, de los que resurge de cuando en cuando. El padecimiento no le permite
pensar, ni soñar, lo único que llega a su mente y que lo ayuda a resistir, es
el lejano aroma de su mujer y el recuerdo de las risas de sus hijos. Carmela
oculta su conmoción, cuando lo alcanzan en una improvisada camilla hasta la
casa que le prestaron, cerca de la Iglesia. No sale de al lado de su catre,
desde donde puede ver cuando los vecinos van a Misa, entre ellos La Gringa.
Ahora comprende mejor su drama y siente que está por caer en un parecido
abismo. Pasan las horas y los días y desesperada nota que su marido empeora,
que está apagándose entre quejidos desgarradores y que cada vez son más cortos
sus momentos de lucidez. Le vienen náuseas. El ambiente está enviciado por la
fiebre y el olor a carne muerta. Es el mediodía del 11 de abril, hace cuatro
días que llegó su esposo de Villa Soriano. Repentinamente un alboroto la saca
de su ensimismamiento. El golpetear de los cascos de los caballos y los gritos
inundan la habitación; su marido ligeramente despabila. La mira y ella
comprende. Con enorme esfuerzo logra sacarlo fuera del rancho hasta una de las
sillas. Ambos quieren tenerlo cerca. Entre aquellos mozos está el hombre sobre
el que tanto vienen hablando: José Artigas. Cecilio la mira agradecido a los
ojos por haberle permitido verlo. El no estará entre los vivos, pero ese hombre
personifica el futuro de Carmela, de sus hijos y de su pueblo. Y eso le da paz.
Un hálito de viento acerca las palabras del recién llegado Jefe:
-… los americanos
del sud, están dispuestos a defender su patria; y a morir antes con honor, antes
que vivir con ignominia en afrentoso cautiverio.
-Cecilio sonríe
luego de escuchar. Está más allá del padecimiento físico. De muy, muy, muy
lejos le llega el trino de los pájaros, el relincho de los caballos y los
juramentos de los paisanos. Entonces derrumba su rostro contra el pecho de su
mujer, ya no jadea, ni parpadea, ni respira. Ella lo siente partir, apretuja
fuerte su cabeza, tironea su ensortijado pelo. Y grita. Y grita. Y grita.
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