domingo

HONORÉ DE BALZAC - PAPÁ GORIOT (88)


LA MUERTE DEL PADRE (4 / 3)

-En fin, para salvar la vida de Máximo, para salvar toda mi dicha -repuso la condesa animada por aquellos testimonios de sincero y franco cariño-, llevé a la casa de ese usurero que usted conoce, de ese hombre fabricado por el infierno, de ese Gobseck a quien nada enternece, los diamantes de la familia, que tanto aprecia el señor Restaud, los suyos, los míos, todo, y los he vendido, ¡vendido! ¿Comprende usted? Y lo salvé a él; pero yo estoy muerta. Restaud lo ha sabido todo.

-¿Pero quién? ¿Cómo? ¡Dímelo, que lo mato! -gritó papá Goriot.

-Ayer me hizo llamar a su cuarto, y yo fui… “Anastasia”, me dijo con una voz que me bastó para adivinarlo todo, “¿dónde están sus diamantes?”. “En mi cuarto”. “No”, me dijo, mirándome, “están aquí, en mi cómoda”. Y me enseñço el estuche que había cubierto con su pañuelo. “¿Sabe usted de dónde vienen?”, me dijo. Entonces yo caí de rodillas, lloré y le pregunté de qué muerte quería verme morir.

-¿Has dicho eso? -exclamó papá Goriot-. ¡Por el sagrado nombre de Dios! ¡El que os haga daño a una o a otra mientras yo viva, que esté seguro que lo quemaré a fuego lento! ¡Oh, sí, lo haré picadillo, como…!

Papa Goriot enmudeció, porque las palabras expiraban en su garganta.

-Al fin, querida mía, me pidió algo más difícil de hacer que morir. ¡Libre el cielo a toda mujer de oír lo que yo oí!

-¡Yo asesinaré a ese hombre! -dijo papá Goriot tranquilamente-. Pero no tiene más que una vida y me debe dos. Veamos, ¿qué pasó? -repuso mirando a Anastasia.

-Mi marido -dijo la condesa después de una pausa-, me miró y me dijo: “Anastasia, lo sepulto todo en el silencio, y permaneceremos juntos porque tenemos hijos. No mataré al señor de Trailles, porque podría errar el tiro batiéndome a duelo, y si me deshiciera de él por otros medios, tendría que chocar con la justicia humana. Matarlo en sus brazos sería deshonrar a los hijos. Pero, para no ver perecer a sus hijos, ni a su padre, ni a mí mismo, le impongo dos condiciones. Responda usted, ¿tengo algún hijo mío?”. Yo le contesté que sí. “¿Cuál?”, me preguntó. “Ernesto, nuestro primogénito”. “Bien. Ahora júreme usted obedecerme en lo sucesivo en un solo punto”. Yo juré. “Firmará usted la venta de sus bienes tan pronto como yo se lo pida”.

-No firmes -gritó papá Goriot-. ¡No firmes nunca eso! ¡Ah! ¡Oh, señor de Restaud, usted no sabe lo que es hacer a una mujer feliz, y porque esta va a buscar su dicha donde la halla, usted la castiga, debiendo castigarse usted mismo por su necia impotencia! Pero, ¡alto, que yo estoy aquí y me opondré en su camino! Nasia, no tengas cuidado. ¡Ah!, ¿conque él quiere a su heredero? Bueno, bueno. ¡Por vida de….! ¿Puedo ir a ver a ese muchacho? No tengas cuidado, que lo llevaré a mi aldea y lo cuidaré. Yo haré capitular a ese monstruo, diciéndole: “Si quieres a tu hijo, devuelve la fortuna a mi hija, y déjale que obre a su antojo”.

-¡Padre mío…!

-Sí, padre tuyo. ¡Ah, soy un verdadero padre! ¡Que ese ridículo de gran señor no maltrate a mis hijas! ¡Truenos! ¡Tengo la sangre de un tigre y querría devorar a esos dos hombres! ¡Ah, hijas mías! ¿Es esa vuestra vida? ¿Sí? Pues ella es mi muerte. ¿Qué será de vosotras cuando yo no viva? Los padres deberían vivir tanto como los hijos. ¡Dios mío, qué mal arreglado tienes el mundo! Y, sin embargo, según dicen. Tú tienes un Hijo, y deberías impedir que nosotros sufriéramos por los nuestros. ¡Cómo, ángeles queridos! ¿Sólo a vuestros dolores se debe vuestra presencia? ¿No me daís a conocer más que vuestras lágrimas? Pero, en fin, sí, ya veo que me queréis. Venid, venid siempre a quejaros aquí, que mi corazón es muy grande y puede recibirlo todo. Sí, en vano lo dividiréis, porque cada pedazo será un corazón de padre. Quisiera tener vuestras penas, sufrir por vosotras. ¡Ah, que felices érais cuando pequeñas!

-Aquellos fueron nuestros únicos buenos tiempos -dijo Delfina-. ¿Dónde están los días en que saltábamos por encima de los sacos del granero?

-Padre mío, no es esto todo -dijo Anastasia al oído de su padre, que dio un salto-. Los diamantes no han sido vendidos en cien mil francos. Máximo es perseguido y sólo restan pagar doce mil. Me ha prometido ser juicioso y no jugar más. Su amor es lo único que me queda en el mundo, y lo he pagado demasiado caro para no morir por él. Le he sacrificado mi fortuna, mi honor, mi descanso, mis hijos. ¡Oh, haga usted al menos que mi Máximo quede libre y honrado y pueda permanecer en el mundo, donde sabrá crearse una posición! Ahora sólo puede pensar en hacerme feliz, y no debe olvidar que tenemos hijos que quedarían sin fortuna. Si lo encierran en Santa Pelagia todo está perdido.

-¡No los tengo, Nasia! ¡Nada, nada, esto es el fin del mundo! ¡Oh, no hay duda que el mundo se acaba! ¡Marchaos, escapaos! ¡Ah, aun me quedan mis pendientes de plata y seis cubiertos, los primeros que tuve en mi vida! Además, tengo mil doscientos francos de renta vitalicia.

-¿Pero qué hizo usted de sus rentas perpetuas?

-Las vendí, reservándome esta pequeña renta para mis necesidades. Me hacían falta doce mil francos para arreglarle una habitación a Delfina.

-¿En tu casa, Delfina? -dijo la señora de Restaud a su hermana.

-¡Oh, qué más da! Lo cierto es que los doce mil francos están gastados.

-Lo adivino, para el señor de Rastignac. ¡Ah, mi pobre Delfina, detente, mira cómo estoy yo!

-Querida mía, el señor de Rastignac es un joven incapaz de arruinar a su querida.

-Gracias, Delfina. No esperaba oír eso, en el estado en que me encuentro; pero, en fin, nunca me has querido.

-Sí que te quiere, Nasia -fritó papá Goriot-, ahora mismo me lo decía. Hablábamos de ti, y sostenías que tú eras hermosa y que ella sólo era bonita.

-¿Ella? Es de una belleza fría -repitió la condesa.

-Aunque así fuese -dijo Delfina poniéndose roja de rabia-. ¿Cómo te has portado conmigo? Has renegado de mí, me has cerrado todas las puertas de todas las casas adonde yo deseaba ir, y no has dejado pasar ocasión de disgustarme. ¿He venido yo acaso como tú a arrancarle a nuestro pobre padre anciano su fortuna mil a mil francos y a reducirlo al estado en que se halla? He aquí tu obra, hermana mía. Yo he visto a mi padre cuando he podido, no lo he echado nunca de mi casa, y no he venido a lamerle las manos cuando lo he necesitado. Ni siquiera sabía que hubiese empleado los doce mil francos por mí. Ya sabes que soy mujer ordenada. Además, cuando papá me ha hecho regalos, no ha sido porque yo se lo pidiese.

-Tú eras más feliz que yo; el señor de Marsay era rico y supiste aprovecharte de ello. Siempre has sido tan vil como el oro. Adiós, haré de cuenta que no tengo hermana, ni…

-¡Cállate, Nasia! -gritó papá Goriot.

-Eres un monstruo y sólo una hermana como tú puede repetir lo que ni siquiera el mundo cree -le dijo Delfina.

-¡Hijas mías, hijas mías, callaos, o me mato en vuestra presencia!

-En fin, Anastasia, eres desgraciada y te perdono -continuó diciendo la baronesa-. Pero conste que soy mejor que tú. Decirme lo que me dices en el momento en que me sentía capaz de todo para socorrerte, hasta de entrar en el cuarto de mi marido, cosa que no haría por mí ni por… Eso sólo es digno de todo el mal que me has hecho de nueve años a esta parte.

-¡Hijas mías, hijas mías, sois dos ángeles, abrazaos! -dijo el padre.

-No, déjeme usted -dijo la condesa rehuyendo el abrazo de su padre-. Delfina tiene menos piedad de mí que de mi marido, y sin embargo, viéndola, cualquiera diría que es la imagen de todas las virtudes.

-Prefiero que digan que debo dinero al señor de Marsay que confesar que el señor de Trailles cuesta más de doscientos mil francos -respondió Delfina.

-¡Delfina! -gritó la condesa dando un paso hacia ella.

-Yo te digo la verdad. Mientras que tú me calumnias -replicó fríamente la baronesa.

-¡Delfina, eres una…!

Papá Goriot se abalanzó hacia la condesa y le impidió hablar tapándole la boca con la mano.

-Dios mío, papá, ¿qué ha tocado usted esta mañana?

-¡Ah, sí, es verdad, he hecho mal! -dijo el padre limpiándose las manos en el pantalón-. No sabía que vendríais y estaba preparándome para la mudanza.

Papá Goriot se sentía feliz de haberse atraído un reproche que dirigía contra él la cólera de su hija.

-¡Ah!, exclamó sentándose-. ¡Me habéis destrozado el corazón! Hijas mías, ¡me muero, me hierve la cabeza como si tuviera fuego! ¡Sed juiciosas y quereos, porque si no mje haréis morir! Delfina, Nasia, vamos, las dos tenéis razón y las dos tenéis la culpa. Vamos, Delfina -añadió fijando en la baronesa sus ojos bañados en lágrimas-, necesito doce mil francos, busquémoslos. ¡Por Dios, no me miréis de ese modo!

Después, arrodillándose delante de Delfina, le dijo al oído:

-Pídele perdón para darme el gusto; ¿no ves que es más desgraciada que tú?

-¡Pobre Nasia! Dijo Delfina asustada de la salvaje y loca expresión que el dolor imprimía en el rostro de su padre-. He hecho mal, abrázame.

-¡Ah, derramáís un bálsamo sobre mi corazón! -gritó papá Goriot-. Pero ¿dónde encontrar doce mil francos? ¿Si yo me vendiese como sustituto!

-Ah, no padre mío! -dijeron las dos hijas rodeándolo.

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