LA MUERTE DEL PADRE (4 / 3)
-En fin, para salvar la
vida de Máximo, para salvar toda mi dicha -repuso la condesa animada por
aquellos testimonios de sincero y franco cariño-, llevé a la casa de ese
usurero que usted conoce, de ese hombre fabricado por el infierno, de ese
Gobseck a quien nada enternece, los diamantes de la familia, que tanto aprecia
el señor Restaud, los suyos, los míos, todo, y los he vendido, ¡vendido!
¿Comprende usted? Y lo salvé a él; pero yo estoy muerta. Restaud lo ha sabido
todo.
-¿Pero quién? ¿Cómo?
¡Dímelo, que lo mato! -gritó papá Goriot.
-Ayer me hizo llamar a su
cuarto, y yo fui… “Anastasia”, me dijo con una voz que me bastó para adivinarlo
todo, “¿dónde están sus diamantes?”. “En mi cuarto”. “No”, me dijo, mirándome,
“están aquí, en mi cómoda”. Y me enseñço el estuche que había cubierto con su
pañuelo. “¿Sabe usted de dónde vienen?”, me dijo. Entonces yo caí de rodillas,
lloré y le pregunté de qué muerte quería verme morir.
-¿Has dicho eso? -exclamó
papá Goriot-. ¡Por el sagrado nombre de Dios! ¡El que os haga daño a una o a
otra mientras yo viva, que esté seguro que lo quemaré a fuego lento! ¡Oh, sí,
lo haré picadillo, como…!
Papa Goriot enmudeció,
porque las palabras expiraban en su garganta.
-Al fin, querida mía, me
pidió algo más difícil de hacer que morir. ¡Libre el cielo a toda mujer de oír
lo que yo oí!
-¡Yo asesinaré a ese
hombre! -dijo papá Goriot tranquilamente-. Pero no tiene más que una vida y me
debe dos. Veamos, ¿qué pasó? -repuso mirando a Anastasia.
-Mi marido -dijo la
condesa después de una pausa-, me miró y me dijo: “Anastasia, lo sepulto todo
en el silencio, y permaneceremos juntos porque tenemos hijos. No mataré al
señor de Trailles, porque podría errar el tiro batiéndome a duelo, y si me
deshiciera de él por otros medios, tendría que chocar con la justicia humana.
Matarlo en sus brazos sería deshonrar a los hijos. Pero, para no ver perecer a
sus hijos, ni a su padre, ni a mí mismo, le impongo dos condiciones. Responda
usted, ¿tengo algún hijo mío?”. Yo le contesté que sí. “¿Cuál?”, me preguntó.
“Ernesto, nuestro primogénito”. “Bien. Ahora júreme usted obedecerme en lo
sucesivo en un solo punto”. Yo juré. “Firmará usted la venta de sus bienes tan
pronto como yo se lo pida”.
-No firmes -gritó papá
Goriot-. ¡No firmes nunca eso! ¡Ah! ¡Oh, señor de Restaud, usted no sabe lo que
es hacer a una mujer feliz, y porque esta va a buscar su dicha donde la halla,
usted la castiga, debiendo castigarse usted mismo por su necia impotencia!
Pero, ¡alto, que yo estoy aquí y me opondré en su camino! Nasia, no tengas
cuidado. ¡Ah!, ¿conque él quiere a su heredero? Bueno, bueno. ¡Por vida de….!
¿Puedo ir a ver a ese muchacho? No tengas cuidado, que lo llevaré a mi aldea y
lo cuidaré. Yo haré capitular a ese monstruo, diciéndole: “Si quieres a tu hijo,
devuelve la fortuna a mi hija, y déjale que obre a su antojo”.
-¡Padre mío…!
-Sí, padre tuyo. ¡Ah, soy
un verdadero padre! ¡Que ese ridículo de gran señor no maltrate a mis hijas!
¡Truenos! ¡Tengo la sangre de un tigre y querría devorar a esos dos hombres!
¡Ah, hijas mías! ¿Es esa vuestra vida? ¿Sí? Pues ella es mi muerte. ¿Qué será
de vosotras cuando yo no viva? Los padres deberían vivir tanto como los hijos.
¡Dios mío, qué mal arreglado tienes el mundo! Y, sin embargo, según dicen. Tú
tienes un Hijo, y deberías impedir que nosotros sufriéramos por los nuestros.
¡Cómo, ángeles queridos! ¿Sólo a vuestros dolores se debe vuestra presencia?
¿No me daís a conocer más que vuestras lágrimas? Pero, en fin, sí, ya veo que
me queréis. Venid, venid siempre a quejaros aquí, que mi corazón es muy grande
y puede recibirlo todo. Sí, en vano lo dividiréis, porque cada pedazo será un
corazón de padre. Quisiera tener vuestras penas, sufrir por vosotras. ¡Ah, que
felices érais cuando pequeñas!
-Aquellos fueron nuestros
únicos buenos tiempos -dijo Delfina-. ¿Dónde están los días en que saltábamos
por encima de los sacos del granero?
-Padre mío, no es esto
todo -dijo Anastasia al oído de su padre, que dio un salto-. Los diamantes no
han sido vendidos en cien mil francos. Máximo es perseguido y sólo restan pagar
doce mil. Me ha prometido ser juicioso y no jugar más. Su amor es lo único que
me queda en el mundo, y lo he pagado demasiado caro para no morir por él. Le he
sacrificado mi fortuna, mi honor, mi descanso, mis hijos. ¡Oh, haga usted al
menos que mi Máximo quede libre y honrado y pueda permanecer en el mundo, donde
sabrá crearse una posición! Ahora sólo puede pensar en hacerme feliz, y no debe
olvidar que tenemos hijos que quedarían sin fortuna. Si lo encierran en Santa
Pelagia todo está perdido.
-¡No los tengo, Nasia!
¡Nada, nada, esto es el fin del mundo! ¡Oh, no hay duda que el mundo se acaba!
¡Marchaos, escapaos! ¡Ah, aun me quedan mis pendientes de plata y seis cubiertos,
los primeros que tuve en mi vida! Además, tengo mil doscientos francos de renta
vitalicia.
-¿Pero qué hizo usted de
sus rentas perpetuas?
-Las vendí, reservándome
esta pequeña renta para mis necesidades. Me hacían falta doce mil francos para
arreglarle una habitación a Delfina.
-¿En tu casa, Delfina?
-dijo la señora de Restaud a su hermana.
-¡Oh, qué más da! Lo
cierto es que los doce mil francos están gastados.
-Lo adivino, para el
señor de Rastignac. ¡Ah, mi pobre Delfina, detente, mira cómo estoy yo!
-Querida mía, el señor de
Rastignac es un joven incapaz de arruinar a su querida.
-Gracias, Delfina. No esperaba
oír eso, en el estado en que me encuentro; pero, en fin, nunca me has querido.
-Sí que te quiere, Nasia
-fritó papá Goriot-, ahora mismo me lo decía. Hablábamos de ti, y sostenías que
tú eras hermosa y que ella sólo era bonita.
-¿Ella? Es de una belleza
fría -repitió la condesa.
-Aunque así fuese -dijo
Delfina poniéndose roja de rabia-. ¿Cómo te has portado conmigo? Has renegado
de mí, me has cerrado todas las puertas de todas las casas adonde yo deseaba
ir, y no has dejado pasar ocasión de disgustarme. ¿He venido yo acaso como tú a
arrancarle a nuestro pobre padre anciano su fortuna mil a mil francos y a
reducirlo al estado en que se halla? He aquí tu obra, hermana mía. Yo he visto
a mi padre cuando he podido, no lo he echado nunca de mi casa, y no he venido a
lamerle las manos cuando lo he necesitado. Ni siquiera sabía que hubiese
empleado los doce mil francos por mí. Ya sabes que soy mujer ordenada. Además,
cuando papá me ha hecho regalos, no ha sido porque yo se lo pidiese.
-Tú eras más feliz que
yo; el señor de Marsay era rico y supiste aprovecharte de ello. Siempre has
sido tan vil como el oro. Adiós, haré de cuenta que no tengo hermana, ni…
-¡Cállate, Nasia! -gritó
papá Goriot.
-Eres un monstruo y sólo
una hermana como tú puede repetir lo que ni siquiera el mundo cree -le dijo
Delfina.
-¡Hijas mías, hijas mías,
callaos, o me mato en vuestra presencia!
-En fin, Anastasia, eres
desgraciada y te perdono -continuó diciendo la baronesa-. Pero conste que soy
mejor que tú. Decirme lo que me dices en el momento en que me sentía capaz de
todo para socorrerte, hasta de entrar en el cuarto de mi marido, cosa que no
haría por mí ni por… Eso sólo es digno de todo el mal que me has hecho de nueve
años a esta parte.
-¡Hijas mías, hijas mías,
sois dos ángeles, abrazaos! -dijo el padre.
-No, déjeme usted -dijo
la condesa rehuyendo el abrazo de su padre-. Delfina tiene menos piedad de mí
que de mi marido, y sin embargo, viéndola, cualquiera diría que es la imagen de
todas las virtudes.
-Prefiero que digan que debo
dinero al señor de Marsay que confesar que el señor de Trailles cuesta más de
doscientos mil francos -respondió Delfina.
-¡Delfina! -gritó la
condesa dando un paso hacia ella.
-Yo te digo la verdad. Mientras
que tú me calumnias -replicó fríamente la baronesa.
-¡Delfina, eres una…!
Papá Goriot se abalanzó
hacia la condesa y le impidió hablar tapándole la boca con la mano.
-Dios mío, papá, ¿qué ha
tocado usted esta mañana?
-¡Ah, sí, es verdad, he
hecho mal! -dijo el padre limpiándose las manos en el pantalón-. No sabía que
vendríais y estaba preparándome para la mudanza.
Papá Goriot se sentía
feliz de haberse atraído un reproche que dirigía contra él la cólera de su
hija.
-¡Ah!, exclamó sentándose-.
¡Me habéis destrozado el corazón! Hijas mías, ¡me muero, me hierve la cabeza
como si tuviera fuego! ¡Sed juiciosas y quereos, porque si no mje haréis morir!
Delfina, Nasia, vamos, las dos tenéis razón y las dos tenéis la culpa. Vamos,
Delfina -añadió fijando en la baronesa sus ojos bañados en lágrimas-, necesito
doce mil francos, busquémoslos. ¡Por Dios, no me miréis de ese modo!
Después, arrodillándose
delante de Delfina, le dijo al oído:
-Pídele perdón para darme
el gusto; ¿no ves que es más desgraciada que tú?
-¡Pobre Nasia! Dijo Delfina
asustada de la salvaje y loca expresión que el dolor imprimía en el rostro de
su padre-. He hecho mal, abrázame.
-¡Ah, derramáís un
bálsamo sobre mi corazón! -gritó papá Goriot-. Pero ¿dónde encontrar doce mil
francos? ¿Si yo me vendiese como sustituto!
-Ah, no padre mío!
-dijeron las dos hijas rodeándolo.
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