La mala acción del Peludo (6)
LA VENGANZA (2)
Era todo ojos el Peludo
hacia la cuchilla tras la que desapareció el Zorrino.
Aprovechó esto Don Juan.
Y rodeando varias veces el tronco del ñandubay con una punta del lazo, empezó a
ensanchar los últimos rollos.
-¡Ahí se nos vienen, Don
Juan!
En efecto: con el Zorrino
en pos, coronó y descendía la colina un tropel despavorido. Al acercarse, la
masa sombría cuajábase cada vez más de puntos fosforecentes: los de la luz
verdosa, de berilo, encendida en tantas pupilas dilatadas.
La imagen de la Mulita se
borró en la memoria de Don Juan. Ahora él era una fiera en acecho. Pero en un
doble acecho; en el del mar de cornamentas que se les venían y, asimismo, en las
del que, tan crecientemente jubiloso, de aprendiz de enlazador que tenía al
lado.
Don Juan echó el ojo a
una yaguané que venía por la orilla de la tromba. Le cruzaron a lado los
primeros quemando los pastos bajo el sordo redoble. Ya a diez pasos el torazo
elegido, reboleó el lazo por sobre du cabeza, esperó a que aquel pasara y se lo
arrojó. La bestia cabeceó pero siguió un instante. Luego, al tiempo que el ñandubay
enfrena el violento sacudón, el yaguané se desplomó paras arribas sintiendo por
primera vez cuanto hueso encerraba su cuero.
Al pie del árbol, Don
Juan hacía como que era él y no el tronco el que sostenía con tamaña firmeza el
lazo.
-¡Qué bonito! -exclamó el
Peludo-. ¡Eso sí es habilidá!
Intentó levantarse el
toro. Pero las patas traseras no le respondieron.
-¡Quebrastes, Juan!
Era el Zorrino que
sofrenó su caballo y se arrojó al suelo antes de que se le detuviera. Él y Don
Juan se acercaron al derribado. Tal como quien se ve obligado a probar con los
dedos un fierro caliente, así de precavidos, así de recelosos, atentos a las
corneadas que, a medias incorporado en dos patas, les lanzaba el toro,
recuperaron el lazo.
-Bueno, compañero, ahora
le toca a usté -previno Don Juan-. Ya vio cómo se hace. Pero, por las dudas, como
usté no es baquiano, atesé bien la punta del lazo a la cintura y saquesé las
botas pa afirmarse mejor en el suelo. Va a ver que no hay animal que no domine.
Comidióse el Zorrino y le
ayudó a sacarse las botas y unos escarpines de muy esmerados remiendos… ¡Ah,
Mulita laboriosa…! ¡Ah, Peludo mal agradecido…! Luego, lo empezaron a envolver
bien en el lazo.
-Aunque te duela un
poquito, no es nada -advirtió el Zorrino.
Al Peludo le desagradó la
prevención y, mucho más, el tuteo; pero no dijo palabra.
Y salieron los tres, dos
al tranco, vuelto a montar el Zorrino, para buscar buena colocación.
-Lo primero que hay que
aprender es la sujetada. Ahí está casi todita la cencia. Con la fuerza que usté
tiene, pronto será el mejor enlazador y pialador del pago.
-¿A usté le parece?
-exclamaba contentísimo el Peludo, que, en lo de la fuerza, se tenía fe.
-No es que me parezca;
estoy segurito.
El Zorrino agregó, entre
dientes:
-Me palpita que hoy
aprendés todo.
El Peludo se hizo el
chiquito.
-¡No sea bárbaro,
compañero! Hoy aprenderé, si acaso, si acaso la sujetada.
Y se tocó la cintura, no
fuera que el lazo estuviera flojo. Pero, por ese lado, podía estar tranquilo.
El Zorrino y Don Juan habían dado infinidad de vueltas.
-Vamos a hacer alto por
aquí -aconsejó el Zorro al llegar a unos espinillos. Y a ver, compadre, si se
rejunta algo especial.
Al galope se alejó el
Zorrino. Y los otros quedaron conversando.
-Cuando está oscuro
-explicaba Don Juan- usté atropella, no más, y, lo que disparan, tira el lazo a
los que van en la punta. Esos son siempre los mejores, los que tienen más
fuerza y, por eso, nunca se quedan atrás…
-¡Qué bien! -exclamaba,
embobado, el Peludo-. Pero, Don Juan, ¡mire usté que hay cosas! ¿eh? ¡Es claro!
Los más fuertes van adelante. Los más flaquerones en fija, en fija que van en
el medio. Y, atrás… ¡refugo, no más, refugo!
-Yo, despacito, le voy a
ir enseñando cosas que usté ni las ha soñado…
-Lo que quiero ahora es
la sujetada.
-De esta hecha la
aprende, ¿no siente?
Era exacto: como chuza se
venía una tropilla arreada al griterío por el primo de Don Juan.
-Ya sabe, afirmesé fuerte
-recomendó, apurado, el Zorro, perfilándose-. Yo tiro el lazo y usté asujeta.
-¡Macanudo! -exclamó el
otro-. ¡Metalé, cuando guste, no más!
Los potros pasaban con
los ojos como brasas, casi rasándolos. De pronto, Don Juan vio venir medio
aparte un overito que apenas si tocaba el suelo. Reboleó el lazo, entonces, y
gritó al Peludo:
-¡Ahora… y nos fuimos!
¡Afirmesé bien!
Obedeció ciegamente el
Peludo. Clavó las uñazas en la tierra, se arrolló todo… Y se fue. Porque,
cuando terminó el lazo de desenrollarse, el overo siguió de largo y el Peludo saltó
por el aire ya con los dedos mochos.
-‘Ay, Jesús!
¡Asujetenmén! -gritó al pasar ante el Zorro, helado de miedo. Y cayó como a
diez varas, volvió a saltar y a caer, se quiso prender de un cardo y marchó con
él, mientras el potro, sintiendo atrás los golpazos, aumentaba la velocidad,
enloquecido de susto.
Suerte que, en una vuelta
cerrada, el lazo dio por el medio en un ñandubay. La punta donde tan mal iba el
Peludo, con el peso, rodeó varias veces el tronco, de manera que, cuando el
potro tironeó, el árbol hizo, por fin, la sujetada. Pero el lazo se partió, el
potro siguió corriendo, y bajo el ñandubay quedó el Peludo echando sangre por
la boca y las narices, desmayado, como muerto.
Lejos, a las muchas
cuadras, el Zorrino no podía hablar, de risa.
-Te aseguro que no tengo
ganas de bromas -dijo, sombrío, Don Juan. ¡Qué barbaridad! ¿no se habrá roto la
crisma? ¡Vamos! ¡Vamos!
-¿A dónde?
-A ver si damos con él.
¡Qué sé yo! A ver si… los podemos atajar.
-¿Pialándolo, compañero?
-¡Dejate de bromas! ¡No
amolés! ¡Pobre Mulita!
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