DEL BARRIO 6
El Bauti tenía los ojos incendiados de llanto. Estaba perdido dentro de su
propia cabeza y completamente aterrado. Las palabras daban vueltas a su alrededor
y era imposible pescarlas mientras un pitido agudo le perforaba la conciencia.
Era muy extraño que el Delirio (la felicidad más barata) no sirviera para nada
en la fangosa cabeza del Bauti.
Hasta que por fin: silencio. Era sí era un alivio: silencio. Después de los
peores siete segundos de su vida vino el silencio. Había sentido un pinchazo en
la espalda baja y todo el mundo se le había desarmado. Ahora estaba tirado en
posición fetal, tapándose la cara con las dos manitos.
Creo que fue el viento afilándose en las hojas el que sonó como las
canciones que mamá le silbaba para dormir (mucho antes de que la encerraran en
el manicomio).
Tengo miedo, ma. Ya no los
aguanto. Parece que estuvieran jugando con nosotros. Ya no aguanto, ma. Tu
recuerdo me sigue abandonando. Ya no aguanto y el Despeinado está muerto. Papá
se murió de miedo y la gente está cada vez más rara. Ya no aguanto, ma. Cada
vez estoy más solo y tu recuerdo me sigue abandonando.
Por los dos costados de la calle caminaban ríos de gente sin rumbo: algunos
arrastrando las chancletas sin suelas y pateando porquerías entre las que
podría haber algo valioso que las patadas de los que pasaron antes no vieron.
Otros acarreaban la basura de nadie. Otros esquivaban los charcos. Otros estaban
tan drogados que no lo sabían. Nadie se acercó al Bauti. Nadie le vio los
riñones quedándose azules en menos de cinco minutos. Nadie los vio brillar a
través de la remera blanca.
Nadie hasta que las manos fuertes de una mujer más fuerte lo levantaron
como un trapo y lo llevaron hasta un lugar mejor.
Gracias, ma. Te amo.
Y se dejó llevar con una sonrisa levantada por las alas de su niñez.
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