PARTE 1
7 (2)
Después que bajó se quedó
sentado en la mesa, mirando las dos tostadas que Ester le había preparado. El
olor a pan quemado y a leche hervida le hizo subir una saliva amarga a la boca,
y sintió que ya podía vomitar fácilmente, sin haber empezado ni a comer. Cuando
levantó la cabeza ella estaba mirándolo, mientras mordía una galleta.
-Hum, esto parece bueno
-dijo él, y sonrió.
-Hice jugo de naranja,
también.
-¿Dónde está papá?
-Tuvo que bajar hasta la
plaza para resolver algo de la jubilación.
Ángel se levantó para ir
a buscar un vaso al armario, y mientras se servía miró las sombras verdes y
oscuras de los árboles sacudidos por la primera brisa de la mañana, y el brillo
del sol subiéndose y reflejándose en el techo del campanario de la iglesia.
-Hoy también va a hacer
calor -dijo ella a sus espaldas.
Y Ángel, apretando el
vaso con el jugo de naranja que no tomaría, entendió que tendría que mentir y
continuar mintiendo hasta el fin. Ahora, escuchándola tararear entre un ruido de
cubiertos, supo que tendría las 24 horas del día, incluso cuando durmiera, los
ojos de su madre sobre él. No podría distraerse en ningún momento porque ellos
estarían siempre allí, concentrados, silenciosos, constantes y disimulados pero
con la atención aguzada hacia el menor indicio de algo extraño, sin disminuir
su vigilancia con el rabo del ojo o el temblor imperceptible de una ceja,
queriendo descubrir qué era lo que andaba mal, dónde y en qué lugar estaba el
detalle que les revelaría la diferencia entre él y el que era antes, el de siempre,
el que fue y no era más.
Esta vez tuvo suerte.
Ester había terminado el desayuno y salió a cuidar sus flores. Entonces él tiró
a la basura las dos tostadas ya untadas con manteca y dulce, y vació el vaso de
jugo de naranja en la pileta. Cuando llegó Cristina estaba sentado en la mesa,
haciendo como que mordisqueaba una galleta.
-Hola, hermano, buen día.
-Buen día, princesa.
Le dio un beso y después
se dedico a limpiarle cuidadosamente la mejilla con una servilleta.
-¿Ya de mañana y con
pintura en los labios?
-A mí me gusta -dijo
ella, sirviéndose un vaso de leche.
-Estás vestida como para
un entierro.
-Es la moda ahora -dijo
ella, encogiéndose de hombros. -Una amiga me invitó a ir a la casa, pero voy a
avisarle que prefiero pasar el día contigo.
-No la llames. Yo voy a
aprovechar para dar un paseo por la montaña. Todavía nos quedan muchos días
para estar juntos, y además también son sus vacaciones.
-¿No te molesta, en
serio?
-En absoluto.
-Entonces vamos a
colocarle el veneno a las ratas, primero.
-Sí, pero termina el
desayuno. -¿Dónde está el veneno?
Salió y fue hasta el
garaje. Vio a su madre inclinada entre sus canteros de flores y las montañas a
lo lejos cubiertas por la bruma. Caminó por el sendero de piedra cortando el
consistente aroma de flores, y sintió el peso del sol aumentando en el cielo
intenso y sin nubes. Jairo estaba en su jaula: le fue sintiendo los trinos
irregulares desde lejos y lo estuvo mirando saltar entre la inmundicia.
Introdujo un dedo que el pájaro vino a picar con un gesto nervioso, sin parecer
reconocerlo en absoluto. “Pájaro idiota” le dijo, mirándole de cerca el ojo
vigilante, expectante y agitado.
Cuando volvió con la lata
y el destornillador ella lo estaba esperando afuera, junto a la puerta
principal. Fueron hacia el lado de la casa que todavía estaba en sombras, y se
inclinaron sobre la base de la pared.
-Papá dijo que tiene que
ser aquí. En el sótano ya colocó.
-Vamos a ver -leyó en el
recipiente y abrió la tapa con la punta del destornillador. Fue inclinando la
lata, dejando caer los pedazos marrones y redondos como garbanzos, y la sintió exhalar
un suave olor de pintura de labios.
-¿Ellas van a morirse,
Ángel?
-Creo que sí. ¿Por qué?
-No me gusta mucho pensar
que van a morirse. Preferiría que se fueran para otro lado o algo así. Pero no
que se murieran. Y menos que menos aquí.
-¿Desde cuándo te gustan
las ratas?
-No me gustan nada. Pero
imaginarse que van a acabar así-
Él estaba agachado, y la
miró sonriendo.
-Todos acabamos así.
-Espero que no sea envenenados.
-No, claro -bajó la cabeza
y siguió agitando la lata para derramar lo que faltaba.
-¿Y después? ¿Qué es lo
que pasa después?
-¿Después de qué?
-Después que se mueran.
-Bueno, no sé. Si las
encontramos muertas las enterramos. O las metemos en bolsas de plástico y las
tiramos a la basura.
-¿Habrá algún tipo de
paraíso o infierno para las ratas?
-Quién sabe. A lo mejor.
Nunca me interesaron esas cosas. ¿Y además eso qué nos importa? Van a morirse,
de cualquier manera.
Ángel y su madre se
despidieron de Cristina en la puerta de calle. Agitaron la mano hasta ver
desaparecer la delgada figura negra por el declive que llevaba hasta el pueblo.
-Esa chiquilina -suspiró
Ester. -Todos los días inventando algo nuevo.
-¿Desde cuándo usa
pintura en la cara?
-Desde principios de año.
¿Te parece tan malo? A tu padre le hace gracia.
-Yo qué sé. Es tan chica
todavía-
-Chica. Hum -y levantó
los hombros. -Creo que a esta altura sabe más que nosotros de ciertos asuntos.
Y a la pintura es mejor que te vayas acostumbrando, porque se pinta hasta para
irse a dormir. La juventud estás así, ahora. Tenés que verlos los sábados de
noche en la plaza: grupos enteros de muchachos y muchachas vestidos de negro.
Escuchando músicas que no se pueden escuchar, comiendo porquerías y con las
cabezas más huecas que calabazas. Bueno, contame: ¿adónde vas?
-No sé, por ahí, a dar
una vuelta por la montaña, a lo mejor.
-¿Te esperamos para el
almuerzo?
-No, no me va a dar el
tiempo. Si voy por el otro lado capaz que almuerzo con los muchachos en la cantina.
¿Papá no se molestará si no estoy al mediodía?
-Imponente. Con seguridad
que no vamos a poder comer.
Le dio un beso
devolviéndole una sonrisa y movió la mano desde lejos. Cuando dejó atrás las
últimas casas tuvo que aflojar el paso porque los pulmones no le respondían.
Así no llegaría muy lejos, pensó, internándose entre los árboles para seguir
girando a la misma altura de la montaña. Sentado en una piedra, la brisa
soplándole sobre la espalda, miró la ciudad allá abajo. Mientras el sol subía
calentándole la espalda las sombras se encogían y el verdor rebrillaba. En esa
posición parecía volver a ser el mismo de siempre, no sentía el alboroto en los
pulmones y era otra vez el dueño de su propio cuerpo. El sol empezó a pesar
sobre su cabeza y lamentó no haber traído sombrero. “Ya perdiste la práctica”
se dijo. Se levantó, caminó algunos metros hacia arriba y se sentó apoyándose
en un árbol, sin perder de vista el valle y la ciudad allá abajo. Estiró las
piernas y una sensación de bienestar le recorrió los huesos, a pesar de la
dureza del tronco contra su espalda. De golpe todo parecía haber quedado atrás,
y podía hasta volver al juego de cerrar rápidamente los ojos, un parpadeo que
borraría el pasado o por lo menos lo que no quería que le hubiese sucedido.
Desde esa posición podía divisar la plaza con total nitidez, la torre del
campanario de la iglesia entre los árboles y el movimiento de los camiones, los
autos y la gente. Todo el mundo yendo de un lado para otro, pensó, con algo
para ser hecho o conseguido en algún lugar. Y él, recostado debajo de la
sombra, ya no tenía ningún lugar a donde ir, había llegado. Si había algo más
allá, no lo sabía. No tenía rabia, ni siquiera estaba triste. Er apenas una
dulce noción de pérdida. Como si le estuviera concediendo al mundo una última
mirada antes de abandonar la imagen que desaparecía paulatina y lentamente,
extraviada en una luminosidad lechosa. Desde ahí arriba, mirándolos agitarse,
se sorprendía de que los otros perdieran tanto tiempo y esfuerzo en cosas
evidentemente inútiles e insignificantes.
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