domingo

EL VIENTO DE LA DESGRACIA (SIDA + VIDA) - DANIEL BENTANCOURT (13)


PARTE 1

6 (2)

Entramos en la cantina, y enseguida me distraje y me olvidé de lo que estábamos hablando. Además don Víctor solía hacerme comentarios difíciles o trabajosos de seguir, y yo me las arreglaba diciéndole que sí o que no según el caso, o moviendo la cabeza como si hubiera entendido, lo que me comprometía menos todavía. Almorzamos demasiado, y muy bien. Don Víctor era un buen tenedor, no dejó nada en el plato. Pedimos una botella de vino de la que apenas tomé medio vaso, y él la terminó prácticamente solo. Como introducción a lo que vendría por la tarde, pensé. Después volvimos a cruzar la plaza bajo el sol radiante, y al llegar al escritorio se fue con Barrios en la camioneta. Yo me senté frente al caos de carpetas y papeles, con las mismas pocas ganas de trabajar que tenía esa mañana. Era una tarde tranquila de lunes, y estuve mirando por la ventana cómo la brisa movía las ramas de los árboles, pensando en aquel arroyo del otro lado del parque, imaginándome el frescor de sus aguas en mis pies desnudos. Después dormité un rato largo, pero antes tuve la precaución de ir a cerrar la puerta de calle, para que nadie me sorprendiera.

Cuando volví a abrir los ojos la luz de la tarde se había inclinado sobre los árboles, aunque el calor continuaba. En ese momento sonó el teléfono.

-¿Sí?

-Diogo, soy yo, Miriam. ¿Cómo está todo por ahí?

-Todo tranquilo.

-¿Vino el inglés?

-Sí, está dando su vueltita con Barrios. Vuelve recién de noche. No sé cómo volverá, pero vuelve.

-Escuchame: ¿Ángel no pasó por ahí?

-No, Por aquí no. ¿Por qué?

-Lo vi a mediodía. Pensé que iba a verte.

-No, aquí no vino. Por lo menos hasta ahora.

-Lo vi muy flaco. ¿No te pareció?

-Bueno, sí, un poco más de lo habitual. Pero no mucho.

-Parece que estuvo enfermo, ¿no te contó?

-No, no me dijo nada.

-Cuando yo pasé por la cantina él ya estaba saliendo para el otro lado de la plaza. Pero Paulo Enrique me contó lo que pasó un poco antes.

-Qué pasó.

-Tomo café sin azúcar.

-¿Cómo sin azúcar?

-Paulo Enrique lo invitó a tomar un café y Ángel se tomó una taza entera de café sin ponerle azúcar.

-Es curioso. A él siempre le gustaron las cosas muy dulces.

-Lo más extraño todavía, según dijo Paulo Enrique, es que ni se dio cuenta.

-Bueno, a lo mejor le puso azúcar y Paulo Enrique dio vuelta la cabeza justo en ese momento. O justo había ido al baño.

-Puede ser.

Después arreglamos para vernos y me despedí mandándole un beso. Ya eran casi las seis y estaba atardeciendo. Intenté concentrarme para poner un poco de orden en todo aquel papelerío y de repente levanté la cabeza y lo vi a Barrios en la puerta entreabierta.

-¿Ya volvió?

-Y sí. Después de haber dado vueltas como unos locos, aquí estamos. ¿Podría darme una mano?

-Claro.

Apagué la luz, cerré la ventana, agarré el buzo y salí, trancando la puerta. La plaza estaba oscura, y los focos de luz habían sido asaltados por nubes de mosquitos. Don Víctor dormía tirado sobre el asiento de atrás de la camioneta. Me subí y lo llevamos hasta el hotel. Nos fue mucho mejor que otras veces: el hombre lograba caminar un poco y eso ayudó para llegar al primer piso y dejarlo medio sentado en la cama. Barrios se fue enseguida, enojado. Yo le saqué los zapatos e intenté sacarle el saco. Ahí empezó a hablar, con un olor a whisky que volteaba, aunque se mantenía más o menos erecto sentado en la cama, moviendo la mano en el aire.

-Aquel amigo suyo -y se inclinaba de costado.

-Sí, sí, don Víctor, amigos, somos todos amigos, muy amigos -dije, probando con la manga izquierda.

-No, no -y movía la mano que tenía libre en el aire, haciendo grandes gestos negativos y arrastrando la lengua. -No, no entendió. Aquel amigo suyo, el que estaba en la plaza-

-Ah, sí, Ángel -dije, intentando sacarle la otra manga. -¿Qué tiene, don Victor?

-Está enfermo -y se inclinó para el otro costado, obligándome a enderezarlo. -Y es peligroso, muy, muy peligroso.

-¿Le parece, don Víctor? -por fin lo logré, y él se fue resbalando para atrás hasta estirarse en la cama.

-Muy, muy peligroso.

-Sí, sí, claro -le coloqué una almohada bajo la cabeza.

-Peligrosísimo. Aunque -intentó incorporarse, levantando un dedo- aunque tal vez, tal vez, no lo sepa todavía. Quién sabe.

-Buenas noches, don Víctor -apagué la luz, y ya estaba cerrando la puerta cuando lo sentí agregar:

-Todavía. Pero es muy, muy peligroso.

Barrios estaba sentado esperándome en la camioneta. Ni le pregunté nada, imaginando que estaría rabioso y con hambre, pero mientras el motor se quejaba en la subida supe que había recuperado su buen humor. Sólo se refirió a don Víctor una vez como “ese inglés que me hizo dar unas vueltas del carajo” y se encogió de hombros. Tendría un mes para recuperarse, hasta la próxima. Eso era suficiente como para dejar contento a cualquiera, pensé.

En casa estaban todos viendo televisión. Mientras comía algo solo en la cocina pensé en don Víctor, tirado en aquella cama de hotel, durmiendo como el mejor. Había logrado realizar, al final de su carrera, tal vez su sueño preferido: recorría las ciudades visitando a sus mejores amigos, bebía recordando los tiempos pasados que, como es lógico, siempre parecen mejores y más alegres y cordiales que los actuales. No costaba imaginarlo sentado en amplias terrazas, tomando whisky cien por ciento escocés, rememorando cosas, lugares y momentos frente a ventanas por las que se veían las praderas verdes y rebaños de vacas, ovejas o cabras a lo lejos, junto a camaradas que lo recibían con cariño, abrazándolo y besándolo en la mejilla cuando llegaba y cuando se iba, como yo lo había visto tantas veces. Después pensé en Ángel y en lo que me habían dicho don Víctor y Miriam, y de golpe tuve necesidad de hablar con él. Subí hasta mi cuarto y lo llamé por teléfono.

-¿Está todo bien contigo?

-Sí -me respondió.

-Podrías haber ido a almorzar con nosotros a la cantina.

-No tenía hambre.

Hubo un silencio como si no tuviéramos más cosas para decirnos.

-Es curioso -comentó, por fin. -Me había olvidado de cómo sopla el viento aquí. En algunos momentos parece bien lúgubre. Como si fueran diez mil ángeles negros soplando la destrucción y la muerte.

-Eso parece bien dramático.

-Y lo es. Nos vemos mañana.

-Chau -y colgué.

Y cuando estaba en la cama lo sentí de repente bajando de la montaña. Soplaba fuerte, agitando las persianas y empujando las ramas de los árboles contra las paredes, y entonces recordé el miedo que sentía cuando era niño al oírlo y cuántas veces alguien, mamá o papa, había tenido que consolarme acostándose conmigo hasta que me dormía.

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