PARTE
1
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(2)
Entramos en la cantina, y
enseguida me distraje y me olvidé de lo que estábamos hablando. Además don
Víctor solía hacerme comentarios difíciles o trabajosos de seguir, y yo me las
arreglaba diciéndole que sí o que no según el caso, o moviendo la cabeza como
si hubiera entendido, lo que me comprometía menos todavía. Almorzamos
demasiado, y muy bien. Don Víctor era un buen tenedor, no dejó nada en el
plato. Pedimos una botella de vino de la que apenas tomé medio vaso, y él la
terminó prácticamente solo. Como introducción a lo que vendría por la tarde,
pensé. Después volvimos a cruzar la plaza bajo el sol radiante, y al llegar al
escritorio se fue con Barrios en la camioneta. Yo me senté frente al caos de
carpetas y papeles, con las mismas pocas ganas de trabajar que tenía esa
mañana. Era una tarde tranquila de lunes, y estuve mirando por la ventana cómo la
brisa movía las ramas de los árboles, pensando en aquel arroyo del otro lado
del parque, imaginándome el frescor de sus aguas en mis pies desnudos. Después
dormité un rato largo, pero antes tuve la precaución de ir a cerrar la puerta
de calle, para que nadie me sorprendiera.
Cuando volví a abrir los
ojos la luz de la tarde se había inclinado sobre los árboles, aunque el calor
continuaba. En ese momento sonó el teléfono.
-¿Sí?
-Diogo, soy yo, Miriam.
¿Cómo está todo por ahí?
-Todo tranquilo.
-¿Vino el inglés?
-Sí, está dando su
vueltita con Barrios. Vuelve recién de noche. No sé cómo volverá, pero vuelve.
-Escuchame: ¿Ángel no
pasó por ahí?
-No, Por aquí no. ¿Por
qué?
-Lo vi a mediodía. Pensé
que iba a verte.
-No, aquí no vino. Por lo
menos hasta ahora.
-Lo vi muy flaco. ¿No te
pareció?
-Bueno, sí, un poco más
de lo habitual. Pero no mucho.
-Parece que estuvo
enfermo, ¿no te contó?
-No, no me dijo nada.
-Cuando yo pasé por la
cantina él ya estaba saliendo para el otro lado de la plaza. Pero Paulo Enrique
me contó lo que pasó un poco antes.
-Qué pasó.
-Tomo café sin azúcar.
-¿Cómo sin azúcar?
-Paulo Enrique lo invitó
a tomar un café y Ángel se tomó una taza entera de café sin ponerle azúcar.
-Es curioso. A él siempre
le gustaron las cosas muy dulces.
-Lo más extraño todavía,
según dijo Paulo Enrique, es que ni se dio cuenta.
-Bueno, a lo mejor le
puso azúcar y Paulo Enrique dio vuelta la cabeza justo en ese momento. O justo
había ido al baño.
-Puede ser.
Después arreglamos para
vernos y me despedí mandándole un beso. Ya eran casi las seis y estaba
atardeciendo. Intenté concentrarme para poner un poco de orden en todo aquel
papelerío y de repente levanté la cabeza y lo vi a Barrios en la puerta
entreabierta.
-¿Ya volvió?
-Y sí. Después de haber dado
vueltas como unos locos, aquí estamos. ¿Podría darme una mano?
-Claro.
Apagué la luz, cerré la
ventana, agarré el buzo y salí, trancando la puerta. La plaza estaba oscura, y
los focos de luz habían sido asaltados por nubes de mosquitos. Don Víctor dormía
tirado sobre el asiento de atrás de la camioneta. Me subí y lo llevamos hasta
el hotel. Nos fue mucho mejor que otras veces: el hombre lograba caminar un
poco y eso ayudó para llegar al primer piso y dejarlo medio sentado en la cama.
Barrios se fue enseguida, enojado. Yo le saqué los zapatos e intenté sacarle el
saco. Ahí empezó a hablar, con un olor a whisky que volteaba, aunque se
mantenía más o menos erecto sentado en la cama, moviendo la mano en el aire.
-Aquel amigo suyo -y se
inclinaba de costado.
-Sí, sí, don Víctor,
amigos, somos todos amigos, muy amigos -dije, probando con la manga izquierda.
-No, no -y movía la mano
que tenía libre en el aire, haciendo grandes gestos negativos y arrastrando la
lengua. -No, no entendió. Aquel amigo suyo, el que estaba en la plaza-
-Ah, sí, Ángel -dije,
intentando sacarle la otra manga. -¿Qué tiene, don Victor?
-Está enfermo -y se
inclinó para el otro costado, obligándome a enderezarlo. -Y es peligroso, muy,
muy peligroso.
-¿Le parece, don Víctor?
-por fin lo logré, y él se fue resbalando para atrás hasta estirarse en la
cama.
-Muy, muy peligroso.
-Sí, sí, claro -le
coloqué una almohada bajo la cabeza.
-Peligrosísimo. Aunque
-intentó incorporarse, levantando un dedo- aunque tal vez, tal vez, no lo sepa
todavía. Quién sabe.
-Buenas noches, don
Víctor -apagué la luz, y ya estaba cerrando la puerta cuando lo sentí agregar:
-Todavía. Pero es muy,
muy peligroso.
Barrios estaba sentado
esperándome en la camioneta. Ni le pregunté nada, imaginando que estaría
rabioso y con hambre, pero mientras el motor se quejaba en la subida supe que
había recuperado su buen humor. Sólo se refirió a don Víctor una vez como “ese
inglés que me hizo dar unas vueltas del carajo” y se encogió de hombros.
Tendría un mes para recuperarse, hasta la próxima. Eso era suficiente como para
dejar contento a cualquiera, pensé.
En casa estaban todos
viendo televisión. Mientras comía algo solo en la cocina pensé en don Víctor,
tirado en aquella cama de hotel, durmiendo como el mejor. Había logrado
realizar, al final de su carrera, tal vez su sueño preferido: recorría las
ciudades visitando a sus mejores amigos, bebía recordando los tiempos pasados
que, como es lógico, siempre parecen mejores y más alegres y cordiales que los
actuales. No costaba imaginarlo sentado en amplias terrazas, tomando whisky
cien por ciento escocés, rememorando cosas, lugares y momentos frente a
ventanas por las que se veían las praderas verdes y rebaños de vacas, ovejas o
cabras a lo lejos, junto a camaradas que lo recibían con cariño, abrazándolo y
besándolo en la mejilla cuando llegaba y cuando se iba, como yo lo había visto
tantas veces. Después pensé en Ángel y en lo que me habían dicho don Víctor y
Miriam, y de golpe tuve necesidad de hablar con él. Subí hasta mi cuarto y lo
llamé por teléfono.
-¿Está todo bien contigo?
-Sí -me respondió.
-Podrías haber ido a
almorzar con nosotros a la cantina.
-No tenía hambre.
Hubo un silencio como si
no tuviéramos más cosas para decirnos.
-Es curioso -comentó, por
fin. -Me había olvidado de cómo sopla el viento aquí. En algunos momentos
parece bien lúgubre. Como si fueran diez mil ángeles negros soplando la
destrucción y la muerte.
-Eso parece bien
dramático.
-Y lo es. Nos vemos
mañana.
-Chau -y colgué.
Y cuando estaba en la
cama lo sentí de repente bajando de la montaña. Soplaba fuerte, agitando las
persianas y empujando las ramas de los árboles contra las paredes, y entonces
recordé el miedo que sentía cuando era niño al oírlo y cuántas veces alguien,
mamá o papa, había tenido que consolarme acostándose conmigo hasta que me
dormía.
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