EPÍLOGO (1)
Mientras termino
este libro, contemplo la pequeña arboleda que decidí cultivar hace tres años
cuando empecé a escribir El jardinero fiel. Desarrollé tanto la arboleda
como el libro a modo de
plegarias activas en honor de mi tío y del resto de mis seres queridos refugiados,
y también a modo de súplica para que la bendición más poderosa que conozco se
derramara sobre los muchos millones de personas de este mundo que, por
necesidad y a menudo involuntariamente y sin culpa por su parte, tratan de
seguir un camino desconocido o doloroso.
Para crear esta
plegaria viviente, empecé a cavar una ancha franja de césped y a hacer ciertas
abluciones sobre la tierra, según nuestra costumbre. A continuación, prendí
fuego a la pequeña parcela, un pequeño incendio limita-do por todas partes en
un día sin el menor soplo de viento.(14) Después dejé la tierra en barbecho.
El primer año y el
siguiente se derramaron sobre la tierra las suficientes lágrimas como para que se la
pudiera declarar bautizada como Dios manda.
Después me puse a
esperar, contemplando la pequeña parcela vacía. En medio de nuestra aldea de
bungalows de ladrillo, ¿podría alguna semilla ser capaz de encontrar el camino
hacia aquel minúsculo campo baldío?
Los vecinos y los
viandantes se detenían para preguntar por qué razón el campo parecía «destripado».
«¿Por qué está tan vacío?» ¿Acaso no prefería plantar un poco de preciosa Hierba Azul de
Kentucky? «¿Tienes pensado construir un garaje?» Pero yo defendí mi sencilla tierra
baldía.
-¿Que vas a
cultivar qué?
-Voy a cultivar un
bosque en la ciudad, un bosque urbano.
La gente se
alejaba, rascándose la cabeza. Se presentó un inspector del pueblo. Dijo que había oído decir
que alguien del barrio iba a cultivar un bosque en el patio de atrás de su
casa.
-Eso no tiene
mucha pinta de bosque -dijo.
-Espere -repliqué.
-Podría ser ilegal
-dijo.
-Como puede ver,
de momento el bosque está sólo en el aire. (15)
-Mmmm -dijo.
Al llegar el
segundo año se produjo el fiel milagro. Unos diminutos arbolillos empezaron a
brotar en la tierra baldía, unos árboles tan menudos que cualquiera hubiera podido
caer en la tentación de decirles a los niños que en ellos habitaban los elfos.
Eran simples ramitas de abeto, de delicado arce rojo y siete minúsculos
laureles procedentes de un enorme árbol madre que había al final de la calle.
Ahora, al término
del tercer año, hay dos arces de metro veinte de altura, quince laureles, dos
fresnos de casi un metro y medio de altura, tres dorados árboles de la lluvia cuyos
inflados farolillos ya han florecido dos veces, y veintisiete brotes de olmo.
Por sorprendente
que parezca, es como si la tierra recordara sus más antiguas pautas, pues bajo
los brotes han empezado a crecer pequeñas hiedras terrestres, helechos
dilatados y otras plantas rastreras. El trébol de los prados ya ha asomado a
través de la piel de esta tierra.
Los picamaderos
americanos, los gorriones, los pájaros carpinteros y otros pequeños animales han
traído semillas de distintas clases. Está naciendo un brote de fresas
silvestres y hay también cebollas silvestres. Hay yerbabuena, menta, yanica
y otras hierbas, todas ellas muy bien desarrolladas, como si la naturaleza
amara no sólo lo medicinal sino también lo bello.
A esta parcela de
tierra en la que antaño no había nada, han venido también nuevas mariposas,
mariquitas oceladas y grillos, pero no los habituales y monótonos grillos
urbanos que hacen «cri-cri», sino unos grillos que cantan melodías en cuatro
movimientos y suenan como cascabeles, «tuituituituitui»... Una vieja cerca de
madera protege la pequeña arboleda de los vientos del norte en invierno. Ahora
las estrellas del cielo pueden arrojar su luz sobre otra minúscula parte del
Edén recuperado.
Notas
(14) Si nunca han
prendido fuego a un terreno, jamás se les ocurra hacerlo, y punto.
(15) Pecando un
poco de ligereza, quizá resultaría conveniente solicitar del Gobierno de
Estados Unidos la denominación de «minúsculo bosque nacional».
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