TRES : DIARIO DE VIAJE DE JOSÉ GALLARDO POR ASUNCIÓN DEL
PARAGUAY
22 de setiembre de
1851
Llegué a Asunción
del Paraguay con la obsesión de entrevistar a los que convivieron con Artigas
los últimos años de su vida y, de ser posible, a quienes partieron junto a él
rumbo al exilio. El viaje a la capital paraguaya tardó más de la cuenta, antes
de poder concretarlo, por razones laborales, debí recorrer el litoral
argentino, lo que de cualquier manera me sirvió para conversar con muchos
viejos revolucionarios de las provincias de Santa Fe y Entre Ríos. Finalmente
abordé un barco de carga que partía hacia la ansiada meta que me había auto
impuesto, merced a los buenos oficios de su capitán Don Pascual Saracho, que
enterado de mis objetivos ofreció gustosamente sus servicios. Era un veterano
marino y conocía en detalle las batallas libradas por Pedro Campbell, por lo
cual la travesía me resultó no solamente placentera sino también ilustrativa de
un aspecto que yo había soslayado en mis investigaciones sobre el pasado
artiguista. Mientras conversábamos en cubierta no podía dejar de registrar las
sinuosidades del río Paraguay, la pródiga vegetación de sus orillas y la
diversidad de aves que aleteaban encima de nuestras cabezas. Fue un viaje
agradable, pero yo no podía contener mi ansiedad, por eso mi corazón pareció
querer detenerse cuando señalando una de las orillas el Capitán mostró la Bahía
de Asunción y la angosta costa que la precede. Más atrás, entre sinuosas
elevaciones manchadas por espaciosos mantos verdes, estaba la ciudad en la que
tanto tiempo había pensado. Con premura, como queriendo anticipar mi pregunta,
mi anfitrión me explicó que eran siete las colinas sobre las que la ciudad se
extendía y señalando con su mano una de ellas ilustró: aquella por ejemplo es
Loma Kavara… Una cerrada cortina de pájaros nublaba el paisaje, entre ellos
miles de gaviotas que planeaban buscando alimento; gaviotines que la
tripulación paraguaya llamaba Atí Guazú, pero también aves rapaces, como las
águilas pescadoras que son conocidas como Taiguato Rye Morotî y vertiginosos
halcones a los que llaman Taiguato Ro´y. Promediaba setiembre y el calor y la
humedad nos envolvía. Una vez que llegamos al Puerto el Capitán no quiso bajo
ningún concepto que fuera solo hasta el domicilio de quien me estaba esperando
en Paraguay y se ofreció a acompañarme, me explicó que por sus frecuentes
viajes conocía la ciudad como la palma de su mano. Finalmente llegamos a la
casa de Antonio Guzmán, en la parte céntrica de la ciudad, adonde sería mi
circunstancial morada. Los días siguientes, acompañado de mis entusiastas
anfitriones, caminé por Asunción. En la populosa calle Palma conocí pulperías,
en las que conversé con los parroquianos, pude comprarme ropa en los registros,
recortarme la barba y hasta comprarme algunos libros. Recorrí las naves de la
Catedral Metropolitana, con sus filas de arcos, adonde reina San Blas, el Santo
Patrono del Paraguay y la Virgen de Asunción y conocí los barrios nuevos de
Santísima Trinidad y Mbrucuyá, invadidos de vendedores que ofrecen en voz alta
toda clase de tejidos, comidas típicas y artesanías de cuero. En todos los
lugares en lo que tuve la oportunidad, en mis intercambios con los lugareños,
indagué qué sabían sobre el General Artigas…
Por todas las zonas en las que anduve pude constatar el impacto de la
modernidad, la ciudad está salpicada de construcciones barrocas, monumentales y
suntuosas y las clases pudientes, contagiadas seguramente por los ingleses,
franceses y españoles, hacen gala de nuevas modas, sobre todo en los lugares
céntricos, adonde se multiplican las levitas y los sombreros de felpa. Antonio
Guzmán es un hombre muy servicial, lo conocí mientras estudiábamos en Buenos
Aires y está entusiasmado por lo que yo me he propuesto. Su casa, adonde vive
con su esposa, parece un museo de productos autóctonos, tiene un papagayo que
repite con voz aflautada algunas palabras, pájaros enjaulados, como por ejemplo
cardenales y jilgueros, que reciben a los visitantes con un variopinto
concierto y hasta un mono capuchino que fue comprado en el mercado pero al que
mantienen atado ya que según me explicaron que si bien era muy amigable al
principio, como todos los de su especie, se tornó agresivo y peligroso cuando
creció. La duda que me ganó desde que llegué a la ciudad, era por donde
comenzar mis averiguaciones y luego de pensarlo detenidamente decidí que lo
mejor era comenzar por conocer la selva. En ella no podría obtener información,
pero en su verde atmósfera, entre los lapachos y los cedros, reinando por sobre
monos, águilas y tapires, en ese espacio de naturaleza y libertad, seguramente
me encontraría con el espíritu inmortal del Jefe oriental. No había otra forma
si lo que quería era conocer su espíritu, igual al del puma o del yaguareté,
que por alguna razón es conocido por los lugareños como “fiera de la verdad”.
***
24 de setiembre de
1851
La casa adonde
Artigas vivió sus últimos años queda en Ibiray, dos leguas al norte de
Asunción. Ni bien llegamos al lugar, lo primero que me impactó fue el intenso
azul de un Manduví Guazú henchido por la brisa. Pensé que había sido admirado
cada día por el viejo oriental y un estremecimiento me recorrió el cuerpo.
Desde alguna distancia pude notar que el rancho en que vivía emerge entre
arboledas, es de adobe blanqueado a la cal, tiene techo de dos aguas, entramado
de tacuara y tirantes redondos de palma y está cercado por postes rústicos
cubiertos de enredaderas y madreselvas. El campo que lo rodea, a muy corta
distancia se abre hacia el distinguido Valle de Tapúa, que se extiende entre
casas solariegas de la rancia nobleza hasta los bosques tórridos de Peñón y
Arecayá; por el otro hasta la ancha llanura de Ña Guazú, que remata en las
onduladas lomas de Luque y San Lorenzo. La casa queda cerca de la del Presidente
López, su hijo Benigno y Pimienta Bueno, un vecino del lugar, me hospedaron con
gran amabilidad y se pusieron a mi disposición desde el primer momento. A ellos
les debo el haber podido conocer en forma detallada la historia más reciente
del entrañable General. Ni bien llegué junto con Antonio Guzmán, nos invitaron
a tomar mate y pedí para que lo hiciéramos abajo del árbol en el que solía
descansar Artigas. Por supuesto que aceptaron. Muy pronto nos vimos rodeados de
campesinos de los alrededores, todos tenían algo que contar, entre otras cosas
que con sus largos rizos plateados que caían por debajo del ancho carandí sobre
el poncho claro, Don José parecía un patriarca bíblico, que en los últimos años
se apoyaba en un largo bastón que le daba cierto aire de peregrino y que al caer la tarde, cuando el toque de
las campanas llegaba de la lejana Asunción, muchos de los ahí presentes se
reunían con él para rezar. Gracias a ellos pude enterarme que cuatro años antes
de su muerte había sido visitado por el general Paz y que al año siguiente por
el brasileño Enrique Beaurepaire Rohán, y muchas, muchas otras anécdotas. Esa
noche pernoctamos en casa de uno de aquellos aldeanos que la ofreció gustoso. A
primeras horas del día siguiente partimos en carro hasta el Cementerio de la
Recoleta, para visitar la tumba en que yace el General, había corrido entre los
lugareños la voz del por qué estábamos ahí y todos nos paraban para contarnos algo.
A nuestro paso los hombres terciaban su sombrero sobre sus rostros arcillosos y
las mujeres, con sus hijos a la espalda y vasijas en la cabeza, hacían un leve
movimiento de inclinación. Hablamos con muchos de los que trataron asiduamente
a Artigas, entre ellos con el Juez García, que jugaba con él a los naipes y nos
esperó en la ruta, con Andrea Cuevas que le daba medicinas tradicionales, con
Don Gregorio Narváez, con Juan de la Cruz Cañete y con muchos otros… Creo que
hice bien cuando luego de escucharlos, pensando en mis padres, en mis hijos, en
los viejos combatientes, les di uno a uno, a todos los pobladores con los que
hablé, las gracias por haberle dado su cariño en sus años finales, como no
pudimos hacerlo los orientales. Era hora de volver a Asunción y apuramos el
paso rumbo al camposanto. Ni bien
llegamos nos indicaron que estaba en el tercer sepulcro, en el número 26…. Me
arrodillé sobre la tierra rojiza, la apreté fuerte y besé un puñado de ella,
hasta que se fue escurriendo lentamente para volver a su lugar de origen.
Alrededor el silencio era sobrecogedor. Como si hubiera enmudecido la
naturaleza, no sonaba la brisa, no cantaban los pájaros. Antes de retirarme
coloqué sobre el humilde promontorio un crucifijo de Camila, mi madre, y
comenté en voz alta: para que su alma nos marque el camino… Luego puse a su
lado las bordonas de Jacinto, mi padre y mirando a los que me acompañaban
agregué… ¡para que su alma nos cante…!
***
26 de setiembre de
1851
Antes de partir de
Ibiray, uno de los lugareños nos aconsejó que si queríamos conocer a alguno de
los que acompañaron a Artigas cuando partió hacia el exilio, tal vez podíamos
encontrarlo en Laurelty, adonde el Dictador Francia había entregado tierras de
las mejores para los desterrados orientales. Lo escuché con atención. Muy
dentro de mi ser abrigaba la esperanza de que alguien pudiera haber conocido a
la negra Tomasa, tan vinculada a mi historia familiar, pero era peregrino
pretender algo por el estilo. Igualmente, por si acaso, guardé entre mis ropas
el diario de mi madre y partimos con Antonio Guzmán hacia ese lugar. Laurelty se
encuentra a dos leguas de Asunción, al costado de una calle pública, cerca de
una cañada que está rodeada por un Monte de Laureles. Los moradores están
acostumbrados a las visitas, entre otros nos recibieron dos negros ancianos,
que habían ingresado al Paraguay con Artigas, luego de una larga y amena
charla, muy ilustrativa, me atreví a preguntar si conocían a una tal Tomasa. Y
les expliqué el por qué de mi pregunta. Me indicaron que preguntara en el
distrito Fernando de la Mora, adonde había otro asentamiento de viejos soldados
artiguistas. Con Antonio Guzmán decidimos ir a la mañana siguiente, ya que para
esa tarde teníamos planificada de antemano una visita a otro campesino, que
vivía a varios kilómetros de distancia de la Capital. Ninguno de los dos podíamos
suponer que nos esperaba un espectáculo extraño, fascinante… Para llegar adonde
nos esperaban teníamos que ir en barca. Finalmente conseguimos que unos
pescadores de Surubí nos acercaran, pero a determinada altura confluimos en una
balsa de agua mansa de tres hectáreas y fuimos rodeados por nenúfares
circulares de por lo menos dos metros, que brotaban del agua. La planta flotante en un principio nos hizo
creer que estábamos rodeados de cocodrilos, porque su piel verde rugosa se le
parece. El manto verde se perdía en imponente en el horizonte y estaba
salpicado de grandes flores blancas. El barquero llamó Yaceré-Irupé, a aquella
floración, que por lo que luego supe quiere decir canasto de pan en guaraní. Y
por algún motivo la asocié nuevamente con la negra Tomasa, a la que imaginé
erguida, con un atado de ropa blanca como las flores en la cabeza, caminando
por las calles de Mercedes. Al día siguiente partimos al distrito Fernando de
la Mora, a un asentamiento denominado Loma Campamento o Camba Cuá, que en
guaraní significa refugio o agujero de negros. Durante la visita pude calibrar
que la comunidad ha logrado preservar sus valores culturales, pese a las
adversidades, tanto así que cada mes de enero, llegan de todas partes para
participar de sus fiestas alegres y divertidas. Reiteré la pregunta que había
hecho en Laurelty, acerca de si habían oído hablar de Tomasa y no poca fue mi
sorpresa cuando no solamente me respondieron afirmativamente, sino que me
preguntaron si quería conocerla… Al costado de un rancho, sentada y
abanicándose frente a unos niños a los que cada tanto reprendía, había una
anciana de boca pintada y carnes abultadas, que mirándome con falso enojo gritó
haciendo referencia a los críos… ¡estos bellacones prevalidos de mi bondad,
quieren abusar…! Luego lanzó una contagiosa carcajada, y en forma pomposa, me
dio la bienvenida. Calculé que tenía más de 80 años. Cuando le expliqué que era
José, el hijo de Jacinto y Camila, quedó abruptamente en silencio… Me miró con
fijeza y algo de hostilidad…, como si la estuviera engañando. Aproveché la
sorpresa y le acerqué el diario de mi madre. Lo tomó en sus manos y lo ojeó
lentamente. Luego recorrió con sus dedos las páginas amarillas por el paso del
tiempo y noté cómo endulzaba su mirada, hasta que de sus cansados ojos brotaron
algunas lágrimas. Entonces pidió que pusiera mi cabeza entre sus manos y por
largos segundos la escuché murmurar unas, para mi, extrañas palabras… Volví
muchas veces a verla. Me hubiera gustado poder reproducir literalmente su cántico,
sus decires, sus sentencias y comparaciones y las raras expresiones con las que
salpica sus comentarios, como nianga, cachimbo o manga, entre tantas otras...
pero no me ha sido posible. Me conformé con registrar por escrito, de la forma
más fidedigna, lo que me contó sobre mi familia y sobre la patria vieja en
general. Esta es su historia.
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