1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
PARTE 1
3 (1)
Cuando cerró la puerta
tuvo que apoyarse en el marco, temblando. De ojos cerrados, se esforzó por
recuperar el equilibrio y se dijo que por fin estaba en casa, en su cuarto,
hasta que la sensación, con la misma rapidez son que había venido, desapareció.
Es apenas cansancio, se dijo. Pero no estaba totalmente seguro de que eso fuera
verdad.
Abrió los ojos. Ahí
estaba el mismo olor acentuado del barniz, la quietud reposada del sol cruzando
el aire como una escuálida nube de polvo blanquecino diluyéndose, su cama con
la manta escocesa, los libros en el estante. La convulsión le vino de nuevo, y
caminó hacia la cama arrastrando los pies y se estiró alargando el cuerpo, boca
arriba. Tenía todavía el abrazo de los tres apretándole el pecho, pero no era
él al que habían abrazado, era al otro, al de antes, el que conocían de
siempre. Y tenía la incómoda sensación de haber invadido un espacio que no era
más el suyo, que ya no le pertenecía y al que no tenía el mismo derecho de
antes.
Mirando el techo, se lo
repitió nuevamente: pero, a pesar de todo, estoy en casa. Y era como reposar en
un brazo que venía del pasado, hecho de mínimos recuerdos, de memorias
imperceptibles pero conocidas, olores, momentos, detalles que se acumulaban,
risas y alegrías lejanas formando la consistencia del antes. Girando el cuerpo,
doblado sobre sí mismo, las manos entre los muslos, se dijo que tal vez pudiese
intentar recuperar la dulzura de pertenecer a algo de que se sabía unido,
propio y autosuficiente. Desde ahí, llenándose los pulmones, podía seguir
oliendo la esencia de la madera barnizada y el olor del tabaco que fumaba su
padre, impregnado en sus ropas y que parecía indeleblemente colgado de su
bigote gris, que siempre lo había acompañado desde que lo recordaba. Estaban
también el más neutro de la madre, que hacía pensar en talco y algodón, y ahora
el de Cristina, con un resto perfumado de pintura labial. Podía oler hasta el
suyo propio, imposible de definir, pero que ahí, mientras estaba acostado en su
propia cama, por fin, se le hacía igualmente cercano y reconocible.
Doblando la pierna,
desató la bota con suela de goma, se sacó la media y se rascó entre los dedos.
Levantando la cabeza, vio los restos de piel de las ampollas que le quedaban
entre los dedos después de rascarse, se miró las venas azules del tobillo, los
pocos y desiguales pelos, las uñas que precisaban un corte, el olor fuerte y
amargo que precisaba agua y jabón. Cómo será, se preguntó, la pierna de un
muerto. Exactamente así, igual. Había leído en algún lugar que pelos y uñas
siguen creciendo, después, y pensó que era ridículo o demasiado misterioso que,
después, algo todavía continuase creciendo, multiplicando su tamaño, alargándose
sin sentido, porque era para nada. Pero tal vez sí, se dijo, tal vez sea ese su
sentido: la vida que continúa en la nada, imperturbable a pesar de todo, a
pesar de ya haberse asentado la nada en sus dominios. Pena que ya no importe,
porque uno no va a estar más ahí para saberlo.
Alguien había abierto
apenas la puerta, observando por la abertura, y él, sabiendo que ella no
demoraría mucho, hizo un gesto llamándola:
-Vení, podés entrar.
La vio cruzar el reflejo
del sol, el brillo amarillo y rojo de su ropa como un espejo, y dejó el brazo
extendido para que ella apoyara la cabeza y apretara su cuerpito junto al suyo.
Ella le habló cerca de la oreja, en voz baja, casi en secreto, como
acostumbraban hacerlo:
-¿Viniste para las
vacaciones?
-Claro, como siempre en
julio. ¿Tú no estás de vacaciones?
-Sí, ¿pero por qué no
avisaste que venías?
-Quería darles una
sorpresa.
-Podrías haber escrito,
por lo menos. Algo que, por otra parte, parece que cada día se te hace más
difícil.
-Tiempo, no da el tiempo,
entre una y otra cosa.
-Hay veces que nos
preguntamos qué estarás haciendo a esta hora: en clase o estudiando, comiendo,
descansando.
-Posiblemente alguna de
esas cosas.
Ella lo abrazó de nuevo,
apoyándole la cabeza en el pecho, y Ángel le escuchó el corazón.
-Estás más flaco -dijo
ella, apartándose y mirándolo.
Ángel levantó con dos
dedos el brazo que estaba en su pecho, sujetándolo de los huesos de la muñeca.
-Miren quién habla.
-Yo soy chica todavía.
-¿Y por aquí cómo están
las cosas? ¿Cómo está Jairo?
-Bien. Igual que siempre.
¿No fuiste a verlo todavía?
-Después, después lo voy
a visitar.
-Estamos con problemas
con las ratas, de nuevo.
-Así que las bandidas
volvieron.
-Otra vez -dijo ella,
moviendo la cabeza para arriba y para abajo. -Papá está loco con eso, porque
muerden toda la madera. Algunas noches alcanzamos a escucharlas mordiendo y
mordiendo. Una noche ni me dejaron dormir, de tanto ruido que hacían. Papá compró
veneno. Lo podemos ayudar a colocarlo más tarde, si querés.
-Claro.
-Él dice que les debe
gustar mucho nuestra casa, porque en las otras casas de por aquí cerca no
tienen ratas.
-Es que nuestra casa es
la más linda de todas.
-A mí también me parece
-se apretó de nuevo contra él, y le pasó las manos de uñas despintadas por el
borde de la camisa. -La maestra me dio muchos libros para leer en estas
vacaciones. ¿Podés ayudarme a leerlos?
-Cómo no, será un placer.
-Mamá mandó preguntar qué
querés para cenar.
-Cualquier cosa. ¿Por una
de esas casualidades no habrá una lata de corned-beef?
-Hay -dijo, apartándose y
mirándolo, radiante. -El otro día ella te compró. Sabía que ibas a venir, y
compró muchas otras cosas que te gustan -levantó la mano y fue señalándose los
dedos. -Galletitas, queso, chocolate.
-No fue sólo para mí que
compró, entonces. ¿Dónde están papá y mamá?
-Fueron a descansar un
poco.
-Yo también me parece que
voy a dormir.
-Te dejo tranquilo,
entonces.
Le dio un beso y salió.
Él no la miró. De cara al techo, sintió el peso de la tarde tranquila que
declinaba en la luz amarilla que iba retrocediendo, y se tocó el pecho donde
ella había apoyado la cabeza. Y pensó que lo único que había hecho en los últimos
tres meses fue morir un poco cada día, sabiéndolo y sin poder hacer nada.
Entonces auscultó el giro sin apuro de las abejas entre las costillas, las supo
presentes, tranquilas pero siempre moviéndose, un zumbido que no alcanzaba a
escucharse, pero que las puntas de los dedos presentían con total precisión y
certeza y que él verificaba con parsimonia, preguntándose de dónde podrían
haber venido, qué querían, qué estaban haciendo ahí. Ya se había acostumbrado a
ellas, mantenía con su presencia un diálogo silencioso, a veces las insultaba
pero se decía que no tenía sentido, ellas no hacían nada, sólo estaban ocupando
sus pulmones, no eran culpables de nada, quedaban dando vueltas y vueltas, de
noche era posible sentirlas un poco más alborozadas o locas, en la quietud del
reposo cuando todo el cuerpo se sosegaba ellas parecían la única cosa viva
junto al corazón. Ellas y la cabeza, pensó: esa sí que no para nunca, nunca.
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