EL PREMIO NOBEL DE LITERATURA 2006, ORHAN PAMUK,
DESCRIBE SU PRIMER ENCUENTRO CON LA OBRA DE DOSTOIEVSKI COMO UN MOMENTO CAPITAL
DE SU EXISTENCIA
De acuerdo con la crítica
especializada, el siglo XIX es el mejor momento para la novela moderna. Como
género su consolidación se fecha en el siglo XVII, con el Quijote como
la primera narración verdaderamente novelística. Antes hay quien señala
en El asno de oro de Apuleyo o el Satiricón de
Petronio algunos primeros intentos de narración prosística extendida, y después
en obras como el Decamerón o Los cuentos de Canterbury;
sin embargo, se dice que sólo con Cervantes, Laurence Sterne o Daniel Defoe el
género entró en ese camino de complejidad y profundidad narrativa que lo
caracterizan en prácticamente todos sus elementos: la trama, la psicología de
los personajes, la línea temporal de la narración, etc. Se necesitarían casi 3
siglos para que esta compleja maquinaria explotara a manos de autores como
James Joyce, Virginia Woolf, Robert Musil, Franz Kafka, William Faulkner y
varios más.
Entretanto, decíamos, el siglo XIX fue
la cúspide del género, la época en que mejor uso tuvo la novela como
herramienta de exploración de “lo humano”. La Madame Bovary de
Flaubert, el Papá Goriot de Balzac, las exploraciones
narrativas de Dickens. Aunque cada una es distinta, todas, a su manera, comparten
esa toma de la novela como un instrumento, un vehículo de exploración, una
suerte de visor adonde el escritor se asomó para mirar de cerca esos delicados
ecosistemas que llamamos cultura, o sociedad, o individuo, o psique, los cuales
existen con cierta autonomía pero también relacionados entre sí. Un universo
dentro de otro universo que a su vez se encuentra dentro de otro universo. En
cierta forma esa podría ser una descripción más o menos acertada de la
novelística del siglo XIX.
Uno de los pilares de dicha época fue
sin duda el ruso Fiódor Dostoievski, autor de al menos un par de obras
imprescindibles para el acervo personal de todo buen lector y que, en el mejor
de los mundos, todos deberíamos leer para descubrir las sutilezas tanto de la
psique humana como de la literatura misma: Crimen y castigo y Los
hermanos Karamazov. Hay otros títulos necesarios, claro, (El jugador, Memorias
de la casa muerta, Memorias del subsuelo, y quizá algunas más),
pero si al menos leyéramos estas dos o alguna de ellas muy probablemente
quedaríamos deslumbrados por la aparición del genio absoluto, la experiencia
literaria tal y como la describió William Faulkner: "Lo que hace la
literatura es lo mismo que una cerilla en medio de un campo en mitad de la
noche. Una cerilla no ilumina apenas nada, pero nos permite ver cuánta
oscuridad hay alrededor”. Eso hace Dostoievski: nos hace ver de cuánta
oscuridad está rodeado el ser humano.
Quien también lo experimento así el
escritor de origen turco Orhan Pamuk, ganador del premio Nobel de Literatura en
2006 y quien en un ensayo más o menos reciente dedicado a Los hermanos
Karamazov reconoce esa relevancia que tuvo Dostoievski no sólo en su
vida como lector sino en su vida en sí, un autor y una obra que se convirtieron
en momentos capitales de su biografía, con la misma importancia que puede
tener, por ejemplo, la primera vez que besamos por deseo a otra persona, o la
muerte de un ser muy querido.
Pero no prolongamos más esta
introducción y damos la palabra a Pamuk:
Recuerdo muy bien la primera lectura de Los hermanos Karamazov a
los 18 años, solo en una habitación de una casa que daba al Bósforo. Era el
primer libro de Dostoievski que leía. En la biblioteca de mi padre había una
traducción turca publicada en los años 40 a partir de la versión inglesa de
Constance Garnett y el título de aquella novela, que de una manera misteriosa
sugería todo el exotismo, la diferencia y la fuerza de Rusia, llevaba bastante
tiempo llamándome a un mundo nuevo.
Como todos los grandes libros, Los hermanos Karamazov tuvo
dos efectos instantáneos en mí: me hizo sentir al mismo tiempo que no estaba
solo en el mundo y, por otro lado, que era alguien desamparado, solo en mi
rincón. Al ir viendo complacido lo que la novela me mostraba poco a poco,
sentía que no estaba solo porque, como me suele pasar cuando leo grandes
libros, las ideas que tanto me agitaban ya se me habían ocurrido antes, y
algunas escenas y entonaciones escalofriantes casi las recordaba como si las
hubiera vivido. Por otro lado, mi primera lectura del libro también me daba la
sensación de soledad puesto que me mostraba ciertas verdades básicas sobre la
vida de las que nadie hablaba, que nadie mencionaba. Me daba la impresión de
ser el primero que lo leía. Era como si Dostoievski me susurraba al oído cosas
privadas sobre la humanidad y la vida que nadie más sabía. Esa información
secreta tenía tanta fuerza y era tan inquietante que cuando me sentaba a cenar
con mis padres o cuando, como siempre, intentaba charlar con mis compañeros en
los atestados pasillos de la Universidad Técnica de Estambul, en los que
siempre se hablaba de política, sentía que el libro se agitaba dentro de mí y
que la vida ya no sería la misma; notaba que frente al mundo grande, amplio y
sorprendente de la novela, mi propia vida y mis preocupaciones eran pequeñas e
insignificantes. Me apetecía decir: “Estoy leyendo un libro que me agita, que
está cambiando mi mundo entero y eso me asusta”. En alguna parte Borges dice:
“Descubrir a Dostoievski es como descubrir el amor o ver el mar por primera
vez, marca un momento importante en la vida”. El momento en que leí a
Dostoievski por primera vez supuso para mí la pérdida de la inocencia con
respecto a la vida.
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