DEL BARRIO 12
Mamá Lucha se bañaba bajo el discreto lluvero de su bañito y el agua hacía
su mayor esfuerzo contra la gravedad para disfrutarle suavemente sus curvas.
Capaz que debí decir esto antes y por eso quizás te estés imaginando a Mamá
Lucha como una vieja matrona negra, de pañuelo con ruleros y delantal manchado
de harina. Pero ahora sabés que no: sabés que sólo tiene treinta y dos años
(casi treinta y tres), que su pelo lacio, morado y frío cae como acariciando,
que su nariz es cuestionablemente fina y sus ojos disimuladamente marrones.
Sabrás también que por más flojo que use el vestido, no puede hacer mucho por
disimular su perfecto y prematuramente jubilado cuerpo de gimnasta.
Lo que sólo este lluvero sabe es que su vientre, justo entre las dos
caderas, justo debajo del ombligo, justo arriba del silencio, tiene tatuada una
cigüeña dolorosamente blanca, de frente en pleno vuelo y con sus alas
batiéndose elegantes. Lo tiene porque la vida ya la había tatuado antes. Lo
tiene para esconder que sus ovarios, trompas de Falopio y hasta el útero tienen
tanto cristal azul que la luz a veces le traspasa la piel. Lo tiene porque
sueña con algún milagro que logre que su atrofiado sistema reproductivo pueda
ser cigüeña alguna vez. (Al menos la cigüeña vence a la muerte sobre su piel,)
Algo similar le puede pasar a Bauti si alguna vez consume porque sus
riñones no funcionan con su máxima capacidad. Dicen que la droga no estaba
hecha para matar si respetabas la regla de una botellita a la vez: pero para Bauti
hasta una botellita es mucho. Hoy es un niño sí, pero crece muy rápido y sus
alas ya casi no pueden envolverlo.
Bauti estaba a unas cuadras del baño del Laberinto: estaba en la plaza.
Estaba revolviendo unos yuyos a ver si encontraba las lágrimas que se le
cayeron el otro día. El día que vio al Despeinado por última vez.
Su voz todavía le resonaba en esa cabeza aparentemente vacía. Bauti lo
escuchaba, siempre lo escuchaba. ¿Cómo no iba a escucharlo si era su mejor
amigo? ¿Alguna vez pensaste en todo lo
que hacemos sin darnos cuenta? ¿En todo lo que la vida hace sola para que
podamos vivirla? Por ejemplo, yo no me acuerdo cómo terminé sentado debajo de
este árbol: sólo pensé que estaba muy cansado y necesitaba un lugar tranquilo
para pensar. Y la vida se hizo sola hasta traerme acá. Mientras, mi atención
andaba quién sabe en dónde. Pero yo no quiero eso: día a día voy a aprender la
vida. Por ejemplo, hoy voy a ver cómo respiro. Y me voy a quedar acá haciendo
algo que siempre hice (respirar) mientras hago algo que no hice nunca:
prestarle atención.
Bueno, me quedo contigo entonces le había respondido en voz alta el pobre Bauti a la nada
misma que ahora era su amigo.
Poco entendía de la vida después de la vida, en la magia de no irse, del
milagro de ser después de ser. Pero sin embargo pensó: qué suerte que tengo: con todos los lugares que existen en el Universo
estas estrellas eligen apuntarme a mí.
Y allí quedó: con los ojos profundamente mal estacionados en el cielo.
Interludio de magnates
Ya era de noche y se estaban por ir. Sin embargo, los dos viejos miraron
perplejos la Tablet cuando el software de reconocimiento facial les hizo zoom
sobre la cara de un niño que los miraba a los ojos. (Como si supiera.)
Pero era imposible que supiera que a 750 km. sobre su cabeza, a una
velocidad de 26.350 km/h orbitaba el satélite Privilegiya 9. Fue puesto al
servicio de la causa gracias al dinero de los fieles consumidores de fármacos
en todo el mundo. Y ahora transmite en vivo con suficiente resolución como para
ver el miedo de una lágrima de sudor.
Aun así, esta fue la primera vez en toda esta inusual partida de ajedrez
que los dos magnates se sintieron vulnerados. El más joven de los dos (el de la
empresa de energía limpia) hacía tiempo que no se sentía frágil: esta emoción
lo retrotrajo a la adolescencia. El otro: el más viejo, el director de la
empresa de fármacos, el dueño del satélite y de casi todos los que estaban
abajo, nunca lo había sentido. Por eso no reconoció la sensación. Simplemente
se frotó la panza creyendo que algo de la comida le había caído mal.
El más joven de los dos (el que estaba recordando el miedo) miraba por la
ventana cómo la niebla decapitaba los edificios más altos de la ciudad. El
barrio estaba cerca de allí pero lo necesariamente lejos.
El viejo sin miedo, sin embargo, haciendo alarde de su experto manejo del
software no paraba de acercar y alejar la cara del niño en busca de alguna
señal.
-Para qué seguís mirando al niño, viejito. ¿Lo querés entender?
-¿Cómo lo voy a entender si ni siquiera le entiendo los ojos?
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