Todos los miembros
de la comunidad rezaban para que la comisión de carreteras recapacitara, para
que los burócratas cambiaran sus planes por el bien de todos, para que dejaran de
destripar la tierra y para que Dios enviara lejos, muy lejos, aquella autopista
hasta el fin de los tiempos.
Pero no pudo ser. Cada día aparecían los que removían la tierra y cada día sus máquinas soltaban balidos y gemidos, machacando, cortando y reventando el hermoso bosque y los campos de labranza.
Una mañana oímos
al tío en el exterior de la casa en medio de un ensordecedor ruido de azadas y
rastrillos y un estruendo de herramientas de hierro cayendo al suelo.
-¡Voy a hacer algo! -gritó el tío-.
¡Voy a hacer algo!
Tomó dos palas de
gran tamaño. Nosotros afilábamos las palas y las azadas con grandes ruedas de
piedras de amolar. Todas las herramientas cortaban como navajas. Era un vestigio
del viejo país, donde cabía la posibilidad de que uno tuviera que utilizar las herramientas
no sólo para cavar, sino también para defenderse. No había nadie que hubiera vivido
lo bastante lejos de la guerra como para haber encontrado un motivo para dejar
atrás aquella costumbre.
-¡No, Zovár! ¡No!
-gritó todo el mundo-. ¡Suelta las palas! ¿Qué estás haciendo? ¡No hagas
tonterías! ¡Zovár! ¡Zováaarrr!
Pero mi tío no
contestó. Se encaminó hacia los campos con una pala echada sobre cada hombro,
«una para descansar y otra para trabajar». Se pasó toda la mañana cavando en
una pequeña parcela, lo que quedaba de un campo más grande una vez trazado el
recorrido de la autopista de peaje. En su entusiasmo por construir la
carretera, algunos trabajadores habían removido más tierra de la necesaria. Lo
único que habían dejado a su espalda eran unos cuantos troncos destrozados y
unas pocas hileras de maíz destrozadas.
Habían reducido a
escombros una tierra llena de vida y se habían largado. Ahora la nueva
autopista de peaje ya estaba terminada y pasaba a menos de trescientos metros
al oeste.
Mi tío cavó una
profunda zanja a lo largo del perímetro del campo, siguiendo aproximadamente el
peralte de la nueva carretera y dejando a su espalda un largo y serpenteante montículo
de tierra. Cavó y traspaló una y otra vez la tierra. Varios vecinos
interrumpieron sus tareas y bajaron por la carretera para darle consejos.
Regresaron con palas y picos para echarle una mano.
Por la tarde ya
había una zanja que bordeaba aproximadamente media hectárea de terreno hasta donde
alcanzaba la vista. Tenía más o menos dos codos de ancho y bordeaba la estrecha
franja del campo que permanecería en poder de la aldea.(7)
Cayó la noche. Mi
tío regresó a casa con paso cansino. Se tomó una buena sopa en un cuenco de
loza con un pájaro magiar pintado en un lado, mascó un trozo de pan de centeno
casero y se bebió una cerveza muy fría directamente de una botella de vidrio
color ámbar.
Después salió de casa
con un viejo y abollado balde de color rojo lleno hasta el borde de
combustible. Se alejó con su carga, ladeando el cuerpo para hacer contrapeso.
Una vez en el
campo, en mitad de una noche en la que no soplaba ni una brizna de aire, vertió
con cuidado el combustible a los lados del campo, dejando un reguero en el
centro.
Desde el borde del campo, encendió
unas cerillas de madera y las arrojó a ras del suelo en varios puntos.
Todo el campo
estalló en una llamarada tan grande que atrajo a la gente de todos los lugares
desde donde se veía la densa humareda. Los anchos caminos de tierra de tres de
los lados y la zanja del cuarto contuvieron las llamas.
Hasta bien entrada
la noche, hombres y mujeres, sosteniendo en sus brazos a los niños adormilados,
permanecieron de pie en largas hileras anaranjadas, asintiendo con la cabeza en
señal de aprobación mientras el campo seguía ardiendo.
Notas
(7) Una hectárea
equivale a diez mil metros cuadrados; un codo corresponde aproximadamente a
unos cuarenta y seis centímetros.
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