1º edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes /
2018
DEL BARRIO
3
Eran las ocho y cuarto de la noche y la luna estaba enredada en la copa de
un árbol. Morales ya había dejado la exuberante limusina en una cochera más
amplia que la plaza de los pobres. Ahora caminaba sus siete cuadras por la
calle lateral de barro hasta su casa (esa casa donde nadie lo esperaba).
Sus pasos eran pesados y sostenían sus casi dos metros de altura. De las
casas se desprendían atípicos murmullos de alegría: en un rato empezaba el
desfile de carnaval del barrio. En un rato las caras llenas de mugre se iban a
cubrir con pinturas y las casas, cuyo único brillo suele ser el sol dándose
contra las chapas, esta noche iban a sostener orgullosas lucecitas de colores.
Morales disfrutaba mucho de la tregua que producía el desfile. Él, contrariamente
a lo que cualquiera podría suponer, desaprueba toda la sangre que se cae en
nombre de Darío. Morales ve su trabajo como eso: un trabajo. Hay gente que
barre, gente que vende y gente que hace cuentas. A él le toca conducir, matar y
dar miedo. A escondidas se arrepiente: besa su crucifijo y pide perdón. Sabe
que esto no va a remendar la vida de nadie pero por lo menos le apacigua el
alma.
Iba tan inmerso en su disfrute que chocó con una hermosa mujer de unos
veinticinco años. De toda aquella belleza entreverada en la oscuridad de la
calle sólo recordaría unos profundos ojos celestes y los tres lunares alineados
sobre uno de sus pómulos (puntos suspensivos de su mirada).
Pidió disculpas aturdido y siguió.
Perdido entre la fascinación y sus pasos pesados ya casi había completado
el recorrido de vuelta a casa. Al pasar entre los dos mismos árboles de siempre
(uno a cada lado del portón de la casa de la esquina), le llamó la atención un
reluciente trapo celeste que estaba sobre una rama.
Al acercarse comprobó que se trataba de un saco: uno particularmente sano y
limpio. Le pareció muy extraño porque nadie se vestía así en el barrio. Miró
alrededor en busca del dueño del saco pero no vio nada. Volvió a mirar y lo
descolgó (sólo para probárselo).
Luego de pasar la segunda manga, se cubrió el cuello de la camisa que
llevaba puesta a modo de uniforme. Le quedaba perfecto. Comprobó por tercera
vez (y con genuina honestidad) que el dueño del saco no estuviera cerca y por
tercera vez se encontró completamente solo en la oscura calle de barro.
Entonces se lo colgó del antebrazo con la elegancia de un mozo y se lo
llevó. Este era el mejor día de su vida adulta. Ahora caminaba tan entusiasmado
que al ver la enredadera que trepaba el muro de su casa, entendió que la planta
se quería escapar (como él). Poco le importó.
Llegó a su modesta casa y ni siquiera trancó la puerta de la entrada. Colgó
el saco cuidadosamente en el respaldo de una silla: ya había decidido que lo
iba a estrenar en el desfile dentro de un rato.
En menos de cinco minutos se había duchado y todo el pequeño living
apestaba a su mejor perfume. Estaba pronto para una noche de fiesta. Estaba
pronto para parecer feliz. Cómo iba a ser capaz de darse cuenta del peligro que
le habían implantado en uno de los bolsillos. Esta noche iba terminar con la
felicidad muerta.
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