En cuanto a la última
objeción pretendo que el director, transformado en una suerte de demiurgo, y
que tiene en el trasfondo del pensamiento esa idea de pureza implacable de
consumación a cualquier precio, si verdaderamente quiere ser director, y por
tanto hombre conocedor de la materia y los objetos, lleve a cabo en el dominio
físico una búsqueda del movimiento intenso, del ademán patético y preciso, que
en el plano psicológico equivale a la disciplina moral más absoluta y más
íntegra, y en el plano cósmico al desencadenamiento de ciertas fuerzas ciegas
que activan lo que es necesario activar y trituran y queman lo que es necesario
triturar y quemar.
Y he aquí la conclusión
genetal:
El teatro no es ya un
arte; o en todo caso es un arte inútil. Se ha conformado en todo a la idea
occidental de arte. Estamos hartos de sentimientos decorativos y vanos, de
actividades sin objeto, consagradas solamente a lo amable y a lo pintoresco.
Queremos un teatro que funciones activamente, pero en un nivel aun no definido.
Necesitamos acción
verdadera, pero sin consecuencias prácticas. La acción del teatro no desborda
al plano social. Y mucho menos al plano moral y psicológico.
Se advierte aquí que el
problema no es simple: pero por más caótico, impenetrable y áspero que sea,
nuestro Manifiesto no elude el verdadero problema; al contrario, lo ataca de
frente, cosa que desde hace mucho no se anima a hacer ningún hombre en el
teatro. Ninguno hasta ahora ha planteado el verdadero principio del teatro, que
es metafísico; y si hay tan pocas piezas teatrales válidas, no es por falta de
talento o de autores.
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