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La madre ya no conserva
esperanzas; con todo, se adueña de otro libro, y el timbre de su voz de soprano
resuena melodiosamente en los oídos del producto de su concepción. Pero,
después de algunas palabras, la domina el desaliento y por sí misma deja de
interpretar la obra literaria. El primogénito exclama: “Voy a acostarme”. Se
retira con los ojos bajos fríamente fijos, sin agregar nada más. El perro
empieza a lanzar un lúgubre ladrido, pues no le parece natural esa conducta, y
el viento del exterior, penetrando desigualmente por la fisura longitudinal de
la ventana, hace vacilar la llama, atemperada por dos cúpulas de cristal
rosado, de la lámpara de bronce. La madre pone las manos en su frente, y el
padre eleva los ojos al cielo. Los niños lanzan miradas azoradas al viejo
marino. Mervyn cierra la puerta de su habitación con doble vuelta de llave y su
mano se desliza rápidamente por el papel: “Recibí su carta a mediodía, y le
ruego que me perdone si le he hecho esperar la respuesta. No tengo el honor de
conocerlo personalmente, y no sabía si debía escribirle. Pero como la
descortesía no tiene lugar en esta casa, resolví tomar la pluma y agradecerle
calurosamente el interés que se toma por un desconocido. Dios me guarde de no
demostrar reconocimiento por la simpatía con que usted me colma. Conozca mis
imperfecciones, y eso no me hace más orgulloso. Pero si es inconveniente
aceptar la amistad de una persona de edad, también lo es hacerle comprender que
nuestros caracteres no son iguales. En efecto usted parece tener más años que
yo, puesto que me llama joven, pero con todo conservo dudas sobre su verdadera
edad. Pues, ¿cómo conciliar la frialdad de sus silogismos con la pasión que se
desprende de ellos? Por supuesto, no abandonaré el lugar que me ha visto nacer
para acompañarlo por comarcas lejanas; esto sólo sería posible a condición de
pedir previamente a los autores de mis días un permiso impacientemente
esperado. Pero como me ha exigido usted que guarde secreto (en el sentido
elevado al cubo de la palabra) sobre este asunto espiritualmente tenebroso,
obedeceré solícito su indiscutible prudencia. Por lo que opino, no afrontaría
con gusto la claridad de la luz. Puesto que parece usted desear que yo deposite
mi confianza en su persona (aspiración que no está fuera de lugar, me complazco
en manifestarlo), tenga la bondad, se lo ruego, de demostrarme la misma
confianza, y de no tener la pretensión de creer que yo estoy tan distante de su
modo de pensar como para que pasado mañana por la mañana, a la hora indicada,
no concurra puntualmente a la cita. Escalaré el muro que rodea el parque, pues
la verja estará cerrada, y no habrá testigos de mi salida. Hablando con
franqueza, qué no haría yo por usted, cuyo inexplicable afecto ha sabido
manifestarse sin dilación ante mis ojos deslumbrados, especialmente
sorprendidos por una prueba tal de bondad, que resulta para mí, sin lugar a
dudas, absolutamente inesperada. Ante todo porque no lo conocía a usted. Ahora
lo conozco”.
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