UNA PENSIÓN BURGUESA (1
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Al día siguiente,
Rastignac se vistió muy elegantemente , y a eso de las tres de la tarde se
encaminó a casa de la señora de Restaud, entregándose por el camino a esas
locas esperanzas que tan gratas emociones comunican a la vida de los jóvenes
que no calculan los obstáculos ni los peligros, lo ven todo color de rosa,
poetizan su existencia con el solo juego de su imaginación y se hacen desgraciados
o se ponen tristes al ver destruidos proyectos que sólo tenían vida en sus
desenfrenados deseos: si la juventud no fuese ignorante y tímida, el mundo
social sería imposible. Eugenio andaba con mil precauciones para no mancharse
de barro; marchaba pensando en lo que le diría a la señora de Restaud, y
haciendo acopio de gracia, inventaba contestaciones para una conversación
imaginaria y preparaba frases agudas a lo Talleyrand, suponiendo circunstancias
favorables a la declaración en que fundaba su porvenir. En esto, distraído, se
manchó las botas, y se vio obligado a lustrárselas en la tienda de un
limpiabotas y a cepillarse el pantalón. “Si yo fuese rico”, se dijo al mismo
tiempo que cambiaba una moneda de veinticinco francos que había tomado por si acaso, “iría en coche y podría
pensar a mi gusto”. Por fin, llegó a la calle de Helder y preguntó por la
condesa de Restaud. Con la fría rabia del hombre seguro de triunfar algún día,
Eugenio recibió la displicente mirada de los criados que le habían visto
atravesar el patio a pie sin haber oído el ruido de un coche en la puerta. Aquella
mirada fue para él tanto más sensible, cuanto había comprendido ya su
inferioridad al entrar en aquel patio, donde piafaba un hermoso caballo,
ricamente enganchado a uno de esos cabriolés que reflejan el lujo de una vida
disipadora y que dejan adivinar en sus dueños el hábito de todas las
felicidades parisienses. Por sí solo ya empezó a ponerse de mal humor. Los
depósitos de su cerebro, que él creía lleno de gracias, se cerraron de pronto
dejándolo como atontado. Esperando la respuesta de la condesa, a la que un
ayuda de cámara había ido a decir el nombre del visitante, Eugenio se cruzó de
piernas apoyando el codo en una falleba y miró maquinalmente el patio. El
estudiante encontraba el tiempo largo, y se hubiera ido de no estar dotado de una
tenacidad meridional que engendra prodigios cuando va por buen camino.
-Caballero -le dijo el
ayuda de cámara-, la señora está muy ocupada en su gabinete y no ha respondido;
pero si quiere usted pasar al salón, allí hay algunos que la esperan.
Al mismo tiempo que
admiraba el poder de aquellos criados que con una sola mirada acusan o juzgan a
sus amos, Rastignac abrió deliberadamente la puerta por donde había salido el
ayuda de cámara a fin de hacerle creer sin duda que conocía a las gentes de la
casa; pero fue a dar a una habitación donde había lámparas, armarios y un
aparato para calentar las toallas para el baño, habitación que se comunicaba con
un corredor oscuro, a cuyo extremo se encontraba una escalera oculta. Las risas
ahogadas que oyó en la antesala llevaron su confusión al colmo.
-Caballero, el salón es
por aquí -le dijo el ayuda de cámara con ese falso respeto que parece ser una
burla más.
Eugenio dio la vuelta con
tal precipitación que chocó con una bañera; pero detuvo a tiempo su sombrero
para evitar que cayera al agua. En este momento se abrió una puerta en el fondo
de un largo corredor iluminado por una lámpara, y Rastignac oyó en él la voz de
la señora de Restaud, la de papá Goriot y el sonido de un beso. Después entró en
el comedor, lo atravesó seguido del ayuda de cámara y penetró en el primer
saloncito, quedándose allí y asomándose a una ventana al ver que este daba a un
patio. Eugenio quería saber si aquel papá Goriot era realmente el papá Goriot
de la pensión. Recordaba las asombrosas reflexiones de Vautrin y el corazón le
latía violentamente. El ayuda de cámara esperaba a Eugenio en la puerta del
salón; pero de pronto, salió de este un joven, diciendo impacientemente: “Yo me
voy, Mauricio. Dígale usted a la señora condesa que la he esperado más de media
hora.” Aquel impertinente, que sin duda tenía derecho a serlo, tarareó una
canción italiana, al mismo tiempo que se dirigía a la ventana que ocupaba
Eugenio, e hizo esto tanto para ver la cara del estudiante como para mirar al
patio.
-El señor conde haría
mejor en esperar un momento, porque la señora ha terminado -dijo Mauricio
volviendo a la antesala.
En aquel momento, papá
Goriot iba a atravesar la puertecita cochera que comunicaba con la escalera de
escape. El buen hombre se disponía a abrir su paraguas, sin fijarse en que la
puerta principal estaba abierta para dar paso a un joven condecorado que guiaba
un tílburi. Papá Goriot sólo tuvo tiempo de echarse atrás para no ser
aplastado. La tela del paraguas había asustado al caballo, que dio un ligero
salto precipitándose hacia la explanada de salida. Entonces, el joven que lo
guiaba volvió la cabeza con aire iracundo, vio a papá Goriot y antes de que
saliese, le hizo un saludo que denotaba la consideración forzosa que se concede
a los usureros cuando se los necesita, o el respeto obligatorio debido a un
hombre desacreditado cuya amistad nos hace enrojecer más tarde. Papá Goriot
respondió con un saludo amistoso lleno de bondad. Estos acontecimientos pasaron
con la rapidez de un rayo. Demasiado atento y preocupado para notar que no
estaba solo, Eugenio oyó de pronto la voz de la condesa.
-¡Ah, Máximo, se marchaba
usted! -decía con tono de reproche y de respeto.
La condesa no había
notado la entrada del tílburi. Rastignac se volvió bruscamente y vio a la dama
coquetamente vestida con un peinador de cachemira blanca y peinada
negligentemente, como lo están las parisienses por la mañana. Aquella mujer
despedía un grato olor a perfumes; sin duda había tomado un baño, su belleza
parecía más voluptuosa y sus ojos estaban húmedos. La mirada de los jóvenes sabe
ver todo, porque sus espíritus se hermanan con los destellos de la mujer como
una planta aspira del aire las sustancias que le son propias. Eugenio sintió,
pues, la frescura de las manos de la condesa sin necesidad de tocarlas, y sus
ojos veían a través de la cachemira los tintes rosados del busto, que el
peinador, ligeramente abierto, dejaba entrever desnudo a veces. Los recursos de
las ballenas del corsé eran inútiles, porque su cintura marcaba por sí sola su
talle flexible, su cuello invitaba al amor y sus pies eran bonitos dentro de
las zapatillas. Cuando Máximo tomó aquella mano para besarla, Eugenio vio a
Máximo, y la condesa vio a Eugenio.
-¡Ah! ¿es usted, señor de
Rastignac? ¡Cuánto celebro verlo! -le dijo con ese aire a que saben obedecer
las gentes de ingenio.
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