Pasáronse algunos meses en los
alegres preparativos de la boda, que se efectuó del 20 de enero de 1749.
Lieschen y yo estábamos ocupadas en el equipo, en tanto que Sebastián le
preparaba a su nuevo hijo el regalo de boda consiguiéndole la plaza de
organista de Naumburg. Sebastián no le había dicho a Cristóbal ni una palabra
de sus intenciones, sino que se había dirigido en secreto al Consejo de Naumburg,
que en otras ocasiones le había consultado a él sobre alguna reparación del
órgano, y se decidió a rogar que concediesen la plaza a su querido discípulo,
que ya había sido organista interino en Niederwiesa y que tenía un conocimiento
profundo del órgano y del arte musical. Añadía en su solicitud que Altnikol era
muy ducho en la composición, en el canto y en el violín. La petición de
Sebastián fue aceptada inmediatamente. Alnitkol tuvo la plaza y Sebastián
experimentó un gran placer al poder comunicarle la noticia.
La víspera de la boda organizamos un
pequeño concierto familiar, en el que ejecutamos la “Cantata de Primavera”, que
Sebastián había escrito mucho antes en Göthen, para otra boda, y que fue
siempre una de mis preferidas, porque es extraordinariamente fresca y juvenil.
Los novios estaban sentados juntos, en la víspera del día en que iban a ser
marido y mujer. Lieschen, linda, sonrosada y ruborizada, y Cristóbal tranquilo
y contento. Sebastián acompañaba al clavicordio y dirigía la música por él
compuesta; tenía todos los hilos en la mano y, cuando los coros cantaban que “todo
sonreía a los novios”, Sebastián y yo nos mirábamos.
Después, a petición de Sebastián,
entonamos la linda canción:
¡Oh dulce Niño Jesús! ¡Oh tierno Niño Jesús!
¡Has cumplido la voluntad del Padre!
Aquella noche en que estuvo reunida
toda la familia, en que ejecutamos la más pura y celeste de todas las músicas,
dejó en mí un recuerdo más grato que todas las diversiones del día siguiente, a
pesar de que fue un día alegre y feliz. Besamos luego a nuestra hija querida y
Cristóbal se la llevó, por la nieve, a Naumburg, donde Dios, antes que llegasen
las Navidades siguientes, le envió la bendición de un hijo, al que dieron el
nombre -casi me parece inútil decirlo- de Juan Sebastián, como había hecho
Manuel con su hijo segundo, nacido un año antes en Berlín.
Sebastián y yo éramos, pues, abuelos,
lo cual nos parecía completamente increíble, ya que el recuerdo de nuestro
noviazgo y nuestra boda estaba tan vivo ante mis ojos que casi no me daba
cuenta de los años que me separaban de aquellas horas felices. Esa primera boda
de una hija -ya no presenciaré ninguna otra, como tampoco pudo hacerlo
Sebastián- me volvió, en el año 1749, a los 1722 y 1723, hasta el punto de que,
cuando me miraba en el espejo, creía verme tal como era en aquella época. Pero,
sea cual fuese la ilusión que yo me forjase en ese respecto, siempre es mejor
que envejezca el rostro y no el amor. Yo había mirado el rostro de Sebastián con
tanta constancia, que todas las transformaciones producidas en él escaparon a
mi percepción desde el día en que le vi por primera vez en la iglesia de Santa
Catalina de Hamburgo, y tenía que hacer expresamente comparaciones para convencerme
de que también en sus queridas facciones el tiempo había realizado su obra.
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