DE LA BODA DE NUESTRA HIJA, DE LA VISITA AL REY DE PRUSIA. DE LA
“OFRENDA MUSICAL” Y EL ARTE DE LA FUGA, DE LAS ÚLTIMAS AFLICCIONES DE
SEBASTIÁN, DE SU MUERTE Y DEL ÚLTIMO GRITO DE SU ALMA: “ANTE TU TRONO ME
PRESENTO”
He hablado muy poco de Johann
Cristóbal Atnikol, un discípulo de Sebastián que llegó a ser nuestro yerno al
casarse con nuestra hija Isabel. Vino a nuestra casa, como alumno, seis años
antes de la muerte de Sebastián, y su carácter dócil y modesto, unido a su amor
e inteligencia por la música, conquistaron no sólo el corazón de Isabelita,
sino también el de Sebastián y el mío. Antes de casarse con nuestra hija era ya
para nosotros como un hijo. Pronto noté que Cristóbal experimentaba en nuestra
casa sentimientos que no eran puramente musicales, y los repentinos rubores de
Lieschen, en su reserva juvenil, me hacían pensar con frecuencia en los días en
que al oír los pasos de Sebastián acercarse a la puerta, hacía subir mi sangre
del corazón a las mejillas. A decir verdad, no obstante los años pasados, no
hubiera podido asegurar que mi corazón siguiese latiendo al mismo compás,
cuando tras una breve ausencia oía aproximarse los pasos de Sebastián, que
hubiera reconocido entre mil. Pero esas ausencias iban escaseando ya, gracias a
Dios, y mi corazón no se veía precisado a salir de su ritmo.
Cuando Cristóbal nos pidió la mano de
Lieschen, sólo tenía esta dos años más de los que yo contaba en la época de mis
esponsales.
-Sí -le respondió Sebastián-, te doy
con placer mi consentimiento y también el de mi mujer; lo sé sin necesidad de
preguntárselo. Entregamos con gusto nuestra hija a tus cuidados y a tu amor.
Cristóbal estaba de pie ante
Sebastián, con la cabeza inclinada, y por las mejillas le corrían lágrimas de
alegría.
-Maestro -le suplicó-, dame tu
bendición para que la haga feliz y sea digno de llamarme hijo suyo.
Y cuando se marchó a la habitación en
que le esperaba su novia, yo caí en brazos de Sebastián y lloré apoyada en su
fiel pecho.
-¡Cómo recuerdo el día en que pediste
mi mano! -le susurré.
-¿Fue un día muy desgraciado,
Magdalena? -me preguntó, levantándome la cara mientras me miraba con una
sonrisa tierna y un poco burlona.
No necesité contestarle. ¿No
estábamos allí juntos, felices con nuestros recuerdos y con la felicidad de
nuestra hija?
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