UNA PENSIÓN BURGUESA (1
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-Mire usted, querida mía,
la tierra en que vive el señor no está lejos de Verteuil, y su tío y mi abuelo
se conocieron.
-Encantada de estar entre
gente conocida -dijo la condesa distraída.
-Más de lo que usted se
figura -le dijo en voz baja Eugenio.
-¡Cómo! -se apresuró a
decir ella.
-Sí. Porque acabo de ver
salir de su casa a un señor que vive en la misma pensión que yo, frente a mi
cuarto, papá Goriot -repuso el estudiante.
Al oír ese nombre precedido
de la palabra papá, el conde, que
atizaba el fuego, dejó caer las tenazas de sus manos como si le quemasen, y se
levantó.
-Caballero, podía usted
haber dicho el señor Goriot -exclamó.
En un principio, la
condesa palideció al ver la impaciencia de su marido, y después se sonrojó,
permaneciendo azorada. Exclamó con voz que quiso hacer que fuera natural y con
aire falsamente desenvuelto:
-No podía usted conocer a
persona que apreciásemos más. -Se interrumpió, miró el piano como si se
despertarse en ella algún capricho, y dijo: -¿Le gusta a usted la música,
señor?
-Mucho -respondió
Eugenio, que se había puesto encarnado y que pasaba grandes apuros ante la idea
de haber cometido una torpeza.
-¿Canta usted? -le
preguntó la condesa sentándose al piano y atacando violentamente todas las
teclas, desde el do de un extremo hasta el fa del otro. Rrrrrr.
-No, señora.
El conde de Restaud medía
el salón a grandes pasos.
-Es lástima, porque se ve
usted privado de un gran medio de éxito. Ca-aro,
ca-a-ro, ca-a-aaro, non dubitare -cantó la condesa.
Pronunciando el nombre de
papá Goriot, Eugenio había dado un golpe de varita mágica, cuyo efecto era
inverso al que habían producido las palabras “pariente de la señora de
Beauséant”, y se encontraba en una situación análoga a la del hombre que, introducido
por favor en casa de un aficionado a las curiosidades, tropieza, por descuido,
con un armario lleno de figuras esculpidas. Hubiera querido que se lo tragara
la tierra. La cara de la señora de Restaud permanecía fría e indiferente, y sus
ojos evitaban las miradas del torpe estudiante.
-Señora -dijo este-,
tiene usted que hablar con el señor de Restaud; dígnese recibir mis respetos y
permítame…
-Siempre que venga usted
-dijo precipitadamente la condesa interrumpiendo a Eugenio con un gesto- tenga
la seguridad de que nos causará un verdadero placer, lo mismo al señor Restaud
que a mí.
Eugenio dirigió un
profundo saludo a los dos esposos y salió seguido del señor de Restaud, el cual
lo acompañó hasta la antesala, a pesar de sus protestas.
-Ni la señora ni yo
estamos en casa cuando el señor vuelva a presentarse -dijo después el conde a
Mauricio.
Cuando Eugenio puso el
pie en la escalinata exterior, notó que llovía. “Vamos”, se dijo, “he venido a
cometer una torpeza cuya causa e importancia desconozco y, por si esto no fuera
bastante, ahora voy a estropearme el traje y el sombrero. Debería permanecer en
un rincón cultivando el Derecho, pensando únicamente en llegar a ser magistrado.
¿Puedo acaso frecuentar el mundo necesitándose, como se necesita, cabriolé,
botas lustradas, cadena de oro, guantes de gamo por la mañana, que cuestan seis
francos, y guantes amarillos por la noche? ¡Vaya al diablo ese extravagante de
papá Goriot!
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