UNA PENSIÓN BURGUESA (1
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Máximo miraba
alternativamente a Eugenio y a la condesa de una manera bastante significativa
para que el intruso se largara. “¡Ah, querida mía, espero que pondrás a este
tipo en la puerta!”. Esta frase era una traducción clara y evidente de las
miradas del joven impertinentemente altivo a quien la condesa Anastasia había
llamado Máximo y cuyo rostro consultaba con esa atención sumisa que dice todos
los secretos de una mujer sin que ella lo sospeche siquiera. Rastignac sintió
un odio terrible por aquel joven. En primer lugar, los hermosos y bien rizados
cabellos rubios de Máximo le hicieron ver cuán horribles eran los suyos, y
además, Máximo llevaba botas finas y limpias, mientras que las suyas, no
obstante el cuidado del lustrabotas, se habían manchado un poco de barro.
Finalmente, Máximo llevaba una levita que le estrechaba elegantemente el talle,
mientras que Eugenio llevaba traje negro a las dos y media de la tarde. El
ingenioso hijo de Charente comprendió la superioridad que le daba el traje a
aquel dandy, alto y delgado, de ojos
claros y de tez pálida. Sin esperar la respuesta de Eugenio, la señora Restaud
se trasladó al otro salón dejando flotar los pliegues de su peinador, que se
enrollaban y desenrollaban de una manera que le daban la apariencia de una
mariposa, y Máximo la siguió. Eugenio, furioso, siguió a Máximo y a la condesa.
Aquellos tres personajes se encontraron, pues, juntos al llegar hasta la
chimenea, en medio del salón. El estudiante sabía que iba a molestar a aquel
odioso Máximo; pero, a riesgo de desagradar también a la señora de Restaud,
quiso incomodar al dandy. De pronto,
acordándose de que había visto a aquel joven en el baile de la señora de Beauséant,
adivinó lo que era Máximo para la señora de Restaud, y con esa audacia juvenil
que hace cometer grandes torpezas y obtener grandes éxitos, se dijo: “¡He aquí
a mi rival! ¡Voy a derrotarlo!”. ¡Imprudente! Ignoraba que el conde Máximo de
Trailles se dejaba insultar, tiraba primero y mataba a su contrincante. Eugenio
era diestro cazador; pero no había derribado nunca veinte muñecos de veintidós
tiros. El joven se dejó caer en una poltrona cerca de la chimenea, tomó las tenazas
y empezó a atizar el fuego con movimientos tan violentos y nerviosos, que la
hermosa cara de Anastasia se entristeció de pronto, y volviéndose a Eugenio, le
dirigió una de esas miradas frías e interrogativas que dicen con tanta
claridad: “¿Por qué no se va usted?”, que las gentes bien educadas obedecen
inmediatamente, y que se podrían llamar frases de salida. Eugenio tomó un aire
muy amable y dijo:
-Señora, tenía verdadero
afán de verla para…
E interrumpió la frase.
Se abrió una puerta. El señor que guiaba el tílburi se presentó de golpe sin
sombrero, no saludó a la condesa, miró con curiosidad a Eugenio y tendió la
mano a Máximo, dándole los buenos días con una expresión paternal que
sorprendió extraordinariamente a Eugenio.
Los provincianos ignoran
qué dulce es el matrimonio a tres.
-El señor de Restaud
-dijo la condesa al estudiante presentándole su marido.
Eugenio hizo una profunda
inclinación de cabeza.
-Este caballero -agregó
continuando la presentación de Eugenio al conde de Restaud-, es el señor de
Rastignac, pariente de la señora vizcondesa de Beauséant, por los Marcillac, a
quien he tenido el placer de conocer en el último baile.
¡Pariente
de la señora vizcondesa de Beauséant por los Marcillac!;
estas palabras, que la condesa pronunció casi enfáticamente llevada de esa
especie de orgullo que siente la dueña de una casa probando que sólo recibe a
gentes distinguidas, fueron de un efecto mágico, pues el conde dejó su aire
fríamente ceremonioso y saludó al estudiante.
-Encantado -dijo-; es un
verdadero placer conocerlo.
El mismo conde Máximo de
Trailles fijó en Eugenio una mirada inquieta y abandonó de pronto su aire
impertinente. Aquel golpe de varita mágica debido a la poderosa intervención de
un nombre, devolvió al meridional todo el ingenio que llevaba preparado. Un
rayo de luz le hizo ver claro en la atmósfera de la alta sociedad parisiense,
tenebrosa aun para él. La Casa Vauquer, paspá Goriot, estaban lejos de su
pensamiento.
-Yo creía extinguidos a
los Marcillac -dijo el conde Restaud a Eugenio.
-Sí, señor -le respondió
este-. Mi tío, el caballero de Rastignac, se casó con la heredera de la familia
de Marcillac, y no tuvo más que una hija, que se casó con el mariscal de
Clarimbault, abuelo materno de la señora de Beauséant. Nosotros somos los
segundos, rama tanto más pobre, cuanto que mi tío el vicealmirante lo perdió
todo por servir al rey, y el gobierno revolucionario no quiso admitir nuestros
créditos en la liquidación que hizo de la Compañía de Indias.
-¿Mandaba su señor tío el
Vengador antes de 1789?
-Precisamente.
-¡Ah, entonces conoció a
mi abuelo, que mandaba el Warwick!
Máximo se encogió
ligeramente de hombros mirando a la señora de Restaud y pareció decirle: “Si se
pone a hablar de marina con este, estamos perdidos.” Anastasia comprendió la
mirada del señor de Trailles, y con ese admirable poder que poseen las mujeres,
se sonrió diciendo:
-Venga usted, Máximo,
tengo que hacerle un encargo. Caballeros, los dejamos juntos navegando en el Warwick y en el Vengador. Se levantó haciendo un mohín de burlona malicia a Máximo,
el cual se encaminó con ella hacia el tocador. Apenas había llegado a la puerta
aquella pareja morganática, bonita
expresión alemana que no tiene equivalente en francés, cuando el conde
interrumpió su conversación con Eugenio.
-¡Anastasia, quédese
usted, querida mía! -le gritó con mal humor-; ya sabe que…
-Ya vengo, ya vengo -dijo
ella interrumpiéndolo-; es sólo por un momento, tengo que darle un encargo a Máximo.
Y volvió muy pronto. Como
todas las mujeres que saben reconocer hasta dónde pueden llegar a fin de no
perder una confianza preciosa, la condesa, obligada a estudiar el carácter de
su marido para poder obrar a su capricho, vio, por las inflexiones de la voz
del conde, que no tendría ninguna seguridad de permanecer en el tocador. Tales
contratiempos eran debidos a Eugenio. Así es que la condesa señaló al
estudiante con aire lleno de despecho, y Máximo dijo al conde, a su mujer y a
Eugenio, con tono epigramático:
-Bueno, señores, ustedes
están hablando de asuntos y yo los molesto. Adiós. -Y salió.
-Quédese usted, Máximo
-gritó el conde.
-Venga usted a comer con
nosotros -dijo la condesa, la cual, dejando de nuevo a Eugenio y al conde,
siguió a Máximo al saloncito, donde permanecieron juntos el tiempo suficiente
como para que el señor de Restaud despidiera a Eugenio.
Rastignac los oía
sucesivamente riendo, charlando y callando; pero el malicioso estudiante
sostenía ante nada conversación con el señor de Restaud y lo halagaba o lo
empeñaba en discusiones, a fin de ver de nuevo a la condesa y de poder saber la
clase de relaciones que la unían a papá Goriot.
Aquella mujer, enamorada
evidentemente de Máximo; aquella mujer, dueña de su marido y unida secretamente
con el fabricante de fideos, le parecía todo un misterio. Quería develar ese
misterio, esperando poder reinar así como soberano sobre una mujer tan
eminentemente parisiense.
-¡Anastasia! -dijo el
conde llamando de nuevo a su mujer.
-Vamos, mi pobre Máximo
-dijo la condesa de nuevo al joven-, hay que resignarse. Hasta la noche.
-Espero, Tasia -le dijo Máximo al oído, que
despedirá usted a ese jovencito cuyos ojos se encendían como brasas cuando su
peinador se entreabría. Le haría declaraciones, la comprometería y me vería
obligado a matarlo.
-¿Está usted loco, Máximo?
¿No ve usted, por el contrario, que esos estudiantes son excelentes pararrayos?
Ya verá que pronto lograré que Restaud le tome aversión.
Máximo soltó una
carcajada y salió seguido por la condesa, la cual se puso a la ventana para
verlo subir al coche, hacer piafar el caballo y agitar el látigo. La condesa no
volvió hasta que el carruaje desapareció y cerraron la puerta principal.
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