Hay entre el principio
del teatro y el de la alquimia una misteriosa identidad de esencia. Pues el
teatro, como la alquimia, considerado en su origen y subterráneamente, se apoya
en ciertos fundamentos que son comunes a todas las artes, y que en el dominio
espiritual imaginario aspiran a una eficacia análoga a la del proceso que en el
dominio físico permite obtener realmente oro.
Pero entre el teatro y la alquimia hay asimismo otra semejanza más elevada y
que metafísicamente apunta mucho más lejos. Pues tanto la alquimia como el
teatro son artes virtuales, por así decirlo, que no llevan en sí mismas ni sus
fines ni su realidad.
Allí
donde la alquimia, por sus símbolos, es el Doble espiritual de una operación
que sólo funciona en el plano de la materia real, el teatro debe ser
considerado también como un Doble, no ya de esa realidad cotidiana y directa de
la que poco a poco se ha reducido a ser la copia inerte, tan vana como
edulcorada, sino de otra realidad peligrosa y arquetípica, donde los principios,
como los delfines, una vez que mostraron la cabeza se apresuran a hundirse otra
vez en las aguas oscuras.
Ahora
bien, esta realidad no es humana, sino inhumana, y ha de reconocerse que el
hombre, con sus costumbres y su carácter, cuenta en ella muy poco. Y apenas si
él podría retener ahí su cabeza absolutamente denudada, orgánica y maleable,
con materia formal apenas suficiente para que los principios puedan ejercer en
ella sus efectos de manera acabada y sensible.
Hay
que subrayar, por otra parte, antes de proseguir, la curiosa afición al
vocabulario teatral que muestran todos los libros de alquimia, como si sus
autores hubiesen advertido desde un principio cuánto hay de representativo, es decir, de teatral, en
toda la serie de símbolos de que se sirve la Gran Obra para realizarse
espiritualmente, mientras espera poder realizarse real y materialmente, como
también en las digresiones y errores del espíritu mal informado, en medio de
estas operaciones y en la secuencia casi “dialéctica” de todas las
aberraciones, fantasmas, espejismos, y alucinaciones que no pueden dejar de
tropezar quienes intentan tales operaciones con
medios puramente humanos.
Todos
los verdaderos alquimistas saben que el símbolo alquímico es un espejismo, como
el teatro es un espejismo. Y esa perpetua alusión a los materiales y al principio
del teatro que se encuentra en casi todos los libros alquímicos debe ser
entendida como la expresión de una identidad (que fue en los alquimistas
extremadamente consciente) entre el plano en que evolucionan los personajes,
los objetos, las imágenes y en general toda la realidad virtual del teatro, y el plano puramente ficticio e
ilusorio en que evolucionan los símbolos de la alquimia.
Tales
símbolos, que indican lo que podríamos llamar estados filosóficos de la
materia, orientan ya al espíritu hacia esa purificación ardiente, esa
unificación y esa demacración (en un sentido horriblemente simplificado y puro)
de las moléculas naturales; hacia esa operación que permite, en un
despojamiento progresivo, repensar y reconstituir los sólidos siguiendo esa
línea espiritual de equilibrio donde al fin se convierten otra vez en oro. No
se advierte hasta qué punto el simbolismo material que designa esa operación
misteriosa corresponde en el espíritu a un simbolismo paralelo, a una actividad
de ideas y apariencias donde todo cuanto en el teatro es teatral se designa y
puede distinguirse filosóficamente.
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