(Una novela de amor, pasión y muerte en tiempos de la
Patria Vieja)
Primera edición
WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018
PRIMERA ENTREGA
Es el verano de
1811 y en Capilla de Mercedes todo parece mirar al río. Desde su diversidad
parecen mirarlo los umbrosos y polícromos montes, lo mismo que los algarrobos y
los espinillos, los ñapindá y las tinas de penca, que inclinadas y con sus
larguísimas uñas arañan la quietud de las orillas. Loros, patos silvestres,
martinetas, palomas, chimangos y hasta los venados que huyen del bochorno,
están pendientes del río. Miran al río
las barrancas de pedernal, las chácaras, las casas de paja, palo y pique, pero
también las más vistosas de azotea y ladrillo. Hasta el techo de tejuela de la
Iglesia y las cruces del camposanto, parecen querer, desafiando la lejanía,
mirar al río. Y en ocasiones también el viento lo mira, lo mismo que los
pobladores, hechizados, unos con la esperanza de que enfilando sus aguas atraquen
augurios de cambio, otros, espantados, con prevención y suspicacia. Los ardores
del verano alimentan otros ardores y por eso el antiguo apostadero naval
español adopta providencias.
Todo es
nerviosismo y expectativa. Las noticias que arriban son interpretadas y
repetidas. Las comentan las mujeres a la salida de la misa, las repiten sus
maridos en las faenas camperas y hasta son el corrillo de los más chicos. Nadie
a ciencia cierta conoce la procedencia de la información, pero todos dan por
cierto que un tal Martín Rodríguez está por irrumpir en cualquier momento con
un cuerpo de ejército. Y de ser así será el inicio de la guerra. Lo saben
también el Alcalde, el Comandante militar español y los hombres de la
guarnición y por eso, ante la eventualidad, apuran los preparativos.
***
-Dispongan las
cinco plazas de artillería -brama el comandante, imperativo, a sus hombres. Mientras
ordena, los mira satisfecho. Había conformado la comitiva con los mejores
jóvenes del pago.
-Y están bien
armados -piensa para sí, con orgullo.
Entonces cae en la
cuenta que no hay con qué sostener los cañones.
-¡Improvisen
cureñas! -decide.
No pueden dejarse
sorprender. El comandante imparte órdenes a diestra y siniestra, camina,
rezonga, aventura posibles situaciones. Las gotas de sudor corren por sus cejas
y pestañas y le hacen arder los ojos. Mientras los seca con la manga del saco,
cae en la cuenta de que las improvisadas cureñas de poco sirven, pero no está
para detalles.
-¡Incauten todos
los botes y canoas y pónganlos del lado del pueblo! ¡Que las custodie el cabo y
cuatro hombres! -quiere evitar que caigan en manos rebeldes o que sirvan para
que algún vecino huya a Buenos Aires.
***
Oculto entre los
pastizales Justo Correa mira los preparativos y piensa que hay que estar capacitado
para apoyar la llegada de los insurrectos. Y con ese pensamiento, emprende el
regreso al pueblo. Está en aquellos pagos por razones de salud, pero en
realidad la Junta Provisional le había encomendado desde el invierno anterior que
reuniera armas y gente y los remitiera a Buenos Aires a disposición de Don
Miguel de Azcuénaga. Está orgulloso de que hayan valorado su probidad y
disposición, virtudes reconocidas por su desempeño como Alférez de Blandengues,
hombres de la talla de Belgrano, Alberti y Moreno. Y no quiere fallarles,
aunque su estado de salud limite sus movimientos. De cualquier forma, aunque
esté forzosamente anclado en aquel lugar, colaborará en la medida de sus
fuerzas. Es por eso que se ha impuesto la tarea de vigilar al enemigo español y
de organizar a todos los que quieran enfrentarlo. Ante su paso estalla el
aleteo de los pájaros. Los reconoce hasta por sus trinos. Adonde empiezan a
amontonarse las casas, reconoce la tonada melancólica del chingolo, que intimida
con silbos estridentes y concluye con un trino.
-Fie fii fiii pie
pie pie pie.
Es de mañana y por
tener al ave cerca, el canto parece dominar el paisaje sonoro nativo.
-Fii fi fi fi fi
fi fi féii.
Tiene confianza en
que el contacto con la naturaleza le permitirá mejorar de sus dolencias. Por
otra parte sabe que son famosas las aguas del Río Negro por sus propiedades
curativas, a tal punto que los virreyes la acarreaban en grandes toneles y que
el Rey Carlos IV, le había otorgado a la vecina Soriano el título de “Muy
noble, leal y valerosa villa y puerto de la salud del Río Negro”. Los paisanos
le aseguran que bañarse en aquel lugar cura enfermedades de la piel, de los
huesos, de la sangre y un largo etcétera, que incluye la punzante gota y que el
poder curativo proviene de la zarzaparrilla sumergida en el río. Una inquieta
ratonera que salta entre unos troncos saca a Correa de su ensimismamiento. En
pecho y garganta el ave parece tener un frac blanco-parduzco. Su grito
desafiante lo convoca a la realidad.
-Trkek trrek.
El canto no deja
de ser agradable y melodioso. Lo entona mientras mueve las alas, como queriéndose
refrescar del bochorno. Correa continua su camino, pero arrastrando la voz, el
pájaro lanza un aullido enérgico y áspero que lo pone sobre aviso.
-YYeeek.
El alférez piensa que
también la naturaleza se rebela cuando algo o alguien la amenaza y que hasta
los pájaros parecen en son de guerra en aquel verano diferente. Ya no disfruta
del monte, todo a su alrededor se le antoja premonitorio y hostil. Como cansado
de lo viejo que no concluye de fenecer y anhelante ante lo que no acaba de
nacer. Se siente en el borde del tiempo, convocado junto con su gente por un
destino inexplorado que reclama sacrificios, porque nada puede ser sin ellos.
Toda la costa del Río Uruguay está convulsionada por el mal gobierno de
Montevideo y por el contagio revolucionario que llega de Buenos Aires. Aquel emplazamiento
también comprende a Capilla Nueva de Mercedes y amenaza incendiar hasta sus
pastos. Desde una endeble plataforma de ramas cruzadas, la vinosa paloma de
monte, hincha su cuello iridiscente y suma un canto grave y gutural, al
concierto libertario.
-Uaa – uuuhh wu –
úh uuu wuuuhh.
Y Correa apura el
paso.
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